Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 27 de abril de 2023

las raíces reptantes, el cielo inmediato (II)

Viernes santo

Dejábamos el camino de surcos amarillos a nuestra espalda, mi tía y yo, y profundizábamos en el bosque con un par de sacos de arpillera en busca de piñas para el invierno. Encontrábamos huellas en la tierra oscura, pequeñas marcas de corzos y zorros cuya sombra nunca vimos —sí el crepitar de las ramas en el vuelo fugaz de las ardillas y el temblor de las copas con las ráfagas de viento— y ascendíamos por las escaleras que las raíces de los árboles formaban en la tierra. Estábamos en silencio, mi tía y yo, sólo el graznido de los cuervos, el entrechocar de las piñas en la arpillera y su respiración asmática. Al atardecer, antes del camino blanco en el cielo nítido de agosto y el encendido de los faroles en las entradas de las casas —sus luces de luciérnaga ante la negrura alrededor de la aldea—, antes de las partidas de cartas en la cocina de leña y las caminatas en la oscuridad fuera de la aldea y la blancura nívea de las noches de luna, tomábamos una cerveza, mi tía y yo, tras descargar los sacos, los míos de la carretilla, los suyos de su cabeza —mi tía, en un equilibrio complejo, una sombra negra con dos sacos sobre la cabeza en el camino de rodadas amarillas—. Distinguíamos, desde la terraza, el declive del camino con nuestras huellas y, alrededor de los pastos y los maizales, la penumbra del bosque que atraía y excitaba a nuestros perros y los forzaba a aullar un ladrido ancestral. Aquel bosque, en la irrupción de la noche, se transformaba en un umbral a una tierra recién creada —dentro de sus tinieblas algo impreciso por surgir que la llama ondeante de la cocina de leña, en las primeras horas de la mañana, extinguía—.
*
Apenas hemos iniciado el ascenso que nos llevará al nacimiento del río Zadorra y e. se aproxima a los
robles centenarios, fuera del camino de tierra y barro. Parecen árboles rituales, dice. Me desconciertan la cercanía de sus troncos al cuerpo del elefante de sus y encontrar la cabeza de Medusa en el laberinto de sus ramas desnudas. Estamos ante un camino y un paisaje desconocidos, el descubrimiento de un mundo nuevo que se presenta por primera vez. Con cada paso lo despojo de su singularidad y lo sitúo junto a otros de tierra y polvo y gravilla y montes en el horizonte que también fueron extraños —la euforia de lo inexplorado y el temor a perder las señales que me revelasen lo oculto—. Sólo hay un camino que distingo de tantos otros, un camino blanco entre casas de piedra y tejados de pizarra, carballos que marcan el límite de una aldea, lavaderos abandonados a las zarzas, escuelas abandonadas de techos abiertos al cielo y replegadas sobre sí mismas —el eucalipto con las huellas de mi padre sigue creciendo y elevándose tras su muerte—. 
Intentamos abarcar por entero uno de los robles, e. y yo,  y conseguimos rozarnos con la yema de los dedos. No hay prisa en abandonar este sendero y vagabundeamos entre cuerpos centenarios —el musgo y los helechos y la blancura arraigada en las arrugas de la corteza, las raíces abultadas bajo la tierra y la desnudez quebradiza de sus ramas, un árbol ritual, un árbol de bruja, un dios petrificado por un conjuro, un tiempo lento de espera enraizado en su tronco—. Como caminar en los límites de un horizonte de sucesos, un paso más y nos veremos atraídos hacia el interior de este bosque.

Hay riachuelos en el camino de ascenso, el barro succiona nuestras botas y tenemos que tirar de nuestros cuerpos para avanzar —a nuestro paso, robles jóvenes de corteza lisa y blanca y las primeras hojas primaverales en los troncos—. Se escuchan picapinos y cuervos entre nuestras pisadas y las estelas de los aviones cortan el cielo azul en docenas de líneas blancas. Mi padre vería la puerta o el armario futuros en la madera de estos árboles —yo lentitud, permanencia, un mundo oculto bajo tierra—. 
Alzo la mirada hacia la cumbre. El camino aparece y desaparece delante de mí. Sé que es cuestión de tiempo salvar el desnivel, encontrar el manantial del que nace el río y sorprenderme por ese hilo de agua entre las rocas de la montaña —como las raíces, crecerá hasta convertirse en tiempo—, cruzar una senda por robles invernales cuyas ramas se entrelazan sin tocarse y se lanzan hacia el vacío, descender por otro paraje desconocido. Lo que en ese instante no sé, lo que no esperaba encontrar en el descenso es el ruido entre los árboles, como de pasos de gigante, y el salto de un corzo unos metros por delante, en el camino —el corzo nos mira durante un segundo, inquieto, y reanuda su carrera entre los robles—. 
Tengo el corazón cansado y apaciguado. 



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