En uno de los relatos de Danzas de guerra, un hijo busca en los pasillos y habitaciones de un hospital unas mantas para su padre moribundo. El padre, un viejo indio alcohólico y diabético, sólo siente frío. El hijo encuentra a otro hombre de ascendencia india, hablan de sus raíces, de ceremonias inventadas, de un presente que en poco se parece al de sus ancestros y de viejos indios que sienten nostalgia de un mundo desaparecido, el hijo vuelve con una manta a la habitación del padre. Y cantan. Una canción sanadora de tiempos remotos. Es ahí donde, por una vez, el hijo siente al padre cercano. Y es que, en Danzas de guerra, padres e hijos parecen colisionar entre ellos, se acercan y retroceden, los hijos que se sienten alejados de los tiempos que recuerdan sus padres o de sus vidas e ideas, hijos que perdonan a pesar del dolor o padres que no saben cómo actuar.
Extendí la manta Star sobre mi padre. Él se subió la gruesa lana hasta la barbilla. Y entonces empezó a cantar. Era una canción sanadora, no la misma canción que acababa de oír, pero una canción sanadora de todos modos. Mi padre cantaba muy bien. Me pregunté si era adecuado que un hombre cantara una canción sanadora para sí mismo. Me pregunté si mi padre necesitaba ayuda con la canción. No había cantado en muchos años ―no de ese modo―, pero me uní a él. Sabía que la canción no traería de vuelta los pies de mi padre. Esa canción no arreglaría la vejiga, los riñones, los pulmones y el corazón de mi padre. Esa canción no evitaría que mi padre bebiese una botella de vodka en cuento pudiera incorporarse en la cama. Esa canción no derrotaría a la muerte. No, pensé, esta canción es temporal, pero ahora mismo temporal es bastante bueno. Y era una buena canción. Nuestras voces llenaron el pasillo de rehabilitación. Los enfermos y los sanos se detuvieron para escuchar. Las enfermeras, incluso la distante enfermera negra, dieron sin darse cuenta unos pasos hacia nosotros. La enfermera negra suspiró y sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Sabía qué estaba pensando. A veces, incluso después de todos esos años, su trabajo todavía podía sorprenderle. Todavía la maravillaba la fe infinita y ridícula de los demás.
Los relatos de Sherman Alexie hablan de indios spokane en
los nuevos tiempos y de fantasmas de otros tiempos, de un hombre que fracasa en
el matrimonio y la paternidad y buscan en encuentros fortuitos en los
aeropuertos algo donde agarrarse, otras historias que le hagan seguir adelante,
que lo engañen sobre quién es y a quién ha traicionado, de canciones que sanan
o que unen a un país y una generación, da voz a hijos de candidatos a
presidente que no saben actuar ante la confesión de homosexualidad de un amigo
o a un hombre que mata accidentalmente a un chico, o a un escritor que intenta
hacer un guión sobre fuegos y cenizas y acaba refugiándose en los crucigramas,
seres que actúan con miedo, que están perdidos, que fracasan o sobreviven, que
dicen la palabra redención o tienen una última conversación con su padre
moribundo, padre e hijo con el mismo nombre, el hijo que mira una lápida que
tiene su nombre.
En el último relato del libro, un muchacho, becario que
escribe las necrológicas de un periódico, se entrevista con una anciana que ha
perdido la noción del tiempo, el muchacho que se siente rodeado de fantasmas y
se refugia en un viejo lago, un lugar sagrado de sus antepasados, y se mete en
el agua y reza por sus muertos. En el último poema, Alexie deja una última
voluntad, una ceremonia fúnebre.
Alexie mezcla poemas narrativos, entrevistas, cuestionarios
y relatos en Danzas de guerra, poemas
que son odas a las cosas y tiempos desaparecidos, cintas de casetes o cabinas
telefónicas, cuestionarios que mezclan preguntas filosóficas con recuerdos de
infancia, historias sobre reservas indias, viejas canciones y danzas tribales,
sitúa sus relatos en Seattle, escribe de manera diáfana y sencilla sobre la
vida cotidiana, las relaciones, siempre difíciles, entre padres e hijos, los
pocos atisbos del pasado de todo un pueblo indio que se cuelan en el presente. Las
historias se deslizan, hay una escritura clara y hay cercanía y hondura y
humor.
Vete,
espíritu, vete
En una
universidad en lo alto de una colina
conocí a un profesor titular
que sentía un extraño
entusiasmo
al nombrar a todos los opresores
―pasados,
presentes y futuros― que han matado,
matan y
matarán a los indígenas.
Oh, nombra los sospechosos
corrientes
―ricos, blancos e
injustos―,
y yo, un hombre rojo, creo que
tiene razón,
pero
¿por qué tiene tan poco sentido del humor?
¿Y cómo
puede él, un hombre blanco, hablar con afecto
de la danza de los espíritus, esa
extraña y cruel
ceremonia
que, bien ejecutada, habría condenado
a todos
los blancos al infierno, destruido sus colonias
y
traído a todo indio muerto de vuelta a la vida?
El profesor dice: «Gente morena
de todas las tribus
morenas
quemará rascacielos y campanarios.
Hablarán
español y llevarán pistolas y navajas.
Sherman,
¿no ves que la inmigración
es la nueva y mejorada Danzas de
los Espíritus?»
Lo
único que puedo hacer es reír y reír
y
decir: «Caray, qué imaginación tienes.
Deberías
escribir un guión sobre esa mierda:
sobre alguna ciudad de ficción,
que se ha vuelto gorda, pálida y
bonita
y es
destruida por un apocalipsis chicano».
El
profesor no habla. Niega con la cabeza
y me asalta con su piedad.
Me pregunto cómo puede creer
en una
ceremonia que exige su muerte.
Creo
que piensa que es el nuevo Jesucristo.
Está ansioso por subirse a esa cruz
y pagar el precio definitivo
porque
es un adicto a lo indígena.
***
Llevé
el coche del periódico fuera de la ciudad y hacia la autopista. Conduje durante
tres horas por la orilla de Soap Lake, un mar interior cargado de hierro,
calcio y sal. Durante cientos de años, mis antepasados indígenas viajaban alló
para sanarse. Ahora todos han desaparecido, muertos por la enfermedad y la
autodestrucción. ¿Por qué creían tanto en esta agua mágica cuando nunca los
protegió por mucho tiempo? ¿Cuándo quizá no los había protegido en absoluto?
Pero tú, Lois, tú nunca tuviste miedo a la muerte, ¿verdad? Reías y jugabas. Y
honrabas a los muertos con tus oraciones breves y serias.
De pie,
en la orilla, recé por mis muertos. Canté sus alabanzas. Esperé estúpidamente
que el lago sanara mis pequeñas heridas. Después me quité la ropa y me metí
desnudo en el agua.
Sherman Alexie. Danzas de
guerra. Traducción de Daniel Gascón. Xordica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario