El martes pasado leí un artículo en el New York Times sobre cómo sería verse lanzado al espacio exterior.
Era un pequeño recuadro en la parte izquierda de una de las páginas interiores
del suplemento de Ciencias de los martes, uno de esos artículos que rara vez se
adentran en ese aspecto interesante, personal, de las cosas: el asunto que un
relato breve de Philip K. Dick o Ray Bradbury trata a fondo con profundas
(aunque absolutamente irrelevantes) consecuencias morales. En realidad, esos
artículos del Times están sólo
destinados a facilitar a los directivos de inferior rango de Schwab y a los
aprendices de Ernst & Young con salario de esclavos temas descabellados que
les hagan parecer muy cultos ante sus colegas-competidores durante los primeros
minutos de calentamiento de cada mañana, y a que puedan sevirles de tema toda
la jornada. («Cuidado, Gosnold, si no quieres que lance inmediatamente al
espacio exterior todo ese análisis de mercado y a ti junto con él…». Fugaces
movimientos de cejas, sonrisas por todas partes).
No hay nada tan sorprendente en verse lanzado al espacio
exterior. La mayoría de nosotros no tardaría más de quince segundos en perder
la conciencia, de manera que toda consideración sensorial y anímica resulta
claramente irrelevante. El articulista del Times,
sin embargo, observaba que los más saludables
de entre nosotros (astronautas, pescadores de perlas de las Fiji) podrían, de
hecho, permanecer con vida y conscientes durante más de dos minutos, a menos
que contuvieran el aliento (yo no lo haría), en cuyo caso les estallarían los
pulmones; aunque no la piel, eso es interesante. Los datos no eran muy precisos
en lo que se refiere a la calidad de conciencia que persistiría: cómo se
sentiría uno o lo que podría pensar en esos últimos y delicados momentos, la
misma cantidad de tiempo que tardo en cepillarme los dientes o (a veces, según
parece) en echar una meada. No es difícil, sin embargo, imaginar que uno se
pondría a pensar en las musarañas dentro de la burbuja del casco, tratando de
asimilarlo, no queriendo desperdiciar los últimos y preciosos momentos
presurizados cayendo en un pánico absurdo. Interesándose probablemente en lo
que estuviera al alcance de la vista: las estrellas, los planetas, la esfera
verdiazul de la lejana Tierra, el curioso aspecto de la cercana, aunque tan
lejana, nave nodriza, blanca y acerada, con «Old Glory» pintado en la proa; la
atracción del abismo propiamente dicho. Resumiendo, uno intentaría pasar su
breve y último intervalo de vida de una manera agradable no prevista de
antemano. Aunque también cabe imaginar que esos dos últimos minutos pareciesen
una vida exageradamente prolongada. (Gran parte de lo que leo y veo en la tele
estos días, tengo que decir, parece encaminado a apartarme de la escena humana
de la forma más rápida e indolora posible: haciendo que lo desconocido no sea
tan penoso. Aun cuando el hecho de que las cosas tengan un final es a menudo lo
más interesante que tienen, en la medida en que en su mayor parte las cosas no
parecen acabar, ni mucho menos, con la suficiente rapidez).
Richard Ford.
Francamente, Frank. Traducción de Benito Gómez Ibánez. Anagrama.
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