Es invierno, la nieve cubre las calles de Rocklin, Colorado, un hombre camina tambaleante hacia su casa, el frío en los pies y los bolsillos vacíos tras perderlos en una partida, maldice su suerte y a Dios y retrasa el momento de abrir la puerta y enfrentarse a su familia y su vida, un italiano de Los Abruzos, un macarroni, un albañil sin trabajo, un marido y un padre extrañado y en el filo de la derrota, el banquero su enemigo y las cuentas sin pagar de las tiendas. Son los años treinta, la Gran Depresión contradice el sueño americano, el hombre, su mujer y sus hijos extranjeros y parias que (sobre)viven al día, la ropa remendada, las suelas gastadas, la casa fría, el sonido de las cuentas del rosario de la mujer y las penurias, la ternura, la lucha, la dureza y el afán de una familia por sobreponerse y resistir.
Espera a la primavera,
Bandini, primera novela de John Fante, habla de miseria y catolicismo, de
raíces y fronteras, de sueños vedados y amor, de perdedores y habitaciones de
pensión, de locura y la palabra “pobre” un estigma y una vergüenza que ocultar,
de la desilusión de los adultos y el paso a la madurez de los niños. Svevo es
un emigrante italiano, albañil, algo pendenciero y sorprendido por el amor de
su mujer. Maria reza cada noche, cree en un Dios misericordioso, en un orden
establecido, su cuerpo ha envejecido de manera prematura y ama a Svevo hasta la
locura. Federico y August, los hijos menores, sueñan con palabrotas o con ser
curas. Y Arturo, el alter ego de Fante, un muchacho de catorce años que bascula
entre la culpa de sus creencias religiosas y las travesuras de su edad, entre
la admiración de un padre casi siempre ausente y la incomprensión por la madre,
entre la ternura y el dolor del amor. Espera la primavera, Bandini, como una
novela de aprendizaje, los lloros ocultos de un muchacho que hablan de rabia,
decepción y dolor, sus sueños lejanos y fantasiosos sobre el béisbol y las
mujeres, la humillación de la propia pobreza y los prejuicios ajenos.
Dicen que Fante es el precursor
de Bukowski. Yo siento a Fante mejor escritor. En Espera a la primavera,
Bandini, hay un estilo sencillo y directo y fragmentos de un especial lirismo, los
monólogos de Svevo o Arturo que se mezclan con la voz del narrador y que
maldicen su suerte o se preguntan por un amor o por una derrota o la culpa, el
momento donde la madre, Maria, entra en una tienda sin dinero y es consciente
de su pequeñez e insignificancia, los detalles que hablan de una fogata bajo un
puente, la mano de una mujer en la cama, el ruido de un rosario en la noche, la
nieve como negación de los sueños, los latidos de un muchacho que descubre la
decepción y los sueños rotos y aún así es capaz de la ternura y la lucha.
—A las cinco podrás irte —le
dijo—. Pero con una condición...
La apatía de Arturo dio paso a
un poco de curiosidad por aquella condición. Repantingado y con las piernas
abrazadas al pupitre, no tuvo más remedio que tragarse el fastidio que sentía.
—Quiero que cuando salgas a
las cinco te arrodilles ante el Santísimo Sacramento y le pidas a la Virgen
María que bendiga a tu madre y le conceda toda la felicidad que merece la
pobrecita.
Se marchó entonces. La
pobrecita. Su madre, la pobrecita. Aquello le produjo tanta rabia que los ojos
se le humedecieron. En todas partes era igual, siempre su madre, la pobrecita,
siempre pobre, pobre siempre, siempre aquello, aquella palabra, siempre con él
y alrededor de él, y de súbito dejó de contenerse en la clase medio a oscuras y
se puso a llorar, a exorcizar la pobreza con los sollozos, y lloraba y se
ahogaba, aunque no por aquello, no por ella, no por su madre, sino por Svevo
Bandini, por su padre, por la cara que tenía siempre su padre, por las manos
nudosas de su padre, por las herramientas de su padre, por las paredes que
había construido su padre, las escaleras, las comisas, las chimeneas y las
catedrales, todo sublime y hermoso, pues no le embargaba otra sensación cuando
su padre se deshacía en elogios de Italia, de cierto cielo italiano, de cierta
bahía de Nápoles.
A las cinco menos cuarto se le
había pasado la tristeza. El aula estaba casi totalmente a oscuras. Se pasó la
manga por la nariz y experimentó un brote de alegría en el corazón, un
sentimiento de bienestar, un sosiego que hizo que los quince minutos que
faltaban se pasasen volando. Quiso encender las luces, pero la casa de Rosa
estaba junto al descampado del otro lado de la calle y desde el soportal
trasero se veían las ventanas de la escuela. La muchacha podía ver la luz
encendida y recordar que él se encontraba todavía en el aula.
Rosa, su novia. Ella no le
podía ni ver, pero era su novia. ¿Sabía que la amaba? ¿Por eso le odiaba ella?
¿Descifraba los misterios que le corrían a él por dentro y por eso se reía de
él? Fue hasta la ventana y vio luz en la cocina de la casa de Rosa. En algún
punto, bañada por aquella luz, Rosa se movía y respiraba. Tal vez estuviera
estudiando la lección en aquellos momentos, porque Rosa era muy aplicada y
obtenía las mejores notas de la clase.
Se apartó de la ventana, se
encaminó hacia el pupitre de ella. No había otro igual en el aula: era más
limpio, más femenino, la superficie estaba más brillante y mejor barnizada. Se
sentó en el asiento de ella y la sensación le produjo un estremecimiento. Palpó
la madera, el interior del pequeño anaquel donde ponía ella los libros. Los
dedos encontraron un lápiz. Lo observó de cerca: estaba ligeramente señalado
por los dientes de Rosa. Lo besó. Besó los libros que había en el pupitre,
todos ellos preciosamente forrados con hule blanco y perfumado.
A las cinco en punto,
desfallecido de amor y desgranando con los labios un incesante Rosa, Rosa,
Rosa, bajó las escaleras y salió al atardecer invernal. La iglesia de Santa
Catalina estaba al lado del colegio. ¡Rosa, te amo!
Anduvo en trance por el
lóbrego pasillo central, el agua bendita enfriándole aún la punta de los dedos
y la frente, los pies despertando rumores en el coro, el aroma del incienso, el
aroma de mil entierros y mil bautizos, el olor dulzarrón de la muerte y el olor
agrio de los vivos mezclándosele bajo las aletas de la nariz, el resuello
apagado de las velas encendidas, su propio eco mientras avanzaba de puntillas
por la larga nave, y Rosa en su corazón.
Se arrodilló ante el Santísimo
Sacramento y se esforzó por rezar como le habían dicho, pero la cabeza le
temblaba y flotaba en el delirio del nombre de la muchacha, y de pronto se dio
cuenta de que estaba cometiendo un pecado, un pecado gordo y horrible en
presencia del Santísimo Sacramento porque pensaba en Rosa con malas
intenciones, pensaba en ella de un modo que prohibía el catecismo. Cerró los
ojos con fuerza y trató de ahuyentar al mal, pero volvió con energía redoblada
y en la cabeza se le formó una imagen de pecaminosidad sin precedentes, un
pensamiento que no había tenido hasta entonces en toda su vida y abrió la boca
no sólo a causa del horror que le producía el encontrarse ante Dios con el alma
desnuda, sino también a causa del éxtasis asombroso que le producía la imagen.
Era intolerable. Podía morir por ello: Dios podía fulminarle allí mismo en el
acto. Se levantó, se santiguó y salió corriendo de la iglesia, aterrado, el
pensamiento pecaminoso persiguiéndole como dotado de alas. Cuando llegó a la
calle helada se asombró de seguir vivo, porque la fuga por la nave larga por la
que tantos muertos habían desfilado se le había antojado infinita. No quedaba
rastro en su cabeza del mal pensamiento cuando se encontró en la calle y
contempló las primeras estrellas del anochecer. Hacía demasiado frío. Se puso a
tiritar inmediatamente, porque aunque llevaba tres jerseys no tenía abrigo ni
guantes, y tuvo que dar palmadas para mantener calientes las manos. Había dado
un rodeo de una manzana, pero es que quería pasar ante la casa de Rosa. La casa
de los Pinelli, de un solo piso, se acurrucaba bajo los álamos a veinticinco
metros de la acera. Las persianas de las dos ventanas delanteras estaban
echadas. En pie en el sendero que conducía a ella, con los brazos cruzados y
las manos en las axilas para mantenerlas calientes, buscó con los ojos algún
signo de Rosa, su perfil en el momento de pasar ante alguna ventana. Golpeó el
suelo con los pies, de la boca le surgían nubecillas blancas. Ni rastro de
Rosa. Entonces la cara helada a los montones de nieve que bordeaban el sendero
y observó con atención una huella pequeña de muchacha. Era de Rosa, ¿de quién,
si no de Rosa, en aquel patio? Sus dedos helados escarbaron la nieve que
rodeaba la huella, la alzó del suelo con ambas manos y se la llevó consigo por
la calle...
***
Todas las semanas, todos los
sábados por la tarde, entraba en la iglesia abrumado por los pecados
adulterinos. Allí le conducía el miedo, el miedo a morir y a vivir después
eternamente entre tormentos eternos. No se atrevía a mentir al confesor. El
miedo le arrancaba los pecados de raíz. Se confesaba a toda velocidad,
atropellando con sus suciedades, ávido de ser puro. He cometido un acto impuro,
o sea, dos actos impuros, he pensado en las piernas de una chica, en tocarla en
un sitio prohibido, y he ido al cine y he tenido malos pensamientos, yo iba por
la calle y una chica salía de un coche, y fue un pensamiento muy malo, y me han
contado un chiste verde y me he reído, y un grupo de chicos nos pusimos a mirar
una pareja de perros y yo dije una cosa impura, fue culpa mía, ellos no dijeron
nada, fui una cosa impura, fue culpa mía, ellos no dijeron nada, fui yo, yo fui
el responsable de todo, les hice reír con una intención fea y también he
arrancado una foto de una revista, la chica estaba desnuda y yo sabía que no
estaba bien, pero lo hice de todos modos. He tenido malos pensamientos sobre la
hermana Mary Agnes; yo sabía que mis intenciones eran malas, pero seguí
pensándolo. También he tenido malos pensamientos a propósito de unas chicas
acostadas en la hierba, una de ellas con la falda levantada hasta arriba, y yo
no hacía más que mirar, sabiendo que estaba feo. Pero me arrepiento. Por mi
culpa, por mi grandísima culpa, me arrepiento, me arrepiento.
Abandonaba el confesionario,
rezaba la penitencia, rechinándole los dientes, los puños apretados, el cuello
en tensión, prometiendo con todo su ser mantenerse puro por siempre jamás. Al
final le embargaba una sensación de dulzura, el sosiego le arrullaba, le
refrescaba una brisa y le acariciaba la ternura. Salía de la iglesia como en un
sueño, y como en sueños caminaba, y si no miraba nadie, le daba un beso a un
árbol, mordisqueaba una hoja de arbusto, enviaba besos al cielo, rozaba las
piedras frías de la iglesia con dedos de mago, con el corazón rebosante de una
paz que no podía compararse con nada, salvo con un batido de chocolate, una
triple base, una buena ventana batido de chocolate, una triple base, una buena
ventana que romper, la hipnosis del instante que precede al sueño.
No, no iría al Infierno cuando
muriese. Era un corredor rápido, siempre llegaba a tiempo al confesionario.
Pero le esperaba el Purgatorio. Él no era de los que suben disparados hacia la
bienaventuranza eterna. Tendría que recorrer el camino de las dificultades, el
desvío. Por esta razón era monaguillo. La dosis de piedad que sentía en este
mundo le obligaba a reducir las penas del Purgatorio.
John Fante. Espera a la primavera,
Bandini. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Editorial Anagrama.
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