Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 27 de abril de 2018

Mañana nunca lo hablamos. Eduardo Halfon

Acercarse por primera vez a un escritor del que no se sabe nada tiene algo de espacio en blanco. No hay prejuicios ni ideas preconcebidas. Ni ecos externos. Todo puede ser. El asombro, el delirio, la duda, la aversión, el aburrimiento, la reincidencia. Así, ese primer libro se convierte en una lectura libre, el peregrinaje a un territorio nuevo del que se desconocen las coordenadas y que acerca a la literatura a lo ilimitado. Vi el libro de Eduardo Halfon en la biblioteca del pueblo y me convenció el texto de la contraportada donde el escritor habla de volver a la infancia y de escribir para regresar a la pureza de la niñez (1). Y algo así es Mañana nunca lo hablamos, un puñado de relatos/capítulos que captan momentos de una infancia en la Guatemala de finales de los setenta y principios de los ochenta, un libro que se inicia con un padre y un hijo de la mano en la orilla del mar, una imagen que se repetirá a lo largo de los relatos de manera simbólica, la relación padre e hijo que busca tanto la unión como la primera independencia, que se asienta en viejas historias familiares, que avanza entre el sonido del mar y la confesión paterna de haber muerto ahogado en aquel mismo mar para luego ser revivido por un soldado americano, la pregunta final del niño de quién sería él sin su padre. Halfon captura momentos cotidianos en la vida de un niño, una vida sencilla en la que irrumpe una violencia externa en forma de temblores de tierra o las escaramuzas entre militares y guerrilleros, temblores y escaramuzas que otorgan al mundo que rodea al niño un aspecto de ciudad en ruinas. En esa vida infantil también (sobre todo) se cuela el mundo mítico de los adultos, el tío que lee posos del café turco, el abuelo secuestrado por la guerrilla, el chico para todo que recuerda las mojarras que pescaba antes de abandonar su hogar, el nórdico que no hablaba español y le regalaba muñecos de alambre, el padre que es una presencia totémica y la calidez y los reclamos de la madre. Hay una especie de cuentos junto a la hoguera en Mañana nunca lo hablamos, alguien que recuerda un momento revelador de su vida o que narra una anécdota a veces intrascendente o que habla de tierras desconocidas. El niño ¿Halfon? intenta entender y esclarecer los códigos y significados del mundo adulto en el que aún no ha ingresado, y lo hace desde un presente que le da una mirada abarcadora desde la que verse de manera completa, lo que para el niño es miedo y desconocimiento y aventura para el narrador ya adulto es secreto desvelado, las miradas y los gestos que adquieren un nuevo sentido, una nueva realidad. Los relatos/capítulos funcionan como diapositivas, como recuerdos de la infancia salvados del olvido, momentos que esconden una lección profunda y una verdad. Así, el niño recorrerá los edificios y las casas en ruinas tras el temblor que dejó a miles de personas sin hogar, verá el cadáver de una guerrillera desde la ventana de un autobús escolar, encontrará revistas pornográficas de las que no entenderá por entero su sentido, mirará atónito los muñones de una niña o las escopetas de unos militares que irrumpirán en la casa del abuelo, escenas que muestran una época y una tierra convulsas, que hacen recapacitar al niño sobre aquello que vive. Me admiran la sencillez y el poder evocador de la escritura de Halfon en estos relatos/capítulos, su manera de captar un instante de la infancia y describir cómo se muestra la realidad poco a poco a un  niño, desvelando sus diferentes capas y haciendo visible lo que antes permanecía oculto. Ahora tengo una primera pincelada de la obra de Halfon, una pequeña idea y algo que esperar.



En algún momento el tío Salomón se había inclinado hacia la mesa y había cogido la taza de café y el platito y estaba ahora estudiando las distintas formas y sombras de los granos secos. Todos los mirábamos en silencio, maravillados salvo el militar, que seguía fumando y muy serio en el umbral del comedor y no tenía ni idea de qué estaba haciendo el tío Salomón. Todos lo mirábamos manipular la taza y rotar el platito y de repente alzar las cejas y sacudir la cabeza o suspirar muy ligero o hasta sonreír a medias. Y todos también sonreímos a medias o quisimos sonreír a medias o al menos nos calmamos un poco. Pero el tío Salomón no dijo nada. Nunca dijo nada. Nunca quiso decir qué leyó en aquellos granos, y tampoco quiso decir por qué nunca más aceptó volver a leer otro café turco. Algunos familiares creían que había visto allí la próxima muerte del Nono. Otros, que había visto el retorno precipitado y ansioso de Berenice y sus padres a Buenos Aires. Otros, que había visto el reflejo del presente, de ese momento, de todos los militares merodeando por la casa de mis abuelos como bichos salvajes. Yo siempre estuve convencido de que en aquellos granos secos, en aquellas manchitas de café, logró vislumbrar la eventual destrucción de todo palacio. Pero nunca supimos. Nunca dijo nada. El tío Salomón sólo terminó de leer ese último café turco y colocó la tacita y el plato sobre la mesa y encendió otro cigarrillo como si nada importante hubiese ocurrido, medio sonriendo, medio fumando, medio burlándose de algo con todo su rostro beduino.
Eduardo Halfon. Mañana nunca lo hablamos. Editorial Pre-textos.

***

Coda

(1) Sin proponérmelo, casi sin darme cuenta, vuelvo una y otra vez a las narrativas de mi infancia. A mis historias infantiles. Como si, al escribirlas, quisiera también recuperar algo, o recordar algo, o simplemente regresar a ese espacio tan blanco del cual fui desterrado. Toda infancia tiene sus puertas de salida. En toda infancia hay momentos –a veces magnánimos, a veces prolijos, a veces breves y volátiles– que son como pórticos hacia la grandeza del futuro. Los atravesamos con pasos inocentes, llenos de ímpetu y curiosidad, sin entonces lograr comprender, por supuesto, que esos precarios pasos son irrevocables, que no tienen marcha atrás. A veces pienso que por eso escribo. Para intentar regresar a la ilusoria y frágil pureza de mi niñez, en la Guatemala de los turbulentos años setenta. Para meter el plumón en la tinta de mi memoria infantil hasta encontrar allí los momentos que fueron mis puertas de salida. Para volver sobre mis pasos de niño y caminar nuevamente en aquellos pórticos y quizás así, ahora, en un puñado de páginas, y a través del prisma nebuloso de la memoria y la ficción, recuperar destellos de un paraíso perdido.

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