El sonido de la mañana: el ruido constante de un motor. Y
ese ruido, fuera de la ventana, es el recuerdo de los días anteriores a nuestro
confinamiento, cuando la rutina, los proyectos, la lluvia en la ropa, la
humedad de la niebla en la cara. Por debajo de ese motor —una grúa excavadora que
abre la tierra de un solar desde días atrás—, las campanas de la iglesia, nunca antes
percibidas, y algún ladrido. Sin apenas darme cuenta la vida que solía vivir ha
pasado a un segundo plano y sólo hay tiempo y preguntas y una vulnerabilidad
perpetua —mi vulnerabilidad:
la espera ante una pandemia que no deja que nada se pose y mantiene la vida en
el aire, sólo los objetos parecen mantener su constancia de objetos; el miedo a
que alguien que amo sienta dolor, que yo sienta dolor; los momentos de un
olvido ligero cuando los libros y escribir e ir al trabajo; las preguntas sobre
el mundo invisible que atravesamos con nuestros cuerpos y que nos atraviesa; el
hueco en mis brazos—.
A veces, como juego, lanzo una flecha de tiempo hacia el futuro e imagino los
días tras el confinamiento, días de luz de agosto y noches de lluvia de
estrellas donde pedir deseos de niño, una flecha que se clava en la tierra del mañana
donde un banco, un libro, los rayos de sol que tardarán ocho minutos en caer
sobre mi piel, donde los niños en parques y los pasillos estrechos entre las
estanterías de la biblioteca y el hueco en mis brazos saciado.
Nos dividen en dos grupos. Para trabajar noches alternas en
el pabellón postal. Soy el primero en entrar. Durante una hora, estoy solo
entre carros y jaulas vacías, en silencio. Mis guantes son mitones. Por el uso.
Asoman desnudas las yemas de mis dedos entre el rojo y negro de la tela. Y
siento una primera congoja al tocar los objetos, su superficie metálica o
plástica: el mundo invisible que me atraviesa, que atravieso. Mis manos y la
congoja. Hasta que entra el primer compañero, una hora más tarde. Hasta la
palabra.
(coda) Es el tiempo de los balcones y ventanas. Salgo a la
compra —el
cansancio y la preocupación y el hartazgo en la cara de las empleadas— y un niño toca la
pandereta, unas mujeres hablan mientras tienden la ropa, unos niños corren en un
patio cerrado, un hombre fuma mirando a la nada y otro hace ejercicio en la
barandilla de su balcón. Es el tiempo de los balcones y ventanas, es el tiempo
de mi niñez. Y a las ocho de la noche, los aplausos y silbidos y gritos.
Leo.
***
Hago una foto de un par de libros de Ana Blandiana. Son
recomendaciones. Y mensajes en una botella. Por si alguno de mis familiares y
amigos los recoge. Para ocupar unos minutos de mi mente fuera de. Dice
Blandiana: Lo fantástico no se opone a lo
real, es sólo su representación más llena de significados. Y así son sus
cuentos, lo fantástico que irrumpe y se mezcla en lo real, y hablan de miles de
mariposas que se mueven a una en una capilla, su presencia una estela lóbrega, de
ángeles diminutos en balcones, de mundos que se derriten hasta ser líquidos, de
islas artificiales y manos que intentan agarrarlas para que no se desgajen en
las crecidas de los ríos, lo fantástico en una época totalitaria, donde la
mudez, el aislamiento, el miedo.
Olía a tierra tan intensamente que el olor se volvía casi
carnal, y con cada inspiración sentía un leve mareo que rápidamente se me pasaba.
Como resultado, este juego de vértigos me hizo sentir que el mundo se
tambaleaba a mi alrededor, como si estuviera ebrio de una felicidad que yo ya
no tenía tiempo de analizar o entender. ¿Pero qué había que entender en estos
misterios eternos e incorruptos? ¿Es que mi sangre estaba creciendo al mismo
tiempo que la savia? ¿O es que la savia de estas plantas era capaz de marear al
igual que la sangre? ¿O, tal vez, era el sentimiento de que todo estaba
preparado a propósito para mí, para mi salvación o mi perdición y, en ambos
casos, el orgullo loco y casi malsano me henchía el pecho al pensar en la
importancia, injustificada, que me otorgaban estas fuerzas tan secretas y
poderosas? Olía a tierra, así como debió de haber olido en el momento de la creación
del mundo, un olor a tierra madre, y los muertos —más recuentes y más antiguos, más hermosos y más
feos, más jóvenes o viejos, victoriosos o vencidos— que la alimentaban con sustancias orgánicas y con
sentimientos que la renovaban siempre y la volvían unos millones de años más
joven no conseguían entorpecer en absoluto esta poderosa felicidad, casi
física, que esparcía olor a tierra. Me senté en la lápida de una tumba,
fatigada de tantas sensaciones y demasiado emocionada con tanta vida, vencida
por ese cansancio dulce y casi triste, esa fiebre desgarradora y tentadora que
llaman astenia primaveral.
Ana Blandiana. Las
cuatro estaciones. Traducción de Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret.
Periférica.
2 comentarios:
De Blandiana solo he leído un cuentario titulado "Proyectos de pasado", ambientados en la Rumanía comunista. Me dejó muy buen sabor de boca.
Fue mi primera lectura de Blandiana, tiene cuentos muy buenos ese libro. Las cuatro estaciones va por el mismo camino: imagenes oníricas en una realidad totalitaria. Blandiana escribe realmente bien
Publicar un comentario