luz, centelleando como conchas. Era una visión
fascinante. Aunque no soplaba el viento, aquellas estrellitas doradas
susurraban a mi alrededor. Como las hojas eran muy finas caían sobre la tierra
despacio, en silencio. Desde que se desgajaban de la rama hasta que llegaban al
suelo, iban reflejando la luz de diferentes maneras, según incidieran los rayos
solares. Parecían no tener prisa mientras irradiaban la gama de variaciones
luminosas. Era una danza graciosa esa caída de las hojas. Al contemplarlas daba
la impresión de que no caían, sino que se divertían planeando en el aire.
Reinaba una calma absoluta.
Es
erróneo pensar que una tranquilidad absoluta requiere la ausencia total de
movimiento. Cuando un objeto se mueve en un espacio de tranquilidad total es
cuando percibimos mejor la calma que lo rodea. Aún más, si el objeto en
movimiento oscila lo suficiente, sin exagerar, o si el movimiento en sí mismo
expresa calma y nos hace percibir esa tranquilidad en todas partes, en ese
momento experimentaremos una vivencia de profundo sosiego. Tal era el efecto
preciso que creaban las hojas de ginkgo meciéndose en el aire, sin que las
perturbase la brisa. Como caían noche y día sin cesar, las pequeñas
hojas con forma de abanico cubrían el pie del árbol, de modo que la base de
tierra negra apenas se podía ver. Me preguntaba si los monjes habían decidido
no barrer esta parte porque les resultaba trabajoso, o si tal vez habían dejado
amontonarse intencionadamente las hojas porque les complacía admirarlas. En todo
caso, era una visión espléndida.
Natsume Soseki. La herencia del gusto. Traducción
de Emilio Masiá y Moe Kuwano. Ediciones Sígueme
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