Una región de nueve aldeas. Un guerrero fuerte y
decidido. Los dioses que acompañan a cada persona, las palabras de los oráculos
y la Tierra una diosa a la que cuidar y santificar, las noches oscuras donde
sólo está el sonido de los insectos y el mundo parece terminar y las noches de
luna y su luz que anima la vida de la comunidad, la llegada de las langostas y
niños embrujados que vuelven una y otra vez al vientre materno, el bosque del
Mal donde abandonar bebés gemelos y malos hombres y los ritos que resucitan las
voces de los viejos espíritus y las luces de las luciérnagas, la vida que transcurre
entre la siembra y la recolección, entre la lluvia y la sequía, entre las
ceremonias religiosas a docenas de dioses, esa vida, ese tiempo, cambiados por
la llegada del hombre blanco con su religión y su justicia y su visión única y un
mundo que muere poco a poco.
Todo se derrumba
oscila entre el intimismo de una vieja leyenda con fantasmas y espíritus, el
relato antropológico y un destino que se adivina fatal y del que es imposible
escabullirse. Okonkwo es el mayor guerrero de las nueve aldeas, ansía el poder
y deshacerse de la imagen de su padre, al que cree perezoso y fracasado, es
enérgico y, en él, se guardan las tradiciones ancestrales, vive con sus tres
esposas e hijos, espera que alguno le suceda y llegar a poseer los cuatro
títulos, el mayor honor del poblado. Okonkwo no demuestra debilidad ni
simpatía, es una presencia absoluta en su familia y en la aldea. Y es a través
de él, de su búsqueda de poder, que somos testigos de la vida y las costumbres
de su aldea.
Chinua Achebe cruza la vida de Okonkwo con los ritos y
ceremonias del clan. Por momentos, Todo
se derrumba es una fotografía de un instante en la vida de la aldea, cuando
aún se conservan las tradiciones. Achebe nos habla de los nueve espíritus que
imparten justicia, del bosque del Mal donde abandonar todo aquello que parezca
maléfico y pueda dañar a la comunidad, del Oráculo que habla a través de una
sacerdotisa y avisa sobre el futuro y qué hacer para sobrevivir, de la semana
de la Paz y las diferentes caras de la muerte, de los niños que regresan al
vientre materno, de las noches oscuras que esconden temores y horrores
desconocidos y los rituales a la diosa Tierra. Achebe nos acerca una vida
desconocida y fuera del tiempo.
Okonkwo es desterrado siete años por matar sin querer a
un muchacho del clan (una muerte femenina según la creencia). La muerte no como
venganza sino como compensación. En esos siete años, ve en la distancia cómo la
vida de su aldea cambia poco a poco. Primero las noticias de un hombre blanco y
su caballo de hierro. Luego, los misioneros que hablan de un dios único y que
construyen iglesias y traen una nueva justicia. A su regreso, Okonkwo no
volverá a su aldea tal como la dejó, sino a un momento donde todas las
creencias, ceremonias y ritos del clan son puestos en duda. Achebe muestra la
visión enfrentada entre las creencias del extranjero y las que son propias de
la aldea, cómo el hombre europeo arraiga en la tierra de Okonkwo primero con
palabras y luego con la fuerza, sin querer conocer la forma de vida de los clanes
más que para escribir un libro pintoresco sobre África y sus tribus.
Okonkwo acababa de apagar la lámpara de aceite de palma y
de estirarse en la cama de bambú cuando oyó el ogene del pregonero que penetraba el aire de la noche. Gome, gome, gome, gome, tronaba el metal
hueco. Después el pregonero dijo su mensaje y, al final, volvió a golpear su
instrumento. Y el mensaje era éste. Se pedía a todos los hombres de Umuofia que
mañana por la mañana se reunieran en la plaza del mercado. Okonkwo se preguntó
qué pasaría, pues desde luego estaba seguro de que algo andaba mal. Había
percibido un claro tono de tragedia en la voz del pregonero, e incluso ahora lo
seguía oyendo mientras se iba apagando lentamente en la distancia.
La noche era muy tranquila. Siempre eran tranquilas,
salvo cuando había luna. La oscuridad significaba un vago terror para aquella
gente, incluso para los más valientes. A los niños se les advertía que no
silbaran de noche, por miedo a los malos espíritus. Los animales peligrosos se
hacían todavía más siniestros e impredecibles en la oscuridad. De noche nunca
se mencionaba a la serpiente por su nombre, porque lo oiría. Se hablaba de una
cuerda. De manera que aquella noche concreta, a medida que la voz del pregonero
se iba quedando gradualmente absorbida por la distancia, volvió a reinar en el
mundo el silencio, un silencio vibrante intensificado por el chirrido universal
de un millón de millones de insectos de la selva.
Las noches de luna todo era diferente. Entonces se oían
las voces alegres de los niños que jugaban en los campos abiertos. Y quizá las
de quienes no eran tan jóvenes, que jugaban en parejas en lugares menos
abiertos, y los ancianos y las ancianas recordaban su juventud. Como dicen los
ibos: «Cuando brilla la luna a los cojos les entran ganas de salir a dar un
paseo».
***
—Si dejamos a nuestros dioses y seguimos a tu dios
—preguntó otro hombre—, ¿quién nos va a proteger contra la ira de nuestros
dioses y nuestros antepasados abandonados?
—Vuestros dioses no viven y no os pueden hacer ningún
daño —replicó el hombre blanco—. Son pedazos de madera y de piedra.
Cuando se interpretaron esas palabras a los hombres de
Mbanta, éstos rompieron a reír burlones. Aquellos hombres tenían que estar
locos, se dijeron los unos a los otros. Si no, ¿cómo podían decir que Ani y
Amadiora eran inofensivos? ¿Y también Idemili y Ogwugwu? Y algunos de ellos
empezaron a marcharse.
Entonces los misioneros empezaron a cantar. Era uno de
aquellos aires alegres y animados del evangelismo que tenían la facultad de
recordar emociones silenciosas y polvorientas en el corazón de los ibos. El
intérprete explicaba cada nueva estrofa a los asistentes, algunos de los cuales
se sentían fascinados ahora. Era una historia de hermanos que vivían en las
tinieblas y el temor, ignorantes del amor de Dios. Hablaba de una oveja que se
había perdido en el monte, lejos de las puertas de Dios y de las tiernas
atenciones del pastor.
Después de la canción el intérprete habló del Hijo de
Dios, que se llamaba Jesu Kristi. Okonkwo, que se había quedado únicamente
porque esperaba que se diera la ocasión de echar a aquellos hombres del pueblo
o de darles una paliza, dijo entonces:
—Nos habéis dicho por vuestra propia boca que no había
más que un dios. Ahora habláis de su hijo. Entonces debe tener una esposa —la
multitud asintió.
—Yo no he dicho que tuviera una esposa —dijo el
intérprete, con una cierta timidez.
—Tu culo dijo que tenía un hijo —dijo el bromista—.
Entonces tiene que tener una mujer, y todos ellos deben tener culos.
El misionero no le hizo caso y siguió hablando de la
Santísima Trinidad. Al final de todo aquello, Okonkwo quedó convencido de que
aquel hombre estaba loco. Se encogió de hombros y se marchó a extraer su vino
de palma para aquella tarde.
Chinua Achebe. Todo
se derrumba. Traducción de Fernando Santos. Alfaguara
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