Es una mujer pequeña y tranquila.
Está sentada en un banco de la oficina de correos. Mira fuera, a la carretera y
las viejas casas que suben hacia el monte (cerca, un mural que recuerda el
pueblo cien años atrás, dibujos en blanco y negro de caminos de tierra,
tranvías y barrenadores, macetas en ventanas abiertas y coches a manivela,
caras indefinidas y sombras). Tiene el pelo blanco y los ojos azules y acuosos,
la mirada sencilla, la boca roja. Sus arrugas me recuerdan a mi abuela, cuando
se sentaba en la puerta de entrada y miraba en silencio a los campos (y cerraba
los ojos con el tañido de las campanas). Se acerca con gestos lentos al
mostrador. Pide votar por correo (su voz clara y risueña), dice que tiene
noventa y tres años, que le quitaron la posibilidad de votar durante cuarenta
años, dice que es la primera vez que pide el voto por correo, que no sabe si
estará viva el veintiséis de junio, dice que no quiere perder su último voto.
Se marcha con pasos cortos, la mano afianzada en un viejo bastón, su mirada
sencilla.
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