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Algunas tardes de agosto acompañaba a mi tía a recoger
piñas para el invierno. Llevábamos una carretilla y sacos de arpillera.
Seguíamos las rodadas del camino hasta que se convertían primero en senda y
luego bosque. Mi tía hablaba en refranes. Decía, hay que desayunar como un rey,
comer como un capitán general y cenar como un mendigo. Sus refranes eran su
camino en la espesura de los días. El ruido en el bosque era el viento entre
los árboles, nuestras pisadas en las hojas caídas, el salto de una ardilla.
Años más tarde me adentré solo en el bosque. Entonces, el ruido era el latir de
mi respiración.
El humo me ayudó a recordar.
Elegí a Bobin como primera lectura. Un asesino blanco como la nieve. Me senté en mi cocina, tan
distinta a las de mis abuelos, de la que no salen llamas, y corté los bordes
del libro. Era un libro intonso. El crepitar del cuchillo abriendo las hojas
pegadas fue, por un instante, hacer lumbre.
Leo a Bobin poco a poco. Unas páginas suyas me llenan
como docenas de otros. Me habla, de nuevo, de la pureza, la lentitud, dios, la
importancia de lo que se ve a través de una ventana, que es mirar y esperar un
ofrecimiento.
Y luego, al ir a trabajar, la luna creciente y una
estrella binaria con su parpadeo azul y rojizo en el cielo.
Así mi primer día.
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