El mundo de la infancia, el cuerpo de niño como una
crisálida que contiene todos los cuerpos futuros, una isla y un muelle y el mar
que hablan de porvenir y pérdida, los días fugaces de verano donde se trastoca
nuestra mirada y empezamos a reconocer las señales del mundo adulto, la
justicia y el amor y cada gesto que nos lleva a ellos y que nos diferencia de
los demás, mojarse las manos con agua de mar para quitar el olor de la piel,
buscar una pelea y no defenderse para romper nuestro cuerpo, y con el dolor y
la sangre y las heridas, hacer sitio a un nuevo cuerpo, más completo y maduro.
Hace tiempo descubrí Montedidio,
un libro breve y nostálgico sobre la infancia y el Nápoles de los años
cincuenta. Los peces no cierran los ojos
repite el esquema de Montedidio,
breve, nostálgico, frases sencillas y cortas, para que se puedan pronunciar sin
perder el aliento, a veces poéticas, a veces sensibleras. Erri De Luca escribe
sobre aquellos momentos significativos del pasado que nos conforman como
adultos y que arrastramos durante toda nuestra existencia, el instante clave
donde descubrimos el amor o la lejanía o un sentido puro de la justicia y
empezamos a dialogar con el mundo, un intercambio de preguntas y golpes.
El narrador de Los
peces no cierran los ojos pasa sus vacaciones con su madre, una isla, una
playa de pescadores, lavarse las manos con agua de mar para conseguir más y
mejores capturas. Tiene diez años, las dos cifras como símbolo del inicio de la
madurez, del abandono de la infancia, y recuerda aquellos días como un momento
decisivo. El narrador recuerda desde una distancia triste, intercala aquellos
días de verano con retazos de lo que fue después, las luchas y revoluciones de
los sesenta, los trabajos en fábricas y obras, las miradas apagadas de sus
padres con el tiempo, es difícil no ver Los
peces no cierran los ojos como un
capítulo de un libro de memorias.
Hay un instante crucial, la conversión de la letra o de amor
de corta a alargada. El narrador lee los libros de su padre y resuelve pasatiempos
en la playa, descubre una niña lectora, el inicio de un intercambio, de las
primeras señales de la llegada de la madurez. El amor como una especie de baile
y desencuentro, de desentrañar sus códigos y estar ante algo nuevo e inmenso.
Dos niños de diez años que se cruzan y cuyo encuentro será determinante.
Los peces no cierran
los ojos es mi tercer libro de De Luca, su escritura sencilla y nostálgica,
el pasado como un lugar al que volver para descubrir quiénes fuimos como
adultos, las historias que se deslizan de manera tenue, sus libros breves que
se pueden leer en un par de horas y acompañar los recuerdos y reflexiones de
los personajes. A veces la escritura de De Luca cae en la sensiblería, pero
tiene buenos momentos, las noches de pesca o los libros y creer en Don Quijote,
un libro de iniciación y recuerdos y el abandono de la infancia.
A mi alrededor no veía y no conocía ese verbo amar. Acababa
de leerme el Don Quijote entero y lo había confirmado. Dulcinea era leche
cuajada en el cerebro del caballero heroico. No era dama y se llamaba Aldonza.
Supe después que para los lectores era un libro divertido. Yo me lo tomaba al
pie de la letra y me hacían llorar de rabia las palizas que tenía que recibir
en cada capítulo.
Sus cincuenta años intrépidos y resecos eran para mí, en
aquel tiempo, la edad de cornisa para quien roza el abismo como un sonámbulo.
Temía por Quijote de un capítulo a otro. Precisamente mi malicia de lector me
serenaba: al libro le quedaban páginas por delante a centenares, no podía morir
en las primeras. Me provocaba lágrimas de rabia ese escritor que abollaba a
golpes a su criatura. Y tras los bastonazos, las derrotas, a mayor penitencia
le abría los ojos, la abertura de un momento, para dejarle ver la realidad tan
miserable como era. Y, por el contrario, era él quien tenía razón, Quijote,
según mis diez años: nada era lo que parecía. La evidencia era un error, por
todas partes había un doble fondo y una sombra.
***
En aquellos años, no era raro que hablara solo. Me dirigía al
cuerpo:
—¿Cómo soportas todo esto?
Permanecía sosegado bajo la carga del turno de trabajo,
contestaba desde una paciencia desconocida. Yo me daba cuenta de que era un
animal antiguo, transmitido hasta mí por los antepasados que lo habían
domesticado a base de esfuerzos, peligros, ferocidades, escasez. Con el acta de
nacimiento se hereda el inmenso tiempo precedente impreso en el esqueleto.
Al borde del sueño me desprendía del cuerpo, me derrumbaba
en el vacío, mientras él se ponía a reparar fibras, a coser heridas, a
rastrillar energías para el día siguiente. Era un taller.
He habitado el cuerpo encontrándomelo ya lleno de fantasmas,
pesadillas, tarantelas, ogros y princesas. Los reconocía al toparme con ellos
en la espesura del tiempo asignado. A la chica no, ella fue una primicia
incluso para el cuerpo. Cerca de ella, reaccionaba con ímpetu en las vértebras,
hacia arriba en un crecimiento repentino. Me percataba del cuerpo, de su
interior, junto a ella: del latido de la sangre a flor de muñeca, del ruido del
aire en la nariz, del tráfico de la máquina corazón-pulmones. Junto a su cuerpo
exploraba el mío, calado en su interior, zarandeado como el cubo en el pozo.
Hay en el cuerpo nieve que no se derrite en ningún
Ferragosto, permanece en el aliento como el mar dentro de una concha vacía. No
maldigo esa nieve que me embutía los oídos.
Erri De Luca. Los
peces no cierran los ojos. Traducción de Carlos Gumpert Melgosa. Seix Barral.
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