Richard Ford recupera a Frank Bascombe, y lo hace con una
fórmula nueva, cuatro relatos cortos que se alejan, en la longitud, de las tres
novelas que tuvieron a Bascombe como protagonista. Si en El periodista deportivo, Ford pone las bases del personaje, en El día de la independencia y Acción de gracias desarrolla de manera
exhaustiva las ideas y venidas de Bascombe, sus intentos por definir sus etapas
vitales, de encarar de la mejor posible su presente y buscar una especie de
redención y paz con su pasado (su hijo muerto de forma prematura, su posterior
divorcio, la aceptación por las grietas en su vida y por el paso del tiempo).
Ford escoge fechas significativas, festividades clave dentro de la sociedad, y
hace deambular a su personaje por las calles y las casas de su vecindad, atento
a cada gesto, a cada cambio, tanto de las personas que lo rodean como de la
política y economía del momento e, incluso, de los cambios en su ciudad,
Bascombe que conduce por barrios nuevos o viejas casas reformadas, que
reflexiona sobre los nuevos y viejos tiempos de la sociedad estadounidense, que
intenta mirar con una distancia justa su propia vida e integrar su mundo
interior en el exterior.
En los cuatro relatos de Francamente,
Frank, Ford recupera algunos elementos de sus novelas sobre Bascombe, una
fecha significativa, los días previos a la Navidad, sus viajes por las calles
de la ciudad, su mirada atenta a cada persona, casa o gesto, las reflexiones y
recuerdos de su propia vida. Bascombe tiene sesenta y ocho años, está jubilado,
ha superado el cáncer de próstata y las heridas en el pecho de Acción de gracias, sigue leyendo en la
radio para los ciegos y visita a los soldados recién llegados de las zonas de
combate para intentar ayudarles a pasar por el regreso a una vida normal. La
idea central de Bacombe es el tiempo, la vejez, la cercanía de la muerte,
intentar cerrar algunos puntos de su pasado, sabiendo que, como las dos novelas
que escribió en otros tiempos (en tiempos lejanos), no hay un final cerrado,
sólo la sensación de haber dicho aquello que es necesario.
El huracán Sandy ha azotado la costa de Nueva Jersey. La
gente se prepara para la Navidad. Bascombe, jubilado, regresa a su antigua casa
de la costa, devastada por el huracán, se encuentra con la antigua moradora de
su actual casa, que intenta volver para cerrar la historia que vivió en ella,
visita a su primera mujer en una residencia de lujo o a un viejo conocido de
los tiempos del divorcio. Ford parece entrecerrar historias dentro de Francamente, Frank, regresa a Bascombe
para hablar de los tiempos políticos, de la búsqueda de una falsa seguridad y
espiritualidad, de una sociedad que no sabe cómo integrar a las diferentes
razas y creencias, del paso y el peso del amor, de la vejez como un lugar donde
soltar lastre y quedarse con lo mínimo para aprovechar el momento. La conocida
voz de Bascombe no ha perdido fuerza ni exhaustividad,
Los relatos de Ford, sólidos, reflexivos, se centran en
encuentros donde hay una verdad que se atisba por el rabillo del ojo, una
verdad a punto de ser revelada y que queda en el aire. Bascombe mira al
escritor, periodista deportivo y agente inmobiliario, al marido y padre que
fue, el intento por encontrar un equilibrio, el recuerdo de su hijo muerto, que
tendría 43 años y del que se separó demasiado pronto, sigue reflexionando sobre
su primer matrimonio, si hubo suficiente amor, qué fue lo adecuado, dónde estuvieron
los fallos, sobre los hijos, sobre el poco tiempo que le queda por delante. En
cada uno de los encuentros de Bascombe hay una búsqueda y cierta decepción, un
intento de ajuste de cuentas, de solucionar el pasado, de cerrar historias, el
propio Bascombe que intenta mostrar su “yo por defecto”, una imagen no del todo
idealizada, no del todo completa, de sí mismo.
Estos relatos, sin llegar a la maestría de Rock Springs, son el reencuentro con un
personaje y una forma de narrar que han formado parte de mis lecturas de los
últimos años. Hay algo agridulce en ellos, se echa de menos una mayor extensión
y profundidad. Todo regreso tiene algo de incompleto.
Lo que he intentado con mis visitas, y lo que una vez más
trato de conseguir esta noche, es ofrecer a Ann lo que considero mi «Yo por
Defecto», y ello procurando darle lo que creo que más quiere de mí: la verdad
esencial. Lo hago presentándole el yo
que me gustaría que los demás pensaran que soy, y que en el fondo soy: una
persona que no miente (o rara vez), que no presupone nada del pasado, que
siempre emprende el camino más fácil y optimista (cuando lo hay), que no prevé
el futuro, que estiliza sus palabras (sin adornos), y en todos los casos se
comporta como es debido. En mi opinión, ese yo representa de forma verosímil la
mitad de la venturosa unión de dos almas buenas que todo casamiento promete
sellar pero no logra realizar en la mayor parte de los casos, como ocurrió con
nosotros tanto tiempo ha. Prosigo con esto por la posibilidad de que largos
años de divorcio, más la aparición de la vejez y el valor agregado de la
enfermedad mortal, ponga al fin algo de esa ventura a nuestro alcance. Ya
veremos. (El cumpleaños de Sally Caldwell, su sexagésimo quinto, es mañana, y
esta misma noche, pase lo que pase, me la llevo a cenar a Lambertville para
celebrarlo, y después a renovar nuestras propias y venturosas promesas de
segundas nupcias. Esta noche no voy a quedarme mucho tiempo en Carnage Hill).
La preocupación de Ann por la verdad esencial es, por
supuesto, lo que acosa a la mayor parte de los divorciados, en especial si el
cónyuge desechado sigue vivo. El punto de vista de Ann es fundamentalmente esencialista, según lo denominan los
casuistas en el Seminario. Hace años, cuando nuestro hijo Ralph murió tan joven
y durante una temporada yo anduve perplejo por las cosas de la vida, la mala
suerte y un desconsuelo de grado casi manicomial, con la consecuencia de que
nuestro matrimonio se precipitó por la pendiente, Ann llegó a convencerse de
que yo, en esencia, no la quería lo
suficiente. De otro modo habríamos seguido casados.
Arraigada en ese convencimiento está la milenaria búsqueda
del filósofo de lo que es real y lo que no, con el matrimonio como un terreno
de pruebas semejante a Arenas Blancas. Si Ann (éste es mi punto de vista sobre
su punto de vista) lograra hacerme reconocer que sí, es cierto, realmente no la quería —o si la quería,
en aquella época no la quise lo suficiente—, entonces ella estaría en
condiciones de una vez por todas, antes de morirse, de saber algo verdadero, algo en lo que podría confiar plenamente: mi
perfidia. Mientras que su propia esencia
es, desde luego, lo contrario de la perfidia —bondad fundamental—, ya que está
convencida de que con toda seguridad
me quería lo suficiente.
Sólo que yo no lo
reconozco. Con lo que Ann se pone quisquillosa, empieza a dar vueltas al
problema y me lo restriega como un herida que no acaba de curarse. Aunque se curaría si dejara de irritarla de una
vez.
Mi opinión es que en aquellos atroces días de hace tanto
tiempo yo quería a Ann con todo el amor que cabía en mí. Si no era suficiente,
al menos reventó las costuras. Por aquel entonces, lo realmente esencial (nunca
me ha gustado el sonido de «realmente»; me gustaría sacarla a patadas de la
lengua junto con otras muchas palabras) era su propia necesidad insaciable de
estar… ¿cómo? ¿Segura de sí misma? ¿Afirmada? ¿Atendida? Todo lo cual es
«amor», según su definición.
La deplorable muerte de nuestro pobre hijo y mis perplejas
incoherencias fueron tristes contribuciones al fin de nuestro matrimonio: no
hay discusión en eso. Culpable de lo que se me imputa. Pero es precisamente el
ansia y la carencia que había en ella
lo que, durante todos estos años, la ha dejado con una inquietante y fastidiosa
sensación de la falsedad de la vida y el fracaso de no encontrar su debida
esencia. Puede que Ann sea republicana en el fondo de su ser.
Richard Ford.
Francamente, Frank. Traducción de Benito Gómez Ibánez. Anagrama.
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