Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

martes, 12 de mayo de 2020

-15. Fante

Me despierta de mi ensoñación el repique de la lluvia sobre las hojas de un limonero en el patio de abajo. Estoy junto a la ventana de la habitación, leyendo en la penumbra de la tarde mientras las sombras se mueven lentas por la pared blanca de la habitación y entre las páginas. Cualquier movimiento, cualquier sonido, ahí fuera, un hombre que suelta la correa de su perro, el ascensor de la estación del metro subiendo la ladera del monte, la primera ventana iluminada en la tarde, un niño que grita el nombre de su padre, los patos que vuelan fuera del río en busca de refugio al atardecer, hace que levante la mirada fuera de la ventana: movimientos y sonidos que se amplifican en este primer día de confinamiento colectivo y que son como piedras lanzadas a un río, ondas que buscan una orilla hasta desaparecer y la superficie del río de nuevo tranquila hasta el siguiente temblor. Vuelvo al libro, y ese gesto, pasar de la realidad circundante a la ficción, es cruzar una frontera imaginaria como todas las fronteras, y el punto intermedio entre realidad y ficción es el punto exacto donde me encuentro. Entonces, tomo aire, el tiempo y la espera un camino a atravesar en las próximas semanas.


(coda) Ahora, los aplausos y silbidos y gritos en los balcones, un primer gesto colectivo de acercamiento y reconocimiento, de conjurar la angustia y la rendición y fortificarnos en estos días de emociones de barro.

Leo.


***

Esta mañana, después de comprar el pan y sacar dinero de un cajero, esos cinco minutos donde apenas nadie, apenas nada, el gorjeo de un pájaro, el motor de un coche lejano, las siluetas en los balcones, las miradas en silencio de quienes nos cruzábamos por la acera de vuelta a casa, aturdidos por este inicio de encierro, saqué una primera fotografía de mi biblioteca. Pensé en hablar de aquellos libros y autores que me acompañaron en los últimos meses y compartir una impresión rápida a través de whatsapp, por si alguien, por si el eco, después de los mensajes de amigos donde el ánimo el miedo la rabia la voluntad donde la sonrisa el sueño la fragilidad la espera nuestros mensajes: la tímida luz de una vela en la distancia. Elegí a John Fante, por el peso de las raíces, por las palabras justas, el humor soterrado, la lucha y la derrota y la búsqueda de una voz propia.


En la habitación de mi madre había un viejo baúl. Era el baúl más viejo que había visto en mi vida. Era uno de esos baúles de tapa abovedada que parece la barriga de un gordo. Dentro del baúl, debajo de un vestido de novia que nunca se usaba porque era un vestido de novia, y de una cubertería de plata que tampoco se usó nunca porque era un regalo de boda, y debajo de toda clase de cintas de colores, botones y partidas de nacimiento, debajo de todo esto había una caja con fotos de familia. Mi madre no permitía que nadie abriera aquel baúl y tenía la llave escondida. Pero un día encontré
la llave. La encontré debajo de una esquina de la alfombra.
La primavera de aquel año, cuando llegaba del colegio por la tarde me encontraba a mi madre trajinando en la cocina. De tanto trabajar tenía los brazos fláccidos y blancos como el yeso seco, el cabello ralo y pegado a la cabeza, y los ojos, grandes y tristes, hundidos en las cuencas.
¡La foto!, pensaba yo. ¡Ah, aquella foto del baúl!
Cuando mi madre no miraba, entraba a hurtadillas en su dormitorio, cerraba la puerta y abría el baúl. Allí había muchas fotografías y a mí me gustaban todas, pero había una en especial que mis dedos anhelaban tocar y mis ojos ansiaban ver desde que vi a mi madre de aquella manera: era una foto suya y se la habían hecho una semana antes de que se casara con mi padre.
¡Qué foto!
Aparecía sentada en el brazo de un lujoso sillón, con un vestido blanco que le llegaba hasta los pies. Las mangas eran amplias y vaporosas, unas mangas muy elegantes. El vestido apenas tenía escote y en el cuello lucía un camafeo colgado de una fina cadena de oro. Llevaba el sombrero más grande que había visto en mi vida. Le tapaba completamente los hombros como si fuera una sombrilla blanca, tenía el ala levemente inclinada y le cubría todo el cabello menos los prietos bucles oscuros que le caían por detrás. Pero distinguía sus melancólicos ojos verdes, tan grandes que ni siquiera aquel sombrero los podía ocultar.
Yo me quedaba mirando aquella extraña fotografía, la besaba, lloraba sobre ella, feliz porque aquella imagen había sido realidad en otro tiempo. Y recuerdo una tarde en que me la llevé a la orilla del arroyo, la puse encima de una piedra y le recé. Y en la cocina estaba mi madre, prisionera entre cazos y sartenes: una mujer que ya no era la encantadora mujer de la fotografía.
Y lo mismo pasaba conmigo, un muchacho que volvía a casa de la escuela.
Otros días hacía otras cosas. Me ponía delante del espejo del armario con la foto a la altura de la oreja, de cara al espejo redondo. Una sensación turbadora se apoderaba de mí entonces y sentía un escalofrío de placer. ¡Qué increíble aquella gran señora, aquella reina! Y recuerdo que me quedaba sin palabras.
La madre que estaba en la cocina en aquellos momentos no era mi madre. No lo habría aceptado. Mi madre era aquella otra, la señora de la pamela. ¿Por qué no podía recordar nada de ella? ¿Por qué tenía yo que ser tan pequeño cuando nací? ¿Por qué no pude nacer con catorce años? No podía recordar nada. ¿Cuándo había cambiado mi madre? ¿Qué causó el cambio? ¿Cómo había envejecido? Acabé convenciéndome de que si alguna vez hubiera visto a mi madre tan hermosa como en la fotografía, le habría pedido inmediatamente que se casara conmigo.
John Fante. El vino de la juventud. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama.