Me despierta de mi ensoñación el repique de la lluvia sobre
las hojas de un limonero en el patio de abajo. Estoy junto a la ventana de la
habitación, leyendo en la penumbra de la tarde mientras las sombras se mueven
lentas por la pared blanca de la habitación y entre las páginas. Cualquier
movimiento, cualquier sonido, ahí fuera, un hombre que suelta la correa de su
perro, el ascensor de la estación del metro subiendo la ladera del monte, la
primera ventana iluminada en la tarde, un niño que grita el nombre de su padre,
los patos que vuelan fuera del río en busca de refugio al atardecer, hace que
levante la mirada fuera de la ventana: movimientos y sonidos que se amplifican
en este primer día de confinamiento colectivo —y que son como piedras lanzadas a un río, ondas que
buscan una orilla hasta desaparecer y la superficie del río de nuevo tranquila
hasta el siguiente temblor. Vuelvo al libro, y ese gesto, pasar de la realidad
circundante a la ficción, es cruzar una frontera —imaginaria como todas las fronteras—, y el punto intermedio
entre realidad y ficción es el punto exacto donde me encuentro. Entonces, tomo
aire, el tiempo y la espera un camino a atravesar en las próximas semanas.
(coda) Ahora, los aplausos y silbidos y gritos en los balcones,
un primer gesto colectivo de acercamiento y reconocimiento, de conjurar la
angustia y la rendición y fortificarnos en estos días de emociones de barro.
Leo.
***
Esta mañana, después de comprar el pan y sacar dinero de un
cajero, esos cinco minutos donde apenas nadie, apenas nada, el gorjeo de un
pájaro, el motor de un coche lejano, las siluetas en los balcones, las miradas
en silencio de quienes nos cruzábamos por la acera de vuelta a casa, aturdidos
por este inicio de encierro, saqué una primera fotografía de mi biblioteca.
Pensé en hablar de aquellos libros y autores que me acompañaron en los últimos
meses y compartir una impresión rápida a través de whatsapp, por si alguien, por si el eco, después de los mensajes de
amigos donde el ánimo el miedo la rabia la voluntad donde la sonrisa el sueño
la fragilidad la espera —
nuestros mensajes: la tímida luz de una vela en la distancia. Elegí a John
Fante, por el peso de las raíces, por las palabras justas, el humor soterrado,
la lucha y la derrota y la búsqueda de una voz propia.
En la habitación de mi madre había un viejo baúl. Era el
baúl más viejo que había visto en mi vida. Era uno de esos baúles de tapa
abovedada que parece la barriga de un gordo. Dentro del baúl, debajo de un
vestido de novia que nunca se usaba porque era un vestido de novia, y de una
cubertería de plata que tampoco se usó nunca porque era un regalo de boda, y
debajo de toda clase de cintas de colores, botones y partidas de nacimiento,
debajo de todo esto había una caja con fotos de familia. Mi madre no permitía
que nadie abriera aquel baúl y tenía la llave escondida. Pero un día encontré
la llave. La encontré debajo de una esquina de la alfombra.
La primavera de aquel año, cuando llegaba del colegio por la
tarde me encontraba a mi madre trajinando en la cocina. De tanto trabajar tenía
los brazos fláccidos y blancos como el yeso seco, el cabello ralo y pegado a la
cabeza, y los ojos, grandes y tristes, hundidos en las cuencas.
¡La foto!, pensaba yo. ¡Ah, aquella foto del baúl!
Cuando mi madre no miraba, entraba a hurtadillas en su
dormitorio, cerraba la puerta y abría el baúl. Allí había muchas fotografías y
a mí me gustaban todas, pero había una en especial que mis dedos anhelaban
tocar y mis ojos ansiaban ver desde que vi a mi madre de aquella manera: era
una foto suya y se la habían hecho una semana antes de que se casara con mi
padre.
¡Qué foto!
Aparecía sentada en el brazo de un lujoso sillón, con un
vestido blanco que le llegaba hasta los pies. Las mangas eran amplias y
vaporosas, unas mangas muy elegantes. El vestido apenas tenía escote y en el
cuello lucía un camafeo colgado de una fina cadena de oro. Llevaba el sombrero
más grande que había visto en mi vida. Le tapaba completamente los hombros como
si fuera una sombrilla blanca, tenía el ala levemente inclinada y le cubría
todo el cabello menos los prietos bucles oscuros que le caían por detrás. Pero
distinguía sus melancólicos ojos verdes, tan grandes que ni siquiera aquel
sombrero los podía ocultar.
Yo me quedaba mirando aquella extraña fotografía, la besaba,
lloraba sobre ella, feliz porque aquella imagen había sido realidad en otro
tiempo. Y recuerdo una tarde en que me la llevé a la orilla del arroyo, la puse
encima de una piedra y le recé. Y en la cocina estaba mi madre, prisionera
entre cazos y sartenes: una mujer que ya no era la encantadora mujer de la
fotografía.
Y lo mismo pasaba conmigo, un muchacho que volvía a casa de
la escuela.
Otros días hacía otras cosas. Me ponía delante del espejo
del armario con la foto a la altura de la oreja, de cara al espejo redondo. Una
sensación turbadora se apoderaba de mí entonces y sentía un escalofrío de
placer. ¡Qué increíble aquella gran señora, aquella reina! Y recuerdo que me
quedaba sin palabras.
La madre que estaba en la cocina en aquellos momentos no era
mi madre. No lo habría aceptado. Mi madre era aquella otra, la señora de la
pamela. ¿Por qué no podía recordar nada de ella? ¿Por qué tenía yo que ser tan
pequeño cuando nací? ¿Por qué no pude nacer con catorce años? No podía recordar
nada. ¿Cuándo había cambiado mi madre? ¿Qué causó el cambio? ¿Cómo había
envejecido? Acabé convenciéndome de que si alguna vez hubiera visto a mi madre
tan hermosa como en la fotografía, le habría pedido inmediatamente que se
casara conmigo.
John Fante. El vino
de la juventud. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama.
2 comentarios:
Fante y la vida se complementan.
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