Y el narrador, al recordar sus años entre los indios
colastiné, huérfano de referencias y significados conocidos, recrea algo
cercano, pero no exacto, a la realidad de aquellas tierras y aquellos seres en
cuyo lenguaje no existe la palabra ser o estar sino parecer. No hay certidumbre sino duda, no hay realidad sino una
aproximación a ella en el intento de rescatar en la vejez los recuerdos de su
viaje al nuevo mundo. Primero, la llegada a una tierra bíblica, un nuevo
paraíso donde reencontrarse con una humanidad desnuda y pura y unos tiempos
primigenios. Luego, la matanza de la expedición, de aquellos marinos y soldados
que asemejaban a dioses descendiendo a la tierra, y su captura como único
superviviente. Finalmente, en su vejez, el intento de dejar constancia de sus
años como testigo de la vida de sus captores, porque la misión de aquel
muchacho era aprehender la existencia de los indios colastiné, recordarlos
fuera de su mundo/hogar, darles un lugar en el cosmos. Entonces, las preguntas son
¿cómo aprehender la realidad?, ¿cuánto se pierde en la recreación de lo vivido
y cuánto hay de mentira o de inexactitud?, ¿es posible la certidumbre o sólo
hay lugar a la duda?, ¿cómo de cercano a la realidad está cuanto viví? En el
viejo está el muchacho que fue, sí, pero el camino para llegar hasta él es
borroso. El muchacho prefigura el hombre que será, pero aún le falta la
experiencia de la madurez que asentará la experiencia vivida entre los indios.
Y el hombre, de regreso al viejo mundo, a medio camino entre el muchacho y el
viejo, escribe e interpreta su cautiverio en teatros y palacios, una forma no
de acercarse sino de confundir y desnaturalizar lo real para hundirse en la
recreación de lo real; el todo —sus
años de testigo—,
descompuesto en partes que alteran y tergiversan lo vivido, cambiando su
significado. Sólo en la vejez los recuerdos se presentan no sólo como imágenes,
también como estremecimientos. Estremecimientos
de su captura y su encuentro con el otro, un otro del todo desconocido, del
ritual de canibalismo y orgias en los que se sumía la tribu una vez al año y del
que se despertaba alucinada y avergonzada, de su encuentro con otros
testigos/supervivientes que debían recoger las vidas de los indios para
llevarlas fuera de aquella tierra extraña, de la misma tierra extraña que era
el centro del mundo y la realidad —o
tener el mundo dentro de nosotros, y al moverse, el mundo que se mueve con
nosotros, dando sentido el uno a los otros, imposible de existir por separado;
y al moverse, llegar a las zonas de sombra de la periferia, al desvanecimiento
de la realidad, para volver al hogar, donde acontece el mundo, porque tanto el mundo
como el ser humano parecen, usando el lenguaje de los colastiné, la misma cosa—. Un hombre recuerda en
la vejez, con imágenes y con la emoción pegada al cuerpo, un viaje que parece
llevarle al origen de los tiempos, que lo lleva a remontar abismos sobre los
mares para explorar una tierra donde aún quedan huellas de una vida primitiva.
Y no hay mayor incertidumbre ni mayor cuestionamiento de la exactitud de la
memoria que ese acto de repasar lo vivido, de intentar trasladar al lenguaje la
realidad.
El entenado será
una de las grandes lecturas de los últimos años. Encontrarse con la escritura
meticulosa e introspectiva de Saer, su forma de preguntarse sobre lo real, el
origen del mundo y del lenguaje o si podemos de aprehender el mundo ante el que
estamos y qué relación tenemos con él, me ha traído horas de reflexión sobre
cómo afrontar la realidad. Hay un inicio que bien podría pertenecer a un libro
de aventuras, la llegada a las recientes tierras descubiertas del nuevo mundo,
el enfrentamiento con lo primigenio y salvaje, es decir, con el desconocimiento
absoluto, el cautiverio de un muchacho que poco a poco descubre su misión de
testigo. Y en esa aventura, la duda y la incertidumbre y sentirse en el borde
de una verdad última y pura. Aún hoy, un par de meses después de su lectura, El entenado me hace replantearme ciertas
cuestiones sobre nuestra actual necesidad de trascender. Si los colatiné
necesitaban testigos que trasladasen su mundo fuera de ellos, nosotros actuamos
ante las redes sociales para que avalen nuestra existencia y la acrediten más
allá de nosotros, de nuestro mundo/hogar. Me espera Glosa para continuar con Saer.
Lo exterior era su principal problema. No lograban, como
hubiesen querido, verse desde afuera. Yo, en cambio, que había llegado del
horizonte borroso, el primer recuerdo que tengo de ellos es justamente el de su
exterioridad, y verlos atravesar la playa, entre las hogueras que ardían al
anochecer, compactos y lustrosos, fue como saborear, por primera vez, el gusto
de lo indestructible. Desde afuera, parecían al abrigo de duda y desgaste. En
los primeros tiempos, me daban la impresión de ser la medida exacta que
definía, entre la tierra y el cielo, el lugar de cada cosa. Después que sus
fiestas espantosas pasaban, cuando se los veía gobernar, con rapidez y
eficacia, la aspereza del mundo, podía pensarse, con toda naturalidad, que ese
mundo estaba hecho para ellos y que en su interior los indios, aún cuando
pasaran por zonas de confusión, no desentonaban. A veces los contemplaba
durante mucho tiempo, tratando de adivinar cómo vivían, desde dentro, esos
gestos que lanzaban, en el centro del día, hacia el horizonte material que los
rodeaba, y si esas manos tan seguras que aferraban hueso, madera, pescado, y
que moldeaban el barro rojizo hasta darle la forma de sus sueños, nunca eran
invadidas, en contacto con el aire ardiente, por ninguna vacilación. Pero sus
ademanes eran mudos y no dejaban transparentar ningún signo. Parecían, como los
animales, contemporáneos de sus actos, y se hubiese dicho que esos actos, en el
momento mismo de su realización, agotaban su sentido. Para ellos, el presente
preciso y abierto de un día recio y sin principio ni fin parecía ser la
sustancia en la que, de cuerpo entero, se movían. Daban la impresión envidiable
de estar en este mundo más que toda otra cosa. Su falta de alegría, su
hosquedad, demostraban que, gracias a ese ajuste general, la dicha y el placer
les eran superfluos. Yo pensaba que, agradecidos de coincidir en su ser
material y en sus apetencias con el lado disponible del mundo, podían
prescindir de la alegría. Lentamente sin embargo, fui comprendiendo que se
trataba más bien de lo contrario, que, para ellos, a ese mundo que parecía tan
sólido, había que actualizarlo a cada momento para que no se desvaneciese como
un hilo de humo en el atardecer.
Esa comprobación la fui haciendo a medida que penetraba,
como en una ciénaga, en el idioma que hablaban. Era una lengua imprevisible,
contradictoria, sin forma aparente. Cuando creía haber entendido el significado
de una palabra, un poco más tarde me daba cuenta de que esa misma palabra
significaba también lo contrario, y después de haber sabido esos dos
significados, otros nuevos se me hacían evidentes, sin que yo comprendiese muy
bien por qué razón el mismo vocablo designaba al mismo tiempo cosas tan dispares.
Engui, por ejemplo, significaba los
hombres, la gente, nosotros, yo, comer, aquí, mirar, adentro, uno, despertar, y
muchas otras cosas más. Cuando se despedían, empleaban una fórmula, negh, que indicaba también continuación,
lo cual es absurdo si se tiene en cuenta que, cuando dos hombres se despiden,
quiere decir que el intercambio de frases se da por terminado. Negh viene a significar algo así como Y entonces, como cuando se dice y
entonces pasó tal o cual cosa. Una vez oí que uno de los indios se reía porque
los miembros de una nación vecina lloraban en los nacimientos y daban grandes
fiestas cuando alguno se moría. Le señalé que ellos, cuando se despedían,
decían negh, y él me miró largamente,
con los ojos entrecerrados, con aire de desconfianza y de desprecio, y después
se alejó sin saludar. En ese idioma, no hay ninguna palabra que equivalga a ser
o estar. La más cercana significa parecer. Como tampoco tienen artículos, si
quieren decir que hay un árbol, o que un árbol es un árbol dicen parece árbol.
Pero parece tiene menos el sentido de similitud que el de desconfianza. Es más
un vocablo negativo que positivo. Implica más objeción que comparación. No es
que remita a una imagen ya conocida sino que tiende, más bien, a desgastar la
percepción y a restarle contundencia. La misma palabra que designa la
apariencia, designa lo exterior, la mentira, los eclipses, el enemigo. El
horizonte circular, que me había parecido al principio indiscutible y compacto,
era en realidad, tal como lo designaba el idioma de esos indios, un almacén de
supercherías y una máquina de engaños. En ese idioma, liso y rugoso se nombran
de la misma manera. También una misma palabra, con variantes de pronunciación,
nombra lo presente y lo ausente. Para los indios, todo parece y nada es. Y el
parecer de las cosas se sitúa, sobre todo, en el campo de la inexistencia. La
playa abierta, el día transparente, el verde fresco de los árboles en
primavera, las nutrias de piel tibia y palpitante, la arena amarilla, los peces
de escamas doradas, la luna, el sol, el aire y las estrellas, los utensilios
que arrancaban, con paciencia y habilidad, a la materia reticente, todo eso que
se presenta, nítido, a los sentidos, era para ellos informe, indistinto y
pegajoso en el reverso contra el que se agolpaba la oscuridad.
Juan José Saer. El
entenado. Rayo verde editorial.
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