Las vidas de Morris, Ida, Helena y Frank, una comunidad
pequeña y pobre en Brooklyn, sus sueños y esperanzas frustrados, las ideas de
redención y sacrificio, de culpa y bondad, de expiar pecados y malas acciones,
estar enterrado en vida y el futuro como algo oscuro, la pregunta de qué
significa ser judío, el invierno que rodea a los personajes y los doblega y la
luz y el calor de la primavera algo lejano y ajeno y en el centro de todo ello
una colmado, una tienda que pasa por ser tanto una carga como una oportunidad,
la carga de algo que se ha quedado obsoleto y ata a Morris, su dueño, la
oportunidad para el nuevo dependiente Frank de redimirse de sus errores y
encontrar algo parecido a un trabajo y un hogar, la tienda desde la que se ve
un barrio humilde, ancianas polacas que madrugan por un panecillo, trabajadores
italianos que viven arrendados, hombres que llevan meses sin trabajo, muchachos
que dan golpes y atracos chapuceros y viven a salto de mata.
Bernard Malamud construye una novela modélica donde pesa
la idea del sacrificio y la (posibilidad de) redención. Morris, enterrado en su
colmado, incapaz de volver a los buenos tiempos de antaño donde se hacía una
buena caja diaria, abre cada día con la esperanza (vana, inútil), de vivir de
su comercio, recuerda su huída de Rusia, los primeros años en una nueva tierra.
Ida, la mujer, se pregunta por su matrimonio, si no ha cometido un error, su
cuerpo que ya no le responde como antaño, los días que pasan de la casa a la
tienda y vuelta a empezar. Helena ha dejado los estudios para trabajar y dar
parte de su sueldo a sus padres y así poder tapar los agujeros que deja la
tienda, su sueño de independencia resquebrajado. Frank, un italiano que perdió
a sus padres siendo niño, vuelve a la tienda que ha atracado para devolver el
dinero robado y buscar una nueva oportunidad que lo redima, ante él, ante los
demás. Cada personaje, un claroscuro, una renuncia y los sueños abandonados.
El dependiente
transcurre en un invierno, el verano es la promesa de un cambio y algo por
llegar. Malamud dota a sus personajes de una suave tristeza, se saben dueños de
unos sueños inalcanzables, reflotar la tienda para Morris, vendarla para Ida,
la independencia de Helena, la búsqueda de perdón y de un hogar definitivo de
Frank. La nieve cae, Morris ve el barrio a través de su cristalera, observa las
nuevas tiendas, los cambios, la gente de paso, y él encerrado, y en ese
encierro la creencia de algo que está por llegar y le haga salir de su pobreza
y le ayude a empezar de nuevo. Y lo que está por llegar es un atraco. Frank, un
italiano entre judíos, admira a san Francisco de Asís, su imagen un faro en una
vida que ha enlazado orfanatos, casas de acogida, la calle y las malas
compañías. Atraca una tienda de un judío y vuelve como forma de cambio y
búsqueda de perdón. Malamud dibuja en Frank un personaje con una moral extraña,
tan férrea que no hace más que saltársela, que lo empuja a pequeños actos de
violencia o robo con el convencimiento de que será el último, de que podrá
perdonarse en un futuro próximo, de que no hay sacrificio que no lo redima.
Frank es el nuevo dependiente de la tienda, vive en una pequeña habitación sin
baño, arregla los desperfectos, roba algo cada día de la caja con la idea de
devolverlo más adelante, se enamora de Helena y se pregunta por el significado
de ser judío. Cada gesto un intento de restablecer el orden perdido tras el
atraco cometido en el colmado de Morris, una forma de llegar a Helena, de
acercarse a una vida normal.
Hay un desasosiego y un destino negro que recorre la vida
de los personajes de El dependiente. Los
personajes se mueven por la tienda, por el barrio, hablan de sus sueños, miran
su presente, buscan soluciones o se quedan sentados observando pasar la vida y
las oportunidades mientras hacen cuentas, se preguntan dónde dejaron de ser
felices. Malamud llena de muebles las habitaciones de Morris e Ida y de grietas
las paredes de la tienda y hace de los paseos nocturnos de Frank y Helena una
emoción sencilla por lo que se esperaba de la vida y lo que finalmente se ha
encontrado, esos paseos fuera de las cuatro paredes de la tienda que les hacen
sentir una pequeña esperanza, algo nuevo. Helena deja pasar pretendientes,
Morris compradores y Frank ocasiones de ser honesto consigo y los demás, y en
todo eso que pasa, la decepción y la tristeza. El dependiente es un libro reflexivo inteligente, los personajes
dibujados al milímetro.
Un sábado de diciembre por la mañana, Morris, que llevaba
más de dos semanas arriba, en la casa, ausente de la tienda, bajó con la cabeza
ya curada. La noche anterior, Ida le había comunicado a Frank que tendría que
irse por la mañana, pero al saberlo Morris lo discutió con ella. Aunque nada le
había dicho a Ida, el tendero, después de su retiro, se sentía deprimido ante
la perspectiva de tener que reanudar su triste vida en la tienda. Le aterraban
las horas muertas, llenas de recuerdos de los años perdidos en la juventud. Lo
consolaba un poco la mejora en los negocios pero no lo suficiente, pues estaba
convencido de que, tal como Ida se lo explicaba, los negocios iban mejor
gracias exclusivamente a su asistente, al que recordaba como un desconocido de
ojos hambrientos y digno de la mayor lástima. Y la explicación, por lo demás,
era muy sencilla: la tienda no había mejorado porque aquel huésped del sótano
fuera un mago, sino simplemente porque no era judío. Los gentiles del barrio se
sentían más cómodos con uno de los suyos. Tenían atragantados a los judíos.
Cierto que algunas temporadas habían frecuentado su tienda, le habían llamado
por su nombre de pila y le habían pedido que les fiara como si tuviera la
obligación de hacerlo, petición a la que con frecuencia, ingenuamente, había
accedido. Pero en el fondo de sus corazones le odiaban. De no ser así, la
presencia de Frank no hubiera determinado una diferencia tan súbita en los
ingresos. Tenía miedo de que los cuarenta y cinco dólares más a la semana
desaparecieran de la noche a la mañana si se despedía al italiano, y así se lo
dijo a Ida. Ella, aunque temía que él tuviera razón, insistía en que Frank
tenía que marcharse. Cómo retenerle, argumentaba, trabajando siete días a la
semana, doce horas al día, por unos miserables cinco dólares a la semana. Era
injusto. El tendero estaba de acuerdo en esto, pero insistía en por qué habían
de poner al muchacho en la calle si quería quedarse. Cinco dólares eran poco,
pero también había que tener en cuenta la cama y la comida, las cajetillas de
cigarrillos gratis, y las botellas de cerveza que, según ella decía, se tragaba
cada día. Si las cosas marchaban bien podría ofrecerle más, incluso una
comisión pequeña, muy pequeña, por ejemplo todo lo que sobrepasara los ciento cincuenta
dólares a la semana, cantidad que no había ingresado desde que Schmitz había
abierto su tienda a la vuelta de la esquina; entretanto tendría los domingos
libres y se le reducirían las horas de trabajo. Ahora que Morris podía abrir la
tienda, Frank podría dormir hasta las nueve. La oferta no era una bicoca, pero
el tendero concluyó que al menos se le daría la oportunidad de poderse quedar.
***
—Lo que me gustaría saber, es qué es un judío en
realidad.
No le complacían a Morris estas preguntas dada su escasa
cultura, pero sin embargo se sentía obligado a responder.
—Mi padre solía decir que lo único necesario para ser un
buen judío es un buen corazón.
—¿Y usted qué dice?
—Lo más importante es el Torah. Ésta es la Ley… un judío
tiene la obligación de creer en la Ley.
—Bueno y ahora le pregunto —continuó Frank—, ¿se
considera usted un verdadero judío?
—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Morris, sobresaltado.
—No se ofenda —respondió Frank—, pero yo puedo darle una
razón por la que no lo es. La primera es que no va usted a la sinagoga, por lo
menos yo no le he visto. No mantiene su cocina kosher. Ni tan siquiera lleva uno de esos gorritos negros como
cierto sastre que conocí en la parte sur de Chicago. Rezaba tres veces al día.
Incluso le he oído comentar, a la señora, que abría usted la tienda en las
festividades judías, sin importarle nada sus protestas.
—A veces —dijo Morris ruborizándose—, para poder comer,
hay que abrir en día de fiesta. El día de Yom Kippur no abro. Pero no me
preocupa lo kosher, para mí eso está pasado ya. Lo que me importa es seguir la
Ley Judía.
—Pero todas estas cosas forman parte de la Ley, ¿verdad?
¿Y no dice la Ley que no se puede comer cerdo? Pues yo le he visto probar el
jamón.
—Para mí carece de importancia el comer o no cerdo. Para
algunos judíos esto es grave, pero yo no lo creo así. Nadie me podrá decir que
no soy judío porque a veces, cuando tengo la boca seca, me coma un poquito de
jamón. Pero les creeré cuando me digan que olvido la Ley. Y ésta manda ser
justos, buenos. Quiere decir que hay que ser así con los demás. Nuestra vida ya
es bastante dura. ¿Por qué hemos de herir a otros? No somos animales. Todos
debiéramos tener lo mejor, no solamente usted y yo. Precisamente por esto
necesitamos la Ley. Esto es lo que cree un judío.
—Me parece que otras religiones tienen estas ideas
también —dijo Frank—, pero, ahora, dígame, ¿por qué puñetas sufren tanto los
judíos? A mí me parece que les gusta sufrir, ¿verdad, Morris?
—¿A usted le gusta sufrir? Sufren porque son judíos.
—A eso me refiero, sufren más de lo que les toca.
—Mientras se vive se sufre. Unos más, otros menos, pero
nadie lo desea. Sin embargo, si un judío no sufre por la Ley, su sufrimiento es
inútil.
—¿Por qué sufre usted, Morris? —preguntó Frank.
—Sufro por usted —dijo tranquilamente Morris.
Frank dejó el cuchillo sobre la mesa, le dolía la boca.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que usted también sufre por mí.
El dependiente dio por terminada la discusión.
—Si un judío se olvida de la Ley —dijo por último
Morris—, no es un hombre bueno.
Frank volvió a coger su cuchillo y prosiguió pelando las
patatas. El tendero se cuidaba de su montón en silencio. El asistente no volvió
a hacer preguntas.
Mientras se enfriaban las patatas, Morris, preocupado por
la charla, trataba de adivinar por qué Frank la había provocado.
Instintivamente el pensamiento de Helen cruzó su cabeza.
—Dígame la verdad —dijo—, ¿por qué me ha hecho estas
preguntas?
Frank se removió en la silla y contestó muy despacio:
—A decir verdad, Morris, en cierta época no me hacían
demasiada gracia los judíos.
Morris le miró sin pestañear.
—Pero de esto hace mucho tiempo —continuó Frank—. No creo
que los entendiera ni conociera muy bien.
Tenía la frente empapada de sudor.
—Esto ocurre con mucha frecuencia —dijo Morris.
Pero su confesión no alivió gran cosa al dependiente.
Bernard Malamud. El
dependiente. Traducción de Vida Ozores. El Aleph Editores.
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