Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

martes, 4 de septiembre de 2018

El entenado. Juan José Saer

Y el narrador, al recordar sus años entre los indios colastiné, huérfano de referencias y significados conocidos, recrea algo cercano, pero no exacto, a la realidad de aquellas tierras y aquellos seres en cuyo lenguaje no existe la palabra ser o estar sino parecer. No hay certidumbre sino duda, no hay realidad sino una aproximación a ella en el intento de rescatar en la vejez los recuerdos de su viaje al nuevo mundo. Primero, la llegada a una tierra bíblica, un nuevo paraíso donde reencontrarse con una humanidad desnuda y pura y unos tiempos primigenios. Luego, la matanza de la expedición, de aquellos marinos y soldados que asemejaban a dioses descendiendo a la tierra, y su captura como único superviviente. Finalmente, en su vejez, el intento de dejar constancia de sus años como testigo de la vida de sus captores, porque la misión de aquel muchacho era aprehender la existencia de los indios colastiné, recordarlos fuera de su mundo/hogar, darles un lugar en el cosmos. Entonces, las preguntas son ¿cómo aprehender la realidad?, ¿cuánto se pierde en la recreación de lo vivido y cuánto hay de mentira o de inexactitud?, ¿es posible la certidumbre o sólo hay lugar a la duda?, ¿cómo de cercano a la realidad está cuanto viví? En el viejo está el muchacho que fue, sí, pero el camino para llegar hasta él es borroso. El muchacho prefigura el hombre que será, pero aún le falta la experiencia de la madurez que asentará la experiencia vivida entre los indios. Y el hombre, de regreso al viejo mundo, a medio camino entre el muchacho y el viejo, escribe e interpreta su cautiverio en teatros y palacios, una forma no de acercarse sino de confundir y desnaturalizar lo real para hundirse en la recreación de lo real; el todo —sus años de testigo—, descompuesto en partes que alteran y tergiversan lo vivido, cambiando su significado. Sólo en la vejez los recuerdos se presentan no sólo como imágenes, también como estremecimientos. Estremecimientos de su captura y su encuentro con el otro, un otro del todo desconocido, del ritual de canibalismo y orgias en los que se sumía la tribu una vez al año y del que se despertaba alucinada y avergonzada, de su encuentro con otros testigos/supervivientes que debían recoger las vidas de los indios para llevarlas fuera de aquella tierra extraña, de la misma tierra extraña que era el centro del mundo y la realidad —o tener el mundo dentro de nosotros, y al moverse, el mundo que se mueve con nosotros, dando sentido el uno a los otros, imposible de existir por separado; y al moverse, llegar a las zonas de sombra de la periferia, al desvanecimiento de la realidad, para volver al hogar, donde acontece el mundo, porque tanto el mundo como el ser humano parecen, usando el lenguaje de los colastiné, la misma cosa—. Un hombre recuerda en la vejez, con imágenes y con la emoción pegada al cuerpo, un viaje que parece llevarle al origen de los tiempos, que lo lleva a remontar abismos sobre los mares para explorar una tierra donde aún quedan huellas de una vida primitiva. Y no hay mayor incertidumbre ni mayor cuestionamiento de la exactitud de la memoria que ese acto de repasar lo vivido, de intentar trasladar al lenguaje la realidad.

El entenado será una de las grandes lecturas de los últimos años. Encontrarse con la escritura meticulosa e introspectiva de Saer, su forma de preguntarse sobre lo real, el origen del mundo y del lenguaje o si podemos de aprehender el mundo ante el que estamos y qué relación tenemos con él, me ha traído horas de reflexión sobre cómo afrontar la realidad. Hay un inicio que bien podría pertenecer a un libro de aventuras, la llegada a las recientes tierras descubiertas del nuevo mundo, el enfrentamiento con lo primigenio y salvaje, es decir, con el desconocimiento absoluto, el cautiverio de un muchacho que poco a poco descubre su misión de testigo. Y en esa aventura, la duda y la incertidumbre y sentirse en el borde de una verdad última y pura. Aún hoy, un par de meses después de su lectura, El entenado me hace replantearme ciertas cuestiones sobre nuestra actual necesidad de trascender. Si los colatiné necesitaban testigos que trasladasen su mundo fuera de ellos, nosotros actuamos ante las redes sociales para que avalen nuestra existencia y la acrediten más allá de nosotros, de nuestro mundo/hogar. Me espera Glosa para continuar con Saer.







Lo exterior era su principal problema. No lograban, como hubiesen querido, verse desde afuera. Yo, en cambio, que había llegado del horizonte borroso, el primer recuerdo que tengo de ellos es justamente el de su exterioridad, y verlos atravesar la playa, entre las hogueras que ardían al anochecer, compactos y lustrosos, fue como saborear, por primera vez, el gusto de lo indestructible. Desde afuera, parecían al abrigo de duda y desgaste. En los primeros tiempos, me daban la impresión de ser la medida exacta que definía, entre la tierra y el cielo, el lugar de cada cosa. Después que sus fiestas espantosas pasaban, cuando se los veía gobernar, con rapidez y eficacia, la aspereza del mundo, podía pensarse, con toda naturalidad, que ese mundo estaba hecho para ellos y que en su interior los indios, aún cuando pasaran por zonas de confusión, no desentonaban. A veces los contemplaba durante mucho tiempo, tratando de adivinar cómo vivían, desde dentro, esos gestos que lanzaban, en el centro del día, hacia el horizonte material que los rodeaba, y si esas manos tan seguras que aferraban hueso, madera, pescado, y que moldeaban el barro rojizo hasta darle la forma de sus sueños, nunca eran invadidas, en contacto con el aire ardiente, por ninguna vacilación. Pero sus ademanes eran mudos y no dejaban transparentar ningún signo. Parecían, como los animales, contemporáneos de sus actos, y se hubiese dicho que esos actos, en el momento mismo de su realización, agotaban su sentido. Para ellos, el presente preciso y abierto de un día recio y sin principio ni fin parecía ser la sustancia en la que, de cuerpo entero, se movían. Daban la impresión envidiable de estar en este mundo más que toda otra cosa. Su falta de alegría, su hosquedad, demostraban que, gracias a ese ajuste general, la dicha y el placer les eran superfluos. Yo pensaba que, agradecidos de coincidir en su ser material y en sus apetencias con el lado disponible del mundo, podían prescindir de la alegría. Lentamente sin embargo, fui comprendiendo que se trataba más bien de lo contrario, que, para ellos, a ese mundo que parecía tan sólido, había que actualizarlo a cada momento para que no se desvaneciese como un hilo de humo en el atardecer.
Esa comprobación la fui haciendo a medida que penetraba, como en una ciénaga, en el idioma que hablaban. Era una lengua imprevisible, contradictoria, sin forma aparente. Cuando creía haber entendido el significado de una palabra, un poco más tarde me daba cuenta de que esa misma palabra significaba también lo contrario, y después de haber sabido esos dos significados, otros nuevos se me hacían evidentes, sin que yo comprendiese muy bien por qué razón el mismo vocablo designaba al mismo tiempo cosas tan dispares. Engui, por ejemplo, significaba los hombres, la gente, nosotros, yo, comer, aquí, mirar, adentro, uno, despertar, y muchas otras cosas más. Cuando se despedían, empleaban una fórmula, negh, que indicaba también continuación, lo cual es absurdo si se tiene en cuenta que, cuando dos hombres se despiden, quiere decir que el intercambio de frases se da por terminado. Negh viene a significar algo así como Y entonces, como cuando se dice y entonces pasó tal o cual cosa. Una vez oí que uno de los indios se reía porque los miembros de una nación vecina lloraban en los nacimientos y daban grandes fiestas cuando alguno se moría. Le señalé que ellos, cuando se despedían, decían negh, y él me miró largamente, con los ojos entrecerrados, con aire de desconfianza y de desprecio, y después se alejó sin saludar. En ese idioma, no hay ninguna palabra que equivalga a ser o estar. La más cercana significa parecer. Como tampoco tienen artículos, si quieren decir que hay un árbol, o que un árbol es un árbol dicen parece árbol. Pero parece tiene menos el sentido de similitud que el de desconfianza. Es más un vocablo negativo que positivo. Implica más objeción que comparación. No es que remita a una imagen ya conocida sino que tiende, más bien, a desgastar la percepción y a restarle contundencia. La misma palabra que designa la apariencia, designa lo exterior, la mentira, los eclipses, el enemigo. El horizonte circular, que me había parecido al principio indiscutible y compacto, era en realidad, tal como lo designaba el idioma de esos indios, un almacén de supercherías y una máquina de engaños. En ese idioma, liso y rugoso se nombran de la misma manera. También una misma palabra, con variantes de pronunciación, nombra lo presente y lo ausente. Para los indios, todo parece y nada es. Y el parecer de las cosas se sitúa, sobre todo, en el campo de la inexistencia. La playa abierta, el día transparente, el verde fresco de los árboles en primavera, las nutrias de piel tibia y palpitante, la arena amarilla, los peces de escamas doradas, la luna, el sol, el aire y las estrellas, los utensilios que arrancaban, con paciencia y habilidad, a la materia reticente, todo eso que se presenta, nítido, a los sentidos, era para ellos informe, indistinto y pegajoso en el reverso contra el que se agolpaba la oscuridad.
Juan José Saer. El entenado. Rayo verde editorial.

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