Un libro nos convirtió en
amigos. Tú eras el muchacho de pueblo para el que el verano significaba
trabajar en el campo. Yo era el chico de ciudad taciturno y distante que te
acercaba un mundo de carreteras y rascacielos y muchachas maquilladas. Envidiaba
tu mirada y tus gestos confiados, parecías saber algo que no estaba al alcance
de nosotros, chicos de ciudad que descansábamos de las clases y los exámenes y
mirábamos todo aturdidos. Luego supe del abandono que sentías al vernos
marchar, nosotros llenos de sol, hierba, luciérnagas y caminos de tierra y a
ti, Huck, que te esperaban los inviernos junto al fuego de la cocina de leña,
los alumnos mezclados en la misma clase y tu mirada perdida fuera de la
ventana.
Me sentaba a leer Tom Sawyer apoyado en un roble, lejos de
otras miradas. Veía pasar los tractores por el camino y seguía la estela blanca
que dejaban tras de sí. Me atraían las formas difusas, las estelas y los faros,
las sombras y la luz primera. Leía a Twain y sentía que una nueva realidad se
abría delante de mí, que había otra forma de mirar más allá de lo aprendido en
la escuela, que la vida podía ser una aventura y no algo serio e inabordable.
Me veías en los atardeceres alargados del verano y te sorprendías de que
estuviese solo y no formase parte del grupo de muchachos que se bañaban juntos
en el río y planeaban pequeñas venganzas. Sellamos un pacto, formaríamos una alianza
inexpugnable, abandonaríamos nuestros nombres y seríamos Tom y Huck contra las
tías Pollys del mundo y los muertos con cicatrices.
Huck, sólo por hoy voy a dejar
mi vida en paréntesis y creer que nuestros recuerdos son reales y exactos, que
no están contaminados por el tiempo y las derrotas. Recuerdo las mañanas de
domingo, cuando los primeros rayos de sol se colaban por los huecos entre las
persianas y dibujaban extrañas formas naranjas sobre la pared y me levantaba
con el pecho agitado por la pronta aventura en nuestra parte del río.
Cruzábamos los maizales y los caminos de tierra, pasábamos junto a la iglesia y
veíamos sentados en grupos separados a los hombres vestidos de traje y mirada
huidiza y las mujeres de negro y manos entrelazadas, siempre aquel negro que
guardaba muertes y ausencias y que suponía una carga mayor que la de Sísifo, y
nos quedábamos en el umbral entre la luz y la sombra y escuchábamos sermones
sobre tinieblas y sufrimientos y esperábamos el momento donde los feligreses se
golpeaban a una el pecho y la iglesia amplificaba aquel sonido de tormenta y
tormentos. Llegábamos a nuestro propio Misisipí y nos bañábamos mirando al
cielo y nos preguntábamos por las tinieblas y los pecados bajo el techo de la
iglesia. Nos sentíamos libres en aquel recodo junto a la presa, las libélulas
volaban sobre nuestras cabezas y las arañas de agua formaban pequeñas hondas
que estremecían nuestros cuerpos y en la orilla quedaban restos de la balsa que
intentamos construir y que se hundió en el centro mismo del pozo, el más negro
abismo, la última frontera conocida. Salíamos purificados del agua. Recuerdo el
pequeño taller de carpintero de tu abuelo, la penumbra junto a la ventana, el
serrín y las motas de polvo en un rayo de luz, la mesa larga y firme, las
viejas herramientas, tus manos que arreglaban angazos y azadas y los arcos y flechas que hicimos para recrear
viejas batallas entre las ruinas de los pueblos abandonados, aquellos pueblos
donde las casas se replegaban sobre sí mismas y desaparecían poco a poco y sólo
se escuchaba el viento entre las piedras y cada sombra era un espíritu que
quería ser recordado por última vez, lugares que hoy han desaparecido por
completo y con ellos las historias y la memoria. El mundo está en perpetuo
cambio y desaparición, Huck. Nos aventurábamos por las estrechas sendas fuera
del camino, y buscábamos otras huellas en la vieja escuela o en una casa entre
zarzas. En aquellas expediciones descubrimos la muerte. Recuerda, Huck, la
golondrina que aleteaba nerviosa y sin fuerzas en el suelo. Buscamos gusanos
entre la tierra húmeda y mojamos nuestras navajas en charcos para que las gotas
de lluvia resbalasen por el filo y acabasen en su boca. Vimos agonizar a la
golondrina en el barro. No encontramos nada puro o heroico en su muerte, sí
soledad y dolor y miedo. Regresamos en silencio por el camino blanco, el frío
de la golondrina en nuestras manos. Recuerdo las tardes de tormenta, cuando mis
tías se encogían en la cocina de leña y apagaban las luces para que la tormenta
pasase sin vernos y temblaban y pronunciaban sortilegios y promesas. La línea
de oscuridad se acercaba desde los montes y nos engullía por entero. Era el
lenguaje de los muertos, Huck. Salíamos a la tormenta y nos dejábamos empapar y
ahí, en aquella lluvia torrencial, en el ruido de los truenos, en el viento
contra nuestra cara, estaba nuestro futuro. Recuerdo, y es lo último que
recuerdo, Huck, la última mentira que me creo, las luces y la música de verbena
en el prado, los muchachos que bailaban bajo las estrellas y nuestra mirada que
anhelaban sentir las formas de una mujer. Había luciérnagas en la oscuridad
fuera del prado y su luz verde parecía temblar a la par que las estrellas. Me
llevaste al cementerio y ahí, entre la luz de las estrellas y las luciérnagas y
la sombra de la verbena, me enseñaste la tumba de mis abuelos, mis raíces
hundidas en la tierra, mi memoria fuera de alcance. Agaché la cabeza y lloré,
lloré por las historias que desaparecen, por los días de aventuras y las noches
de meigas, por todos los sueños a los que he sido infiel, por esta vida que me alcanzó
y me dejó fuera de ella, y sin un amanecer al que volver.
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