El espacio no es una cabaña y un prado rodeados por un muro
invisible, tampoco la quietud y la muerte fuera de ese muro donde las casas se
derrumban con el tiempo y la naturaleza crece salvaje y libre y ya no hay humos
de chimeneas y las únicas figuras humanas están detenidas en su último paso
antes del extraño e inexplicable misterio del muro que separa vida y muerte.
No, el espacio es un cuaderno donde escribir el paso del tiempo, el olvido del
nombre, la parada del reloj, el cambio de las estaciones, la extrañeza del muro
invisible, fuera de él la ausencia de vida humana o animal, dentro de él un
refugio a lo que sea que haya acabado con esas vidas, la narradora que escribe
atónita sobre ese nuevo mundo que le ha tocado vivir, una cabaña, un valle, un
bosque, las montañas, un perro, un gato y una vaca, el silencio y el progresivo
olvido del pasado, la necesidad de escribir cada pequeña acción, cada paseo,
cada reflexión, su miedo a transformarse en algo salvaje, a la última página,
al silencio final. Y eso es el final de El
muro, un silencio, una historia que se desvanece sin resolución.
Hay un paraje idílico, una cabaña de vacaciones, una mujer
que va a pasar unos días con su marido a ese retiro. No hay una premonición o
algo que anticipe lo que está por suceder. Y lo que está por suceder es un muro
invisible que separa vida y muerte. La narradora chocará contra ese muro
invisible, mirará asombrada al mundo exterior, verá la vida detenida, como una
foto fija, y la ausencia de cualquier atisbo de movimiento, volverá a la cabaña
y reflexionará sobre la extrañeza de lo ocurrido, del nuevo mundo en el que se
encuentra, en cómo escapar y sobrevivir, cómo afrontar el día siguiente. El muro
la encierra tanto como la libera, la mujer sola en la cabaña que se organiza,
busca aperos y herramientas para trabajar el campo, encuentra una vaca dentro
del muro, estira las provisiones, aprende a mirar al cielo para los cambios del
tiempo y ve cómo el coche en el que llegó sirve de nido para animales, y como
música de fondo, siempre, el muro que la separa de un mundo que se resquebraja
y la pregunta sobre su creación, quién y por qué.
Lo mejor sería no soñar. Llevo tanto tiempo viviendo en el bosque y he soñado con personas, animales y cosas, pero nunca con el muro. Lo veo cada vez que bajo a coger hierba, es decir, veo a través de él. Ahora, en invierno, cuando los árboles y arbustos han perdido la hoja, distingo claramente la casa pequeña. Cuando hay nieve apenas existen diferencias entre este lado y el otro, aquí y allá el mismo paisaje blanco, ligeramente alterado por las huellas de mis pesados zapatos en este lado.El muro forma parte de mi vida hasta el punto de que no pienso en él durante semanas. Incluso cuando pienso en él no me parece más siniestro que un muro de ladrillos o una verja de jardín que me impiden el paso. ¿Qué tiene, realmente, de especial? Es un artefacto de un material cuya composición desconozco. En mi vida siempre han proliferado objetos de ese tipo. El muro me obligó a una vida completamente nueva, pero lo que de verdad me conmociona es lo que siempre me conmocionó: el nacer, el morir, las estaciones del año, el crecer y el decaer. El muro ni está vivo ni está muerto, en el fondo no me atañe y por eso no sueño con él.Algún día tendré que enfrentarme a él, porque no podré vivir siempre aquí. Pero hasta que llegue ese momento no quiero tener ninguna relación con él.Desde esta mañana estoy convencida de que nunca volveré a ver a un ser humano, me parece imposible que alguien viva en la montaña. Y si allá fuera, al otro lado, hubiera hombres, habrían sobrevolado con aviones la región. He descubierto que las nubes bajas sobrevuelan el muro y no están cargadas de algún tóxico porque entonces yo no viviría ya. ¿Por qué no viene un avión? Esa ausencia debía haberme llamado la atención hace tiempo. No se me ha ocurrido pensar en ello hasta ahora. ¿Dónde están los aviones de reconocimiento? ¿Acaso no hay vencedores? No llegaré a verlos, estoy segura. En el fondo me alegra no haber pensado en los aviones. Hace un año la idea misma me hubiera desesperado. Hoy ya no.
Entonces, queda ocuparse del campo, hacer un pequeño huerto,
cuidar a los animales, buscar corzos en el bosque, pasar el verano en la
montaña, observar el paso de las tormentas, escuchar las ventanas romperse en
las ciudad muertas al otro lado del muro, darse cuenta de lo pretencioso de la
vida anterior al muro y disfrutar de una paz insólita y la narradora que se
aleja de quien fue para encontrar quien es realmente, sin el ruido y las
presiones de la vida organizada (y quien ella fue, una mujer infeliz que vivía
por inercia y que olvidó cuidarse a sí misma). El muro como una sucesión de pequeños gestos cotidianos, pasear a
Tigre, ordeñar a Bella y dejarla con su ternero, buscar a las gatas entre los
escondrijos de la cabaña, trabajar los campos y la huerta, observar el otro
lado del muro, los objetos que se oxidan y las carreteras que se resquebrajan,
acostumbrarse a esa rutina, sin nombre, sin pasado, con el miedo inicial a perder
la esencia del ser humano.
Lo que más me gustaba contemplar, sin embargo, era la pradera. Siempre estaba en ligero movimiento, incluso cuando yo creía que no corría el aire. Una suave e infinita ondulación que exhalaba paz y dulces aromas. En ella crecían la lavanda, las rosas de montaña, la camomila, el tomillo y una gran variedad de hierbas cuyo nombre desconozco pro que olían tan bien como el tomillo, aunque de manera diferente. Tigre se quedaba con los ojos entornados delante de alguna de aquellas plantas aromáticas completamente extasiado. Utilizaba las hierbas como un adicto al opio su droga. Con la diferencia de que sus éxtasis no tenían malas consecuencias para él. Al ponerse el sol yo conducía a Bella y a Toro al establo y realizaba las tareas habituales. La cena, por lo general, era parca y consistía en los restos de la comida de mediodía y un vaso de leche. Sólo cuando había cazado una pieza comíamos durante unos días tan opulentamente que yo acababa harta de carne, sobre todo porque carecía de pan o patatas para acompañarla, y la harina estaba reservada para los días en los que faltaba la carne.Por fin me sentaba en el banco y esperaba. La pradera se iba durmiendo poco a poco, las estrellas aparecían y más tarde salía la luna y sumergía el paisaje en su fría luz. Durante todo el día esperaba horas en las que era capaz de pensar sin ilusión alguna y con gran claridad. Ya no buscaba un sentido a las cosas que me hiciera más llevadera la vida. Tal deseo me parecía casi una pretensión megalómana. Los seres humanos siempre habían jugado sus juegos y por lo general los resultados habían sido desastrosos. De qué iba a quejarme, yo era uno de ellos y no los podía condenar porque los comprendía demasiado bien. Era mejor no pensar en ellos. El gran juego del sol y la luna y las estrellas parecía, por el contrario, haber resultado bien, claro que no había sido inventado por los hombres. Aún no había terminado, y es posible que llevara en sí la semilla del fracaso. Yo sólo era un espectador atento y fascinado, mi vida entera no hubiera bastado para comprender la fase más pequeña de este juego. Había pasado la mayor parte de mi vida debatiéndome con las dificultades humanas cotidianas. Ahora, que no poseía ya casi nada, disfrutaba del privilegio de contemplar en paz desde mi banco cómo las estrellas danzaban en el oscuro firmamento. Me había alejado tanto de mí misma como un ser humano puede alejarse, y sabía que, si quería seguir viviendo, este estado no podía durar mucho. Ya entonces pensé alguna vez que con el tiempo no comprendería el espíritu que se había apoderado de mí en la montaña. Me parecía que lo que había pensado y hecho hasta entonces no había sido más que un sucedáneo. Otras personas habían pensado y actuado por mí. Yo me limitaba a seguirlas. Las horas pasadas en el banco delante de la cabaña, en cambio, eran realidad, una experiencia que yo personalmente hacía, aunque no fuera perfecta. Pues casi siempre los pensamientos eran más rápidos que los ojos y desfiguraban la imagen verdadera.
Y la narradora que se acerca al final de su espacio, ese
cuaderno como último vestigio de un mundo descompuesto, que se cuestiona sobre
el muro, si es una señal de una guerra desconocida, que ajusta su vida al
cambio de las estaciones, a la largura del día o la noche. El espacio, un
cuaderno. El final, un silencio. Marlen Haushofer que se saca de la manga una
excepcional novela, con una escritura sencilla, una atmósfera que puede ser
tanto pausada como inquietante, y una historia que se basa en las repeticiones
y la contemplación del nuevo mundo por parte de su narradora.
Me propuse dar cuerda a los
relojes a diario y tachar una fecha en el calendario. En aquel tiempo me
parecía importante hacerlo. Me agarraba desesperadamente a los escasos restos
de orden humano que aún me quedaban. Que conste que sigo sin abandonar ciertas
costumbres. Me lavo todos los días, me limpio los dientes, hago la colada y
mantengo ordenada la casa.
No sé por qué lo hago, es como
un imperativo interior que me empuja a ello. A lo mejor temo que si actúo de
otra manera dejaré de ser poco a poco una persona y acabaré arrastrándome por
ahí sucia y maloliente, articulando sonidos incomprensibles. No es que me
asuste convertirme en un animal, eso no sería grave, pero el ser humano nunca
será un animal, y se despeñará al abismo si lo intenta. Yo no quiero que eso me
suceda. En el último tiempo esa posibilidad me aterra y ese terror me induce a
escribir este relato. Cuando lo termine lo esconderé bien y lo olvidaré. No me
gustaría que el ser extraño en el que puedo convertirme lo encuentre un día.
Haré todo lo posible para evitar esa transformación, pero no soy tan
pretenciosa como para creer que no pueda ocurrirme lo que les ha ocurrido a
tantos seres humanos anteriores a mí.
En el fondo, ya no soy en este
momento la persona que fui una vez. ¿Cómo voy a saber en qué dirección
evolucionaré? Quizá ya me haya alejado tanto de mí misma que ni siquiera lo
noto.
***
A veces no resisto la
tentación y juego a ser la providencia: salvo a un animal de una muerte segura
y mato a un corzo porque necesito carne. El bosque asimila fácilmente mis
intervenciones. Crece otro corzo, otro animal corre a su perdición. Yo no
perturbo seriamente el orden establecido. Las ortigas junto al establo crecerán
aunque yo las arranque cien veces y me sobrevivirán. Tienen mucho más tiempo
por delante que yo. Un día no estaré aquí y nadie cortará la hierba del prado y
la maleza lo invadirá, más tarde el bosque avanzará hasta el muro y recuperará
la tierra que le arrebató el hombre. Hasta mis pensamientos se enmarañan como
si el bosque echara raíces en mí y pensara con mi mente sus pensamientos
ancestrales y eternos. El bosque no desea que vuelva el hombre.
Entonces, en aquel segundo
verano, no pensaba aún así. Los límites estaban estrictamente definidos. Al
escribir ahora me cuesta mantener separados mi antiguo yo y mi yo actual, que a
lo mejor está siendo absorbido por un «nosotros»
más amplio. Ya entonces se anunciaba esta transformación. Y la culpa la tuvo el
verano pasado en la montaña. En el silencio tenso de la pradera bajo el inmenso
cielo era casi imposible seguir siendo un yo individualizado, una pequeña,
ciega y obstinada existencia que se oponía a integrarse en la gran comunidad.
En un momento mi orgullo había sido precisamente esa existencia
individualizada, que en la montaña me pareció de pronto miserable y ridícula,
una nada pretenciosa.
***
Aquí en el bosque estoy por fin en el sitio que me
corresponde. No les tengo rencor a los fabricantes de automóviles, ya no
interesan a nadie. Pero pienso que me han atormentado con cosas que me
repugnaban. Yo poseía únicamente esta pequeña vida y ellos no me permitían
vivirla en paz. Tuberías de gas, centrales eléctricas y conducciones de
petróleo, ahora que los hombres no existen, revelan su verdadero rostro
lamentable. Entonces se les tomaba por dioses, cuando no eran más que objetos
de uso. También yo tengo aquí en el bosque un trasto de ésos: el Mercedes negro
de Hugo. Era casi nuevo cuando nos trajo aquí. Hoy es un refugio para ratones y
pájaros invadido por la maleza. Está precioso, especialmente en junio, cuando
florece la viña silvestre y parece un gigantesco ramo de novia. También en
invierno está bonito, cuando reluce de escarcha o lleva un manto blanco. En
primavera y otoño veo entre los tallos marrones el amarillo descolorido de la
tapicería, hojas de haya, trocitos de gomaespuma y el relleno de crin,
desmenuzado y mordisqueado por diminutos dientes.
El Mercedes de Hugo se ha convertido en un magnífico hogar,
calentito y protegido del viento. Habría que abandonar más coches en los
bosques, serían excelentes nidales. En las carreteras de todo el país estarán
seguramente aparcados por miles cubiertos de hiedra, ortigas y maleza. Pero
allí están vacíos y deshabitados.
Ahora veo cómo proliferan las plantas, verdes, jugosas y
silenciosas. Y oigo el viento y los miles de ruidos en las ciudades muertas.
Cristales de ventanas que se hacen añicos contra el asfalto cuando los goznes
de las ventanas se oxidan, el goteo del agua en tuberías rotas y las
innumerables puertas que golpean en el viento. En noches de vendaval, un objeto
de piedra, que fue un hombre en su día, cae del sillón sobre el parquet con
gran estrépito. Durante un tiempo habría grandes incendios. Pero ahora habrán
pasado y la vegetación se apresura a cubrir nuestras ruinas. Cuando observo la
tierra al otro lado del muro, no veo ni hormigas, ni escarabajos, ni el más
pequeño insecto. Sin embargo, no es algo definitivo. La vida, pequeña y
sencilla, penetrará con el agua de los arroyos de nuevo en la tierra y la
vivificará. Este renacer podría serme indiferente, pero por raro que parezca me
llena de una profunda y secreta satisfacción.
Marlen Haushofer. El
muro. Traducción de Genoveva Dieterich. Siruela.
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