Los resultados de las
elecciones de noviembre ni siquiera estuvieron igualados. Lindbergh consiguió
el cincuenta y siete por ciento del voto popular y, con un triunfo aplastante,
ganó en cuarenta y siete estados. Los únicos donde perdió fueron Nueva York, el
estado natal de FDR, y, tan solo por dos mil votos, Maryland, donde la gran población
de funcionarios federales votó abrumadoramente por Roosevelt, mientras que el
presidente pudo retener —como no le fue posible en ningún otro lugar por debajo
de la línea Mason-Dixon— la lealtad de casi la mitad de los votantes demócratas
del viejo sur. Aunque a la mañana siguiente a las elecciones predominaba la
incredulidad, sobre todo entre los encuestadores, el día después todo el mundo
pareció entenderlo todo, y los comentaristas de radio y los columnistas de la
prensa presentaron la noticia como si la derrota de Roosevelt hubiera estado predeterminada.
Según sus explicaciones, lo ocurrido era que los norteamericanos no habían sido
capaces de romper con la tradición de los dos mandatos presidenciales que
George Washington había instituido y que ningún presidente antes de Roosevelt
se había atrevido a cuestionar. Por otro lado, después de la Depresión, la renaciente
confianza tanto de jóvenes como mayores se había visto estimulada por la
relativa juventud de Lindbergh y su aspecto elegante y atlético, en tan marcado
contraste con los serios impedimentos físicos con los que FDR cargaba como
víctima de la poliomielitis. Y estaba también el prodigio de la aviación y el
nuevo estilo de vida que prometía: Lindbergh, que ya era el dueño del aire y
había batido el récord de vuelo de larga distancia, podía conducir con
conocimiento de causa a sus compatriotas al mundo desconocido del futuro
aeronáutico, al tiempo que les garantizaba con su conducta puritana y anticuada
que los logros de la ingeniería moderna no tenían por qué erosionar los valores
del pasado. Los expertos llegaron a la conclusión de que los norteamericanos
del siglo XX, cansados de enfrentarse a una crisis cada década, ansiaban la
normalidad, y lo que Charles A. Lindbergh representaba era la normalidad
elevada a unas proporciones heroicas, un hombre decente con cara de honradez y
una voz normal y corriente que había demostrado al planeta entero, de un modo
deslumbrante, el valor para ponerse al frente, la fortaleza para moldear la
historia y, naturalmente, la capacidad de trascender la tragedia personal. Si Lindbergh
prometía que no habría guerra, entonces no la habría: para la gran mayoría de
la población era así de sencillo.
Peores aún para nosotros que
el resultado de las elecciones, fueron las semanas que siguieron a la toma de
posesión, cuando el nuevo presidente norteamericano viajó a Islandia para
entrevistarse personalmente con Adolf Hitler y, tras dos días de conversaciones
«cordiales», firmar un «acuerdo» que garantizaba unas relaciones pacíficas
entre Alemania y Estados Unidos. Hubo manifestaciones contra el Acuerdo de
Islandia en una docena de ciudades norteamericanas, y discursos apasionados en
la Cámara Baja y el Senado pronunciados por congresistas demócratas que habían sobrevivido
a la aplastante victoria republicana y que condenaban a Lindbergh por tratar
con un tirano fascista asesino como su igual y aceptar como lugar de su reunión
un reino insular históricamente fiel a una monarquía democrática cuya conquista
los nazis ya habían llevado a cabo, una tragedia nacional para Dinamarca,
claramente deplorable para el pueblo y su rey, pero que la visita de Lindbergh
a Reykjavik parecía aprobar tácitamente.
Cuando el presidente regresó a
Washington desde Islandia (una formación de vuelo de diez grandes aviones de
patrulla de la armada que escoltaban al nuevo Interceptor Lockheed bimotor que él
mismo pilotaba), el discurso que dirigió a la nación constó solo de cinco
frases. «Ahora está garantizado que este gran país no participará en la guerra
en Europa.» Así comenzaba el histórico mensaje, y proseguía hasta su conclusión
del modo siguiente: «No nos uniremos a ningún bando bélico en ningún lugar del
globo. Al mismo tiempo, seguiremos armando a Estados Unidos y adiestrando a
nuestros jóvenes de las fuerzas armadas en el uso de la tecnología militar más
avanzada. La clave de nuestra invulnerabilidad es el desarrollo de la aviación
norteamericana, incluida la tecnología de los cohetes. De este modo, nuestros
límites continentales serán inexpugnables a los ataques desde el exterior, mientras
mantenemos una neutralidad estricta».
Diez días después, el
presidente firmó el Acuerdo de Hawai en Honolulú con el príncipe Fumimaro
Konoye, primer ministro del gobierno imperial japonés, y con Matsuoka, el
ministro de Asuntos Exteriores. Como emisarios del emperador Hirohito, ambos
habían firmado ya en Berlín, en septiembre de 1940, una triple alianza con los
alemanes y los italianos, un acuerdo en el que los japoneses refrendaban el
«nuevo orden en Europa» establecido bajo el liderazgo de Italia y Alemania,
que, a su vez, refrendaba el «Nuevo Orden en el Gran Este Asiático» establecido
por Japón. Asimismo, los tres países prometieron ayudarse militarmente en caso
de que alguno de ellos fuese atacado por una nación no comprometida en la
guerra europea o en la sino japonesa. Al igual que el Acuerdo de Islandia, el
Acuerdo de Hawai convertía a Estados Unidos en un miembro, en todos los
aspectos salvo el nombre, de la triple alianza del Eje, al extender el
reconocimiento norteamericano a la soberanía de Japón en Asia oriental y
garantizar que Estados Unidos no se opondría a la expansión japonesa en el
continente asiático, incluida la anexión de las Indias holandesas y la
Indochina francesa. Japón prometió reconocer la soberanía de Estados Unidos en
su propio continente, respetar la independencia política de la mancomunidad norteamericana
de las Filipinas (programada para que entrara en vigor en 1946) y aceptar los
territorios norteamericanos de Hawai, Guam y Midway como posesiones
estadounidenses permanentes en el Pacífico.
En el período subsiguiente a
los acuerdos, se alzaron por doquier los gritos de norteamericanos que decían:
«¡No a la guerra, no a que los jóvenes luchen y mueran, nunca más!». Decían que
Lindbergh podía tratar con Hitler, que este le respetaba por ser quien era, que
Mussolini e Hirohito le respetaban por ser quien era. Los únicos que estaban
contra él, afirmaba la gente, eran los judíos. Y, en efecto, así era en
Norteamérica. Todo lo que los judíos podían hacer era preocuparse. En la calle,
nuestros mayores especulaban sin cesar acerca de lo que nos harían, y en quién
podíamos confiar para que nos protegiera y cómo podríamos protegernos a
nosotros mismos. Los niños como yo volvíamos a casa de la escuela asustados y perplejos,
incluso llorosos, debido a lo que los chicos mayores comentaban entre ellos, lo
que, durante sus comidas en Islandia, Lindbergh le había dicho de nosotros a
Hitler y lo que este le había dicho a Lindbergh de nosotros. Uno de los motivos
por los que mis padres decidieron mantener los planes, trazados mucho tiempo atrás,
de visitar Washington fue el de convencernos a Sandy y a mí, tanto si ellos
mismos se lo creían como si no, de que no había cambiado nada aparte de que FDR
ya no era el presidente. Estados Unidos no era un país fascista y no lo sería,
al margen de lo que Alvin había predicho. Había un nuevo presidente y un nuevo Congreso,
pero uno y otros estaban obligados a respetar la ley tal como figuraba en la
Constitución. Eran republicanos, eran aislacionistas y, entre ellos, sí, había
antisemitas (como también los había entre los sureños del propio partido de
FDR), pero había una gran distancia entre eso y la condición de nazi. Además,
uno solo tenía que escuchar a Winchell los domingos por la noche, cuando arremetía
contra el nuevo presidente y «su amigo Joe Goebbels», o escuchar su enumeración
de los terrenos que el Departamento de Interior estaba considerando para
levantar en ellos campos de concentración (terrenos situados principalmente en
Montana, el estado natal del vicepresidente partidario de la «unidad nacional» de
Lindbergh, el demócrata aislacionista Burton K. Wheeler) para no tener duda del
entusiasmo con que la nueva administración estaba siendo escrutada por los
reporteros favoritos de mi padre, como Winchell, Dorothy Thompson, Quentin
Reynolds y William L. Shirer, y, desde luego, por la redacción de PM. Incluso yo esperaba mi turno para
echar un vistazo a PM cuando mi padre
lo traía a casa por la noche, y no solo para leer la tira cómica de Barnaby u hojear las páginas de
fotografías, sino para tener en mis manos una prueba documental de que, pese a
la increíble rapidez con que parecía estar alterándose nuestra condición de
norteamericanos, seguíamos viviendo en un país libre.
Después de que Lindbergh
jurase su cargo el 20 de enero de 1941, FDR regresó con su familia a la finca
de Hyde Park, Nueva York, y desde entonces no se le había vuelto a ver ni
escuchar. Puesto que fue en la casa de Hyde Park, en su infancia, donde empezó
a interesarse por el coleccionismo de sellos (cuando su madre, según se decía,
le dio sus propios álbumes de cuando era niña), yo le imaginaba allí dedicando
todo su tiempo a ordenar los centenares de ejemplares que había acumulado
durante los ocho años pasados en la Casa Blanca. Como sabía cualquier
coleccionista, ningún presidente anterior había encargado la emisión de tantos
sellos nuevos, corno tampoco había habido ningún otro presidente involucrado de
una manera tan estrecha con el Departamento Postal. Prácticamente, mi primer
objetivo cuando tuve mi álbum fue acumular todos los sellos de los que me
constaba que FDR había intervenido en su diseño o sugerido personalmente,
empezando por el de tres centavos de Susan B. Anthony, emitido en 1936, que conmemoraba
el decimosexto aniversario de la enmienda que autorizaba el voto a las mujeres,
y el de cinco centavos de Virginia Dare, emitido en 1937, que señalaba el
nacimiento en Roanoke trescientos cincuenta años atrás del primer inglés nacido
en Norteamérica. El sello del día de la Madre, emitido en 1934 y diseñado
originalmente por FDR, en cuyo ángulo izquierdo figuraba la leyenda «En memoria
y honor de las madres de América» y, en el centro, el célebre retrato de su
madre realizado por el artista Whistler, me lo dio mi propia madre en una hoja
de cuatro para contribuir al avance de mi colección. Ella también me había
ayudado a comprar los siete sellos conmemorativos que Roosevelt aprobó durante
su primer año en la presidencia, y que yo deseaba tener porque en cinco de ellos
destacaba la cifra «1933», el año en que nací.
Antes de partir hacia
Washington, pedí permiso a mis padres para llevarme el álbum de sellos. Ella se
negó al principio, por temor a que lo perdiera y luego me sintiera desolado,
pero luego se dejó convencer cuando insistí en la necesidad de llevar por lo
menos los sellos del presidente, es decir, la serie de dieciséis que poseía
desde 1938 y que progresaba secuencialmente y por valor desde George Washington
hasta Calvin Coolidge. El sello dedicado al Cementerio Nacional de Arlington,
de 1922, y los del Lincoln Memorial y los edificios del Capitolio, de 1923,
eran demasiado caros para mi presupuesto, pero de todos modos ofrecí como una
razón más para llevarme la colección en el viaje el hecho de que los tres
famosos lugares estaban claramente representados en blanco y negro en la página
del álbum reservada para ellos. La verdad es que tenía miedo de dejar el álbum
en el piso vacío debido a la pesadilla que había tenido, temeroso de que, ya
fuese porque no había extraído el sello de correo aéreo de diez centavos en el
que figuraba Lindbergh, ya porque Sandy había mentido a nuestros padres y sus
dibujos de Lindbergh seguían intactos debajo de la cama, o porque una traición filial
conspiraba con la otra, durante mi ausencia se produjera una maligna
transformación y mis desprotegidos Washingtons se convirtieran en Hitlers y
hubiera esvásticas impresas sobre mis parques nacionales.
Philip Roth. La conjura contra América. Traducción de Jordi Fibla. Random
House Mondadori
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