Segunda opinión
Fuimos a Leeds a por una segunda opinión.
Cuando dijeron su nombre
Esperé entre los que parecían estar bien
Y otros con ojos vendados y gafas oscuras.
Una madre gruesa arrastraba su dolor de pies
Con un bastón y una gasa en el ojo,
Dejando en los asientos, advertidos, a sus hijos.
Pasaron los minutos como un invierno.
Me llamaron a mí. ¿Qué peor momento
Que el de aquel médico joven intentando explicarlo?
“Es grande y crece” “¿Qué es?” “Un tumor maligno.”
“¿Por qué ahí? ¡Ella es artista!”
Se encogió de hombros y dijo: “Nadie lo sabe”.
Me advirtió de que podía expandirse. “¿Expandirse?”
Me dolió el cuerpo y sufrí como si fuera su gemelo
Y tocara el remedio con labios y curativos sésamos.
Sin una imagen, sin un clavo al que agarrarme —nada
Que
oír o ver. Sin hojas que susurran a la luz del sol.
Sólo
la mente deslizándose contra los acontecimientos
Y el
antiséptico hedor del destino.
Ansiedad
profesional;
Con
su mano en mi hombro
Me
acompañó a la puerta, un olor a jabón,
Dedos
de médico y su anillo de casado.
Trece pasos y el
trece de marzo
Para recibir a los invitados se sentaba en las almohadas.
Yo llevaba jerez o té como un mayordomo,
Subía y bajaba los trece pasos desde la despensa.
Me estaba quedando sin jarrones.
Más de un visitante bajaba y decía:
“Su cuarto es tan alegre. No tiene miedo.”
Incluso el ciclamen y las azucenas escuchaban;
Su agradecido homenaje mantenía lejos lo real.
El timbre, las compras, la colada, el correo y las
visitas,
Y veintiséis pasos para subir las escaleras
Desde la puerta de la cama, dos veces trece,
Desventurado numeral de mi casa de dos pisos.
Y las visitas, tres, cuando, cinco veces al día,
Mis cansancios llorados sobre platos y tazas
Drenaban la pena de mí mismo aquellos días de dolor
Antes del dolor. Flores, y no quedaba ni un jarrón.
Té, jerez, galletas pastel y whisky para los débiles…
Se enfrentaba a la muerte con una malicia que parecía
fácil
―”Supongo
que tendré que hacer un esfuerzo”—
Y rechazaba los calmantes para conservar la lucidez.
Algunos se sentaban en los escalones con un pañuelo
Acunando un pequeño llanto antes de subir con ella.
Volvían con sus miedos a la muerte empequeñecidos.
“Su cuarto es tan alegre. No tiene miedo.”
A diario me llamaba el dolor, las veinticuatro horas.
Nuestras conversaciones con besos me hacían seguir,
Esos ratos juntos, con el teléfono desconectado,
Recordando nuestras vidas a la luz de las velas.
John y Stuart traían sus fotos de nuevo,
Una exposición de viajes. Agonizando,
Fruncía el ceño ante algunas, asentía ante otras,
Artista y comisaria de arte hasta el final,
Sinceridad ante todo. Preparaba listas,
Donaciones, regalaba cosas. Me arrancaba el corazón.
Sus amigas la ayudaban a ordenar todo aquello
En una conspiración de mujeres.
Por la noche me echaba junto a ella en las únicas horas.
Había misterios en las sombras de las velas.
Pájaros, aviones, los conejos de nuestros dedos,
La preciosa, la erótica llama de luz de la vela.
¿Triste? Sí. Pero también era hermoso.
Había una quietud en el mundo. El tiempo se iba
A pasear a su perro por los muros bajos y la alheña.
Había anonimato en las palabras y en la música.
Ella quería que yo llevara su anillo de casada.
No me cabía ni en el dedo meñique.
Se me atascaba en el nudillo. Sé por qué.
Sus dedos se afinaban y los anillos se salían.
Después del funeral me los llevé a tomar jerez y té
A Newland Park. Es todo un detalle, me dijeron,
Y yo pensé que eran irónicos —por última vez.
Que era una airada represalia por su lealtad.
Preparativos
“¿Será esta la puerta?” Esta debe de ser. No, no.
Atravesamos multitudes y confetis, bodas
Con amigos y parientes y caprichosas damas de honor.
Algunas ya se han celebrado. Otras esperan su turno.
Una está teniendo lugar ante el registro civil.
Hay un novio joven, inseguro en sus zapatos nuevos.
Su novia está nerviosa al borde del futuro.
Camino a través de ellos con el padre de mi mujer muerta.
Redefino el significado de la palabra “desconocidos”.
Quizá la muerte estuvo mirando también en nuestra boda.
El edificio apesta a función municipal.
“Pasa por ello. Tienes que pasar. Lo dice la ley.”
Así que le digo a una funcionaria: “he venido por una
muerte”.
“Por allí”, me dice. “Ha entrado usted por la puerta
equivocada”.
Una mujer con hijos adolescentes está sentada a una mesa.
Le alarga al funcionario el papel que le dio el médico.
“¿Esto significa ataque al corazón?”, pregunta.
Qué poco sabe, esa viuda. Qué poco sabemos todos.
De un solo vistazo, ella se da cuenta de que no estoy
aquí.
Con mi tío para arreglar el asunto de mi tía.
Un papelillo de confeti le cae del hombro.
Hay un lazo entre nosotros, un lazo terrible
En las palabras incómodas, “pérdida” “prematura”,
“trágico”,
Ya dichas en las conversaciones, en los chismes fúnebres.
Los buenos deseos se duelen juntos en el espacio entre
nosotros.
Es como si fuéramos a ser amigos para siempre
Por las ramblas del luto y los seguros de vida,
En cualesquiera sanatorios que haya para el espíritu,
Compartiendo el mismo cumpleaños, los mismos destinos.
Hay clínicas ficticias listas para darnos la bienvenida,
Prefabricadas y erosionadas a las orillas de la ciudad
O como una pequeña joya en los Alpes antisépticos,
En mi caso la destilada clínica de la bebida,
La clínica de la “compasión” y de las cenas.
Entramos en una pequeña oficina. “¿Qué relación tiene con
ella?”,
Me pregunta, y se lo digo. Ahora vienen los detalles.
Un hombre pulcro con una letra pequeña, que se esconde.
Va anotando cosas. No pregunta si ella era buena
Todo el mundo recibe su certificado.
Ni siquiera necesitas merecértelo.
Me dan ganas de preguntarle por qué no tiene pinta de
santo,
Ya que en su escritorio, a través de sus anotaciones,
De sus burocracias, de sus detalles morbosos,
Los muertos locales entran en la genealogía.
No es una clave de la historia, este hombre,
Este ángel registrador con su jersey verde
Que coloca nombres y fechas y causas.
Ha visto todas las palabras que acaban en —oma.
“Entregue esto en su funeraria”.
Cuando nos vamos sí que lo hacemos por la puerta correcta,
Una puerta pequeña, tabú y de segunda categoría.
Está lloviendo. Paraguas anónimos pasan
Por la ubicua llovizna urbana.
Van llegando más bodas con sus lazos blancos.
Se acumulan pequeños charcos en los ramos de flores.
No deben verme. Se me ve mi historia como una cicatriz.
No deben saber lo que soy, ni qué hago aquí.
Me siento digerido por las estadísticas del amor.
Cientos de veces habré pasado por delante de estas
oficinas
Pseudogóticas de la funeraria, con ventanas emplomadas
En autobús, a pie, sin prestarles atención.
Pasamos por aquí el primer día que estuvimos en Hull.
Ni una sola vez vi a nadie entrando o saliendo,
Y aquí estoy, cerrando la puerta al salir,
Doblando la esquina un día lluvioso de marzo.
El móvil de Sandra
Una artista constante, dedicada,
A las curvas, las formas, las sombras agradables, a
sentir el color
No le importaba qué formas, qué rojo, qué azul,
Y se burlaba de los pelmas para ridiculizar a los todavía
más pelmas.
Con una mirada leal, desinteresada.
Así que Sandra le trajo aquello y lo colgaron
Tres gaviotas en un ciclo blanco de interior.
Un regalo de vieja camaradería artística.
“Empújales con tu soplo, amor”. Esos pájaros silenciosos
aleteaban
Con las corrientes de aire caliente de mi respiración. La
última noche,
Intentando no dormirme, vi el amor coronado
En lágrimas, y pájaros de madera, y luz de velas.
Ella ya no despertó. Para probar nuestro amor las
gaviotas,
Cada una, cada una, cada una, se habían vuelto palomas.
Douglas Dunn.
Poemas escogidos. Traducción de Juan Morella. Ediciones Bassarai.
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