A lo largo de más de dos
milenios, las matemáticas habían evolucionado de forma descontrolada, como un
árbol cuyas ramas se cruzaban, chocaban y se entretejían. Los descubrimientos
de babilonios, egipcios, griegos, árabes e indios, y luego los avances logrados
en el Occidente moderno, habían convertido la aritmética en una especie de
monstruo de mil cabezas, cuya verdadera naturaleza nadie alcanzaba a
comprender. Aunque se trataba del instrumento científico más objetivo y evolucionado
de la humanidad, utilizado a diario por millones de hombres para resolver
problemas prácticos, nadie sabía si, en medio de su infinita diversidad, era posible
que las matemáticas contuviesen un germen en descomposición, un hongo o un
virus que desacreditara sus resultados.
Los griegos fueron los
primeros en advertir esta posibilidad, al descubrir las paradojas. Como
constataron Zenón, y más tarde otros estudiosos de la aritmética y la
geometría, la estricta aplicación de la lógica a veces producía sinsentidos o contradicciones
que no podían resolverse con claridad. Muchas paradojas eran conocidas desde la
antigüedad clásica, como la aporía de Aquiles y la Tortuga que negaba el
movimiento o la paradoja de Epiménides, según la cual una proposición se negaba
y se afirmaba a la vez. Pero fue en las postrimerías de la Edad Media cuando las
irregularidades comenzaron a multiplicarse como una plaga maligna. Esta
herejía, que ofuscó tanto a los pitagóricos como a los Padres de la Iglesia,
ponía en evidencia que la ciencia podía equivocarse,
contrariamente a lo que se pensaba hasta entonces.
Para revertir esta tendencia
caótica, numerosos hombres de ciencia trataron de sistematizar las matemáticas
y las leyes que las gobernaban. Uno de los primeros en realizar esta labor fue
Euclides, el cual, en sus Elementos, intentó
derivar todas las reglas de la geometría a partir de cinco axiomas básicos. Más
tarde, filósofos y matemáticos como René Descartes, Immanuel Kant, Frank Boole,
Gottlob Frege y Giuseppe Peano buscaron hacer lo mismo en campos tan alejados
como la estadística y el cálculo infinitesimal, con resultados poco
concluyentes. Entre tanto, habían aparecido nuevas paradojas, como las
introducidas por Georg Cantor en su teoría de conjuntos.
Al iniciarse el siglo XX, la
situación era aún más confusa que antes. Conscientes de las aberraciones
derivadas de las teorías de Cantor, los matemáticos ingleses Bertrand Russell y
Albert North Withehead se unieron para tratar de reelaborar todas las
matemáticas a partir de unos cuantos principios básicos, tal como había hecho
Euclides dos mil años atrás, en lo que ellos denominaron «teoría de los tipos».
Como resultado de este método publicaron, entre 1903 y 1910, un tratado monumental,
titulado The Principies of Mathematics —o
Principia Mathematica, en una clara alusión
a la obra maestra de Newton—, gracias al cual deberían desaparecer las incómodas
contradicciones del saber matemático anterior.
Desafortunadamente, la obra
era tan vasta y compleja que, al final, nadie quedó convencido de que a partir
de sus postulados podrían derivarse todas las demostraciones posibles sin caer
jamás en un sinsentido. Poco después de la aparición de los Principia,
David Hilbert, un matemático de la Universidad de Gotinga, leyó durante un congreso
en París una ponencia que se conoció a partir de entonces como Programa
de Hilbert. En él se presentaba una lista de los grandes problemas
aún no resueltos por las matemáticas —la tarea para los especialistas del futuro—,
entre los que se hallaba, señaladamente, la llamada «cuestión de la completitud».
La pregunta era, básicamente, si el sistema descrito en los Principia
Mathematica —o cualquier otro sistema
axiomático— era coherente y completo, es decir, si contenía o no
contradicciones y si cualquier proposición aritmética podía ser derivada a
través de sus postulados. Hilbert pensaba que la respuesta sería afirmativa,
como señaló a sus colegas reunidos en París: «Todo problema matemático es
susceptible de solución; todos nosotros estamos convencidos de esto. Después de
todo, una de las cosas que más nos atraen cuando nos dedicamos a un problema matemático
es precisamente que en nuestro interior siempre oímos la llamada aquí
está el problema, hay que darle una solución;
ésta se puede encontrar sólo con el puro pensamiento, porque en matemáticas no
existe el ignorabimus.»
El Programa
de Hilbert era la Biblia de los matemáticos y lógicos del mundo —le explicó
Von Neumann a Bacon—. Resolver uno solo de sus problemas significaba convertirse
en un hombre famoso. ¿Lo imagina? Cientos de jóvenes, en todas partes del
mundo, quebrándose la cabeza con tal de encajar una sola pieza en el gigantesco
rompecabezas trazado por Hilbert. Quizás usted, como físico, no sea capaz de comprender
la magnitud del reto… Había que probar que uno era el mejor… La carrera era,
pues, no sólo contra aquellos rivales incógnitos, sino contra el tiempo. Una
verdadera locura.
—Supongo que usted también
trató de resolver los problemas de Hilbert, profesor —lo incitó Bacon, sabiendo
de antemano la respuesta, pero dando oportunidad a que la vanidad de Von
Neumann saltase sobre él como un tigre hambriento.
—Desde luego, Bacon, todos lo
intentamos… De hecho, lo seguimos intentando. Durante varios meses, me
obsesioné con el desafío relativo a los Principia Mathematica —Von
Neumann se acarició la barbilla, oscureciendo el tono de su voz como si se dispusiese
a narrar una historia de suspenso—, el mismo que retomó más tarde, con mejor
suerte que yo, el profesor Gödel. Al principio, creí haber hallado el camino correcto…
Mi intuición me señalaba que la meta no era tan imposible de alcanzar como
había previsto… ¿Nunca ha tenido usted esa sensación que le eriza a uno la piel,
como si alguien rasgase una pizarra con las uñas? Era grandioso…
—¿Y qué sucedió entonces?
—De repente, me detuve en
seco, como si un muro se hubiese atravesado en la carretera —Von Neumann
agitaba las manos como si en realidad hubiese estado a punto de estrellarse—.
Mi mente quedó en blanco, paralizada… Estaba hecho pedazos. El vacío del
fracaso, usted sabe… no me quedó más remedio que meterme en la cama y dormir
hasta el día siguiente. Al despertar, me di cuenta de que había sucedido algo
maravilloso: en sueños, había descubierto la forma de continuar mis demostraciones.
¡Lo había soñado, Bacon, como un
profeta inspirado por la voz del Creador! Me sumí, frenéticamente, en mis
papeles… Ahora estaba seguro de que iba a lograrlo —sus manos parecían
acariciar un trofeo imaginario—. Pero de nuevo, al llegar a un punto
culminante, la inspiración me volvió a abandonar. Así, sin más… Otra vez estaba
como al principio. Varado.
—¡Oh! —Bacon adivinó que en
ese momento debía hacer una exclamación de entusiasmo y pedirle a Von Neumann
que acelerase su relato—: ¿Y entonces?
—Esperé a la noche y, tal como
lo suponía, me sumergí en otro profundo sueño…
—¿Y volvió a encontrar el hilo
perdido?
—¡Exacto! Era una especie de
milagro… Mi demostración seguía un trayecto riguroso y perfecto. Estaba
convencido de que sería célebre al apuntar en mi currículo uno de los temas del
Programa de Hilbert…
—¿Y por qué no ocurrió así,
profesor?
—Mi buen amigo Bacon —Von
Neumann dibujó una amplia sonrisa con sus labios gruesos y resecos—, ¡fue una
verdadera fortuna para las matemáticas que yo no soñara nada aquella noche!
Cuando en 1931 resolvió
finalmente el problema, Gödel era un joven matemático prácticamente desconocido.
Su artículo, titulado «Sobre proposiciones formalmente indecidibles de los Principia
Mathematica y sistemas similares. I», cayó como un cubo de agua que
destempló para siempre el optimismo de Hilbert. En sus páginas, Gödel no sólo
demostraba que en los Principia Mathematica podía
existir una proposición que al mismo tiempo fuese verdadera e indemostrable
—esto es, indecidible—, sino que
esto ocurriría, necesariamente, con
cualquier sistema axiomático, con cualquier tipo de matemáticas existente ahora
o que fuese a existir en el futuro. En contra de las previsiones de todos los
especialistas, las matemáticas eran, sin asomo de duda, incompletas.
Con sus sencillos
razonamientos, Gödel echó por tierra la idea romántica de que las matemáticas
eran capaces de representar completamente al mundo, libres de las contradicciones
de la filosofía. Su éxito fue tan rotundo, que ya ni siquiera tuvo la necesidad
de escribir el proyectado capítulo II de su artículo. Para él, su misión de dinamitero
había concluido. Lo más sorprendente era la sencillez con la cual Gödel había
logrado su objetivo. Reformulando la antigua paradoja de Epiménides —y, de hecho,
el sustrato de todas las paradojas matemáticas—, había hallado un teorema que
probaba sus hipótesis. Era éste:
A cada clase k w‐consistente y recursiva de formulae corresponden signos de clase r recursivos, de modo que ni v Gen r ni Neg (v Gen r) pertenecen a Flg (k) (donde v es la variante libre de r).
Cuya traducción aproximada
sería: «Toda formulación axiomática de teoría de los números incluye
proposiciones indecidibles.» En términos simples, Gödel decía lo siguiente:
«Esta aseveración de teoría de los números no tiene ninguna demostración en el
sistema de los Principia Mathematica.»
Una ampliación posible: «Esta proposición de teoría de los números no tiene
ninguna demostración dentro de la teoría de los números.» Lo cual también puede
enunciarse de este modo: «Esta proposición de la lógica no es demostrable con
las leyes de esta misma lógica.» O incluso, extendiéndola a los vericuetos de
la psicología: «Esta idea sobre mí no puede ser demostrada desde el interior de
mí mismo.»
En resumen, Gödel afirmaba que
en cualquier sistema —en cualquier ciencia, en cualquier lengua, en cualquier
mente— existen aseveraciones que son ciertas pero que no
pueden ser comprobadas. Por más que uno se esfuerce, por más
perfecto que sea el sistema que uno haya creado, siempre existirán dentro de él
huecos y vacíos indemostrables, argumentos paradójicos que se comportan como
termitas y devoran nuestras certezas. Si la teoría de la relatividad de
Einstein y la teoría cuántica de Bohr y sus seguidores se habían encargado de
demostrar que la física había dejado de ser una ciencia exacta —un compendio de
afirmaciones absolutas—, ahora Gödel hacía lo mismo con las matemáticas. Nadie
estaba a salvo en un mundo que comenzaba a ser dominado por la incertidumbre.
Gracias a Gödel, la verdad se tornó más huidiza y caprichosa que nunca.
Jorge Volpi. En busca de Klingsor. Editorial Seix Barral.
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