Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 15 de abril de 2023

las raíces reptantes, el cielo inmediato (i)

Jueves santo

Me siento en una cafetería cuyo ventanal da a una encrucijada de calles —apenas el silencio de las sombras en las aceras y el primer cielo azul entre las esquinas de los tejados—. Sopeso con atención este momento, el inicio de cinco días de descanso, la expectación de tiempo por delante, de caminos y libros y calma, la avidez de destinos posibles antes de su culminación. Esté café junto al ventanal es mi forma de aquietarme antes de todo este tiempo ante mí, de rebajar el ruido y las impaciencias de los últimos días, de preguntarme qué encontraré en esta soledad tranquila, en esta luz cálida y temprana. Este instante atesora todos los deseos, todos los caminos. Dejo la taza de café en la barra y salgo a una calle desierta hacia al parque de los patos, aquel donde algunas tardes de viernes leo y me sorprendo de los gestos captados al azar —el hombre que anda a saltitos y alimenta a los gorriones mientras les habla en su idioma, los labios de una anciana al leer en silencio una vieja carta cuarteada, la emoción de los niños ante la cercanía de los patos y el recuerdo en los adultos de esa emoción, la sentencia terrible de una mujer al teléfono: para que veas que el vacío no es tan terrorífico, los lectores en bancos, las caricias y las sonrisas clandestinas—. Hace años escuché poemas bajo la lluvia junto a una de las fuentes del parque, poemas del desierto, de otras lluvias y otros nortes, de un frío proletario y un amor mármol, los espectadores resguardados en los árboles, los poetas bajo paraguas. Ralentizo mi paso entre cedros del Atlas, árboles de Júpiter, plátanos de sombra y me demoro ante el castaño de indias —el falso castaño— que en invierno, sin hojas, me parece el esqueleto de un animal prehistórico —estoy ante una réplica ordenada y limpia de la naturaleza, por encima de la copa de los árboles los edificios antiguos y la torre de cristal y, alrededor, la agitación de tráfico y gente—. Me despojo de toda prisa, de todo anhelo que no sea recorrer las raíces reptantes de estos árboles y el cielo inmediato.
*
Hay días que intento mirar la ciudad con ojos forasteros. Me dejo llevar por otros pasos y atravieso la gran vía, descanso donde otros se paran a fotografiarse y me pregunto qué verán en esta plaza en la que estamos —tal vez, los edificios burocráticos, el viejo hotel clásico, el sagrado corazón en el límite de la gran vía, los tulipanes en los jardines—, qué pensarán al llegar a un cruce de calles y descubrir un monte al final de una avenida, si repararán en la estatua del dios Hermes sobre el tejado del banco del comercio o en la flor en la mano de la Virgen Inmaculada de los jardines de Albia, si se asombrarán ante la fachada del depósito franco, única parte del depósito conservada y que me recuerda a la puerta de Rashomon, un umbral a otro tiempo. Se podría armar una reproducción casi exacta de la ciudad con las fotografías tomadas en esta mañana.
*
Las raíces de los árboles arquean y curvan la acera junto a la ría —algunas asoman entre los adoquines—, transformándola en un oleaje estático, en un mar paralizado. He tardado un par de horas en llegar al final de mi paseo. Cerca, en la curva de la ría, los centelleos del sol sobre las placas de titano del Guggenheim. Una chica deja su móvil en un banco, baila con la forma de barco del museo al fondo, comprueba el resultado en el móvil y reinicia el baile —un gesto que repetirá una docena de veces hasta encontrar el gesto adecuado—. Una mujer posa de espaldas. Y otra. Y varias familias más, escondiendo su mirada a la cámara. Una chica da una calada y se fotografía envuelta en el humo. Un guía se detiene junto al puente de Calatrava y explica a su grupo el desastre de su suelo de cristal en una ciudad de lluvia. En la otra orilla, quienes se dirigen al museo se paran un instante junto a las esculturas de las sirgueras, tocan su cuerpo de acero y la sirga en sus hombros y reanudan su camino tras una rápida sesión de fotos —¿sabrán que remolcaban barcos con esa maroma gruesa, como los bueyes antes que ellas? ¿Habrán advertido sus gestos de dolor? ¿Qué enraizó en su corazón?—. No tengo prisa, en la luz febril del mediodía, y paseo hasta el metro entre la realidad recreada por las miradas forasteras y las raíces de mi memoria. 

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