Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 11 de septiembre de 2015

Natsume Soseki en La herencia del gusto



Cada año por esta fecha el ginkgo muda todas sus hojas; queda completamente pelado como la cabeza rasurada del bonzo, y sus ramas alisadas por el viento otoñal emiten sonidos quejumbrosos. Pero este año, como la temperatura todavía era cálida y suave, aún lucía hojas en sus ramas más altas. Si uno se sitúa al pie del árbol y levanta la mirada, puede ver las formas doradas sumergiéndose en la suave luz, centelleando como conchas. Era una visión fascinante. Aunque no soplaba el viento, aquellas estrellitas doradas susurraban a mi alrededor. Como las hojas eran muy finas caían sobre la tierra despacio, en silencio. Desde que se desgajaban de la rama hasta que llegaban al suelo, iban reflejando la luz de diferentes maneras, según incidieran los rayos solares. Parecían no tener prisa mientras irradiaban la gama de variaciones luminosas. Era una danza graciosa esa caída de las hojas. Al contemplarlas daba la impresión de que no caían, sino que se divertían planeando en el aire. Reinaba una calma absoluta.
Es erróneo pensar que una tranquilidad absoluta requiere la ausencia total de movimiento. Cuando un objeto se mueve en un espacio de tranquilidad total es cuando percibimos mejor la calma que lo rodea. Aún más, si el objeto en movimiento oscila lo suficiente, sin exagerar, o si el movimiento en sí mismo expresa calma y nos hace percibir esa tranquilidad en todas partes, en ese momento experimentaremos una vivencia de profundo sosiego. Tal era el efecto preciso que creaban las hojas de ginkgo meciéndose en el aire, sin que las perturbase la brisa. Como caían noche y día sin cesar, las pequeñas hojas con forma de abanico cubrían el pie del árbol, de modo que la base de tierra negra apenas se podía ver. Me preguntaba si los monjes habían decidido no barrer esta parte porque les resultaba trabajoso, o si tal vez habían dejado amontonarse intencionadamente las hojas porque les complacía admirarlas. En todo caso, era una visión espléndida.
Natsume Soseki. La herencia del gusto. Traducción de Emilio Masiá y Moe Kuwano. Ediciones Sígueme

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