Quinn pasó la mañana siguiente
en la biblioteca de Columbia con el libro de Stillman. Llegó temprano, fue el
primero en entrar cuando las puertas se abrieron, y el silencio de los
vestíbulos de mármol le reconfortó, como si le hubieran permitido entrar en una
cripta de olvido. Después de enseñarle fugazmente su tarjeta de antiguo alumno
al soñoliento empleado que estaba detrás de la mesa, sacó el libro de las
estanterías, regresó al tercer piso y se instaló en un sillón de cuero verde en
una de las salas para fumadores. La luminosa mañana de mayo acechaba fuera como
una tentación, una llamada a deambular sin rumbo al aire libre, pero Quinn la
venció. Le dio la vuelta al sillón, se sentó de espaldas a la ventana y abrió
el libro.
El jardín y la torre: primeras visiones del Nuevo Mundo. Estaba
dividido en dos partes aproximadamente de la misma extensión: “El mito del
paraíso” y “El mito de Babel”. La primera se concentraba en los descubrimientos
de los exploradores, comenzando por Colón y siguiendo hasta Raleigh. El
argumento de Stillman era que los primeros hombres que visitaron América
creyeron que habían encontrado accidentalmente el paraíso, un segundo Jardín
del Edén. En el relato de su tercer viaje, por ejemplo, Colón escribe: “Porque
creo que se encuentra aquí el Paraíso terrenal, al cual nadie puede entrar
excepto con el permiso de Dios.” En cuanto a las gentes de aquella tierra,
Peter Martyr escribiría ya en 1505: “Parecen vivir en ese mundo dorado del cual
hablaban tanto los escritores antiguos, en el que los hombres vivían con
sencillez e inocencia, sin imposición de leyes, sin disputas, jueces ni
calumnias, contentos tan sólo con satisfacer a la naturaleza.” O como escribía
el siempre presente Montaigne más de medio siglo después: “En mi opinión, lo
que realmente vemos en estos pueblos no sólo sobrepasa todas las imágenes que
los poetas dibujaron de la Edad de Oro, y todas las invenciones que
representaban el entonces feliz estado de la humanidad, sino también el
concepto y el deseo de la filosofía misma.” Desde el principio, según Stillman,
el descubrimiento del Nuevo Mundo fue el impulso que insufló vida al
pensamiento utópico, la chispa que dio esperanzas a la perfectibilidad de la
vida humana, desde el libro de Tomás Moro de 1516 hasta la profecía de Gerónimo
de Mendieta, unos años más tarde, de que América se convertiría en un estado
teocrático ideal, una verdadera Ciudad de Dios.
Existía, sin embargo, el punto
de vista contrario. Si algunos consideraban que los indios vivían en una
inocencia anterior al pecado original, había otros que los juzgaban bestias
salvajes, diablos con forma de hombres. El descubrimiento de caníbales en el
Caribe no contribuyó a atenuar esta opinión. Los españoles la utilizaron como
justificación para explotar a los nativos despiadadamente para sus propios
fines mercantiles. Porque si uno no considera humano al hombre que tiene
delante, se comporta con él con menos escrúpulos. Hasta 1537, con la bula papal
de Pablo III, los indios no fueron declarados verdaderos hombres dueños de un
alma. El debate, no obstante, continuó durante varios cientos de años,
culminando por una parte en el “buen salvaje” de Locke y Rousseau -que puso los
cimientos teóricos de la democracia en una América independiente- y, por la
otra, en la campaña de exterminio de los indios, en la imperecedera creencia de
que el único indio bueno era el indio muerto.
La segunda parte del libro
empieza con un nuevo examen de la caída. Apoyándose fuertemente en Milton y su
relato de El paraíso perdido -como
representante de la postura puritana ortodoxa-, Stillman afirmaba que sólo
después de la caída comenzó la vida humana tal y como la conocemos. Porque si
en el Jardín no existía el mal, tampoco existía el bien. Como lo expresa el
propio Milton en la Areopagitica,
“fue de la piel de una manzana saboreada de donde saltaron al mundo el bien y
el mal, como dos gemelos inseparables”. La glosa de Stillman de esta frase era
extremadamente significativa. Alerta siempre a la posibilidad de juegos de
palabras, demostraba que la palabra “saborear” era en realidad una referencia a
la palabra latina “sapere”, que significaba a la vez “saborear” y “saber” y por
lo tanto contenía una referencia subliminal al árbol de la ciencia: el origen
de la manzana cuyo sabor trajo al mundo el conocimiento, es decir, el bien y el
mal. Stillman se extendía también en la paradoja de la palabra “gemelos”, que
sugiere a la vez “unión” y “desunión”, encarnando así dos significados iguales
y opuestos, los cuales a su vez encarnan una visión del lenguaje que Stillman
consideraba presente en toda la obra de Milton. En El paraíso perdido, por ejemplo, cada palabra clave tiene dos
significados: uno antes de la caída y otro después de la caída. Para ilustrar
su tesis, Stillman aisló varias de estas palabras -siniestro, serpentino,
delicioso- y mostró que su uso anterior a la caída estaba libre de
connotaciones morales, mientras que su uso posterior a la caída era oscuro,
ambiguo, informado por el conocimiento del mal. La única tarea de Adán en el
Edén había sido inventar el lenguaje, ponerle nombre a cada criatura y cada
cosa. En aquel estado de inocencia, su lengua había ido derecha al corazón del
mundo. Sus palabras no habían sido simplemente añadidas a las cosas que veía,
sino que revelaban su esencia, literalmente les daban vida. Una cosa y su
nombre eran intercambiables. Después de la caída, esto ya no era cierto. Los
nombres se separaron de las cosas; las palabras degeneraron en una colección de
signos arbitrarios; el lenguaje quedó apartado de Dios. La historia del Edén,
por lo tanto, no sólo narra la caída del hombre, sino la caída del lenguaje.
Más adelante en el libro del
Génesis hay otra historia sobre el lenguaje. Según Stillman, el episodio de la
torre de Babel era una recapitulación exacta de lo sucedido en el Edén, sólo
que ampliada y generalizada en su significado para toda la humanidad. La
historia adquiere especial sentido cuando se considera su posición dentro del
libro: capítulo XI del Génesis, versículos 1 al 9. Éste es el último incidente
de la prehistoria en la Biblia. Después de eso, el Antiguo Testamento es
exclusivamente una crónica de los hebreos. En otras palabras, la torre de Babel
representa la última imagen antes del verdadero comienzo del mundo.
Los comentarios de Stillman
continuaban a lo largo de un montón de páginas. Empezaba con un estudio
histórico de las diversas tradiciones exegéticas relativas a la historia,
seguía con las numerosas lecturas erróneas que se habían hecho de ella, y
terminaba con un largo catálogo de leyendas de la Aggada (un compendio de
interpretaciones rabínicas no relacionadas con cuestiones legales). Estaba
generalmente aceptado, escribía Stillman, que la torre había sido construida en
el año 1996 después de la creación, apenas trescientos cuarenta años después
del Diluvio, “para que no quedásemos desperdigados por toda la faz de la
tierra”. El castigo de Dios vino como respuesta a este deseo, que contradecía
un mandato aparecido anteriormente en el Génesis: “Creced y multiplicaos,
llenad la tierra y dominadla.” Al destruir la torre, por lo tanto, Dios
condenaba al hombre a obedecer este precepto. Otra lectura, no obstante, veía
la torre como un desafío a Dios. Nemrod, el primer gobernante de todo el mundo,
fue designado como arquitecto de la torre: Babel iba a ser un templo que
simbolizase la universalidad de su poder. Esta era la visión prometeica de la
historia y se apoyaba en las frases “cuya parte superior pueda llegar al cielo”
y “hagamos un nombre”. La construcción de la torre se convirtió en la obsesiva
y arrolladora pasión de la humanidad, más importante finalmente que la vida
misma. Los ladrillos se volvieron más valiosos que las personas. Las mujeres
que trabajaban en ella ni siquiera se paraban para dar a luz a sus hijos;
sujetaban al recién nacido en el delantal y continuaban trabajando. Al parecer,
había tres grupos diferentes ocupados en la construcción: los que deseaban
morar en el cielo, los que deseaban hacerle la guerra a Dios y los que deseaban
adorar a los ídolos. Al mismo tiempo, estaban unidos en sus esfuerzos -“Y toda
la tierra tenía una sola lengua y una sola habla”- y el poder latente de una
humanidad unida enojó a Dios. “Y el Señor dijo: Mirad, el pueblo es todo uno y
tienen todos una sola lengua; y esto empiezan a hacer: y ahora nada podrá
impedirles que hagan lo que imaginan.” Este discurso es un eco consciente de
las palabras que Dios pronunció al expulsar a Adán y Eva del Paraíso: “Mirad,
el hombre se ha convertido en uno de nosotros, conoce el bien y el mal; y
ahora, para que no alargue la mano y tome también del árbol de la vida y coma y
viva para siempre... Por lo tanto el Señor Dios les mandó fuera del Jardín del
Edén...” Otra lectura sostiene que la historia pretendía ser únicamente una
forma de explicar la diversidad de los pueblos y las lenguas. Porque si todos
los hombres descendían de Noé y sus hijos, ¿cómo era posible dar razón de las
enormes diferencias entre culturas? Otra lectura similar argumentaba que la
historia era una explicación de la existencia del paganismo y la idolatría, ya
que hasta esta historia se presenta a todos los hombres como monoteístas en sus
creencias. En cuanto a la torre misma, la leyenda afirma que un tercio de la
estructura se hundió en la tierra, un tercio fue destruido por el fuego y otro
tercio quedó en pie. Dios la atacó de dos maneras distintas para convencer al
hombre de que la destrucción era un castigo divino y no el resultado del azar.
Sin embargo, la parte que quedó en pie era tan alta que una palmera vista desde
arriba no parecía mayor que un saltamontes. También se decía que una persona
podía andar durante tres días a la sombra de la torre sin abandonarla nunca.
Por último -y Stillman se extendía mucho sobre esto- se creía que quien miraba
las ruinas de la torre olvidaba todo lo que sabía.
Quinn no era capaz de ver qué
tenía que ver todo aquello con el Nuevo Mundo. Pero entonces empezaba un
capítulo nuevo y de repente Stillman se ponía a comentar la vida de Henry Dark,
un clérigo de Boston que había nacido en Londres en 1649 (el día de la
ejecución de Carlos I), fue a América en 1675 y murió en un incendio en
Cambridge, Massachusetts, en 1691.
Según Stillman, cuando era
joven, Henry Dark había sido secretario particular de John Milton, desde 1669
hasta la muerte del poeta cinco años más tarde. Esto era una novedad para
Quinn, porque le parecía recordar haber leído en alguna parte que cuando Milton
se quedó ciego le dictaba su obra a una de sus hijas. Se enteró de que Dark era
un fervoroso puritano, estudiante de teología y devoto seguidor de la obra de
Milton. Conoció a su héroe una tarde en una pequeña reunión y éste le invitó a
hacerle una visita la semana siguiente. Eso llevó a nuevas visitas, hasta que
finalmente Milton empezó a encomendarle a Dark diversas tareas: tomar dictados,
guiarle por las calles de Londres, leerle las obras de los antiguos. En una
carta que Dark le escribió en 1672 a su hermana a Boston mencionaba largas
conversaciones con Milton sobre los puntos más delicados de la exégesis
bíblica. Luego Milton murió y Dark quedó desconsolado. Seis meses más tarde,
pensando que Inglaterra era un desierto, una tierra que no le ofrecía nada,
decidió emigrar a América. Llegó a Boston en el verano de 1675.
Poco se sabía de sus primeros
años en el Nuevo Mundo. Stillman especulaba que tal vez había viajado hacia el
Oeste, adentrándose en territorios inexplorados, pero no pudo encontrar pruebas
concretas que respaldaran su hipótesis. Por otra parte, ciertas referencias a
los escritos de Dark indican un conocimiento profundo de las costumbres de los
indios, lo cual lleva a Stillman a teorizar que quizá Dark vivió con una de las
tribus durante algún tiempo. Sea como fuere, no hay ninguna mención pública de
Dark hasta 1682, cuando su nombre se inscribe en el registro de matrimonios de
Boston por haber tomado como esposa a una tal Lucy Fitts. Dos años más tarde
aparece encabezando la lista de una pequeña congregación puritana en las
afueras de la ciudad. La pareja tuvo varios hijos, pero todos ellos murieron en
la primera infancia. No obstante, un hijo de nombre John, nacido en 1686,
sobrevivió. Pero se sabe que el niño pereció en 1691 al caer accidentalmente
desde una ventana del segundo piso. Justo un mes más tarde toda la casa ardió y
tanto Dark como su esposa murieron en el incendio.
Henry Dark habría pasado a la
oscuridad de los primeros tiempos de la vida americana de no ser por una cosa:
la publicación en 1690 de un panfleto titulado La nueva Babel. Según Stillman,
esta obrita de sesenta y cuatro páginas era el relato más visionario del nuevo
continente escrito hasta entonces. Si Dark no hubiera muerto tan poco tiempo
después de su aparición, su efecto sin duda habría sido mayor. Porque, al
parecer, la mayor parte de los ejemplares del panfleto fueron destruidos en el
incendio que mató a Dark. Stillman había podido descubrir sólo uno, y ello por
casualidad, en el desván de la casa de su familia en Cambridge. Tras años de
diligente búsqueda, había llegado a la conclusión de que aquél era el único
ejemplar que existía aún.
La nueva Babel, escrito en
vigorosa prosa miltoniana, proponía la construcción del paraíso en América. Al
contrario que otros autores sobre el tema, Dark no suponía que el paraíso fuera
un lugar que pudiera descubrirse. No había mapas que pudieran llevar al hombre
hasta allí, ni instrumentos de navegación que pudieran guiar al hombre hasta
sus costas. Más bien, su existencia estaba inmanente dentro del hombre mismo:
la idea de un más allá que él pudiera crear algún día en el aquí y ahora.
Porque la utopía no estaba en ninguna parte, ni siquiera, como explicaba Dark,
en su “verbo”. Y el hombre lograría crear ese lugar soñado únicamente
construyéndolo con sus propias manos.
Dark basaba sus conclusiones
en la lectura de la historia de Babel como una obra profética. Inspirándose
fuertemente en la interpretación de Milton de la caída, seguía a su maestro en
el hecho de atribuir una desmedida importancia al papel del lenguaje. Pero
llevaba las ideas del poeta un paso más lejos. Si la caída del hombre entrañaba
también la caída del lenguaje, ¿no era lógico suponer que sería posible
deshacer la caída, invertir sus efectos, deshaciendo la caída del lenguaje,
esforzándose por recrear el lenguaje que se hablaba en el Edén? Si el hombre
podía aprender ese lenguaje original de la inocencia, ¿no se seguía de ello que
recobraría un estado de inocencia dentro de sí? Bastaba con mirar el ejemplo de
Cristo, argumentaba Dark, para comprender que eso era así. Porque ¿acaso no era
Cristo un hombre, una criatura de carne y hueso? ¿Y no hablaba Cristo ese
lenguaje anterior al pecado original? En El
paraíso recobrado de Milton, Satanás habla con “engaño de doble sentido”,
mientras que, en el caso de Cristo, sus “acciones con sus palabras concuerdan,
sus palabras / a su gran corazón dan la expresión debida, su corazón / contiene
de bondad, sabiduría, justicia, la forma perfecta”. ¿Y no había Dios “enviado
ahora a su Oráculo viviente / al mundo para enseñar su última voluntad, / y
envía su Espíritu de la Verdad a morar en lo porvenir / en los corazones píos,
un Oráculo interior / indispensable para que yo conozca toda Verdad”? Y,
gracias a Cristo, ¿no tuvo la caída un feliz resultado, no fue una felix culpa, como afirma la doctrina?
Por lo tanto, argüía Dark, ciertamente sería posible que el hombre hablase el
lenguaje original de la inocencia y recobrase, completa e intacta, la verdad
dentro de sí.
Volviendo a la historia de
Babel, Dark elaboraba luego su plan y anunciaba su visión de las cosas por
venir. Citando el segundo versículo del Génesis 11 -”Y sucedió que mientras
viajaban desde el este encontraron una llanura en la tierra de Sennaar y
moraron allí”-, Dark afirmaba que este pasaje demostraba el movimiento hacia el
Oeste de la vida y la civilización humanas. Porque la ciudad de Babel -o
Babilonia- estaba situada en Mesopotamia, muy al este de la tierra de los
hebreos. Si Babel se encontraba al Oeste de algo, era del Edén, el solar
originario de la humanidad. El deber del hombre de esparcirse por toda la
tierra -obedeciendo el mandato de Dios de “creced... y llenad la tierra”-
inevitablemente seguiría un curso occidental. ¿Y qué tierra más occidental en
toda la cristiandad, se preguntaba Dark, que América? El movimiento de los
colonos ingleses hacia el Nuevo Mundo, por lo tanto, podría interpretarse como
el cumplimiento del antiguo mandamiento. América era el último paso en ese
proceso. Una vez que el continente se hubiera llenado, habría llegado el
momento para un cambio en la fortuna de la humanidad. El impedimento de la
construcción de Babel -que el hombre debía llenar la tierra- habría quedado
eliminado. En ese momento sería posible de nuevo que toda la tierra tuviera una
sola lengua y una sola habla. Y si eso sucedía, el paraíso no estaría lejos.
Al igual que Babel había sido construida
trescientos cuarenta años después del Diluvio, el mandamiento se cumpliría,
predecía Dark, exactamente trescientos cuarenta años después de la llegada del Mayflower a Plymouth. Porque ciertamente
serían los puritanos, el recién elegido pueblo de Dios, quienes tendrían en sus
manos el destino de la humanidad. Al contrario que los hebreos, que le habían
fallado a Dios al negarse a aceptar a su hijo, aquellos ingleses trasplantados
escribirían el último capítulo de la historia antes de que el cielo y la tierra
se uniesen al fin. Como Noé en su arca, habían viajado por el vasto océano para
llevar a cabo su sagrada misión.
Trescientos cuarenta años,
según los cálculos de Dark, significaba que en 1960 la primera parte de la
tarea de los colonos habría concluido. En ese momento, se habrían puesto los
cimientos para la verdadera obra que habría de seguir: la construcción de la
nueva Babel. Él ya veía, escribía Dark, signos esperanzadores en la ciudad de
Boston, porque allí, como en ninguna otra parte del mundo, el principal
material de construcción era el ladrillo, que, como se especifica en el
versículo 3 del Génesis 11, era el material de construcción de Babel. En el año
1960, afirmaba confiado, la nueva Babel comenzaría a subir, su misma forma
aspirando a alcanzar los cielos, un símbolo de la resurrección del espíritu
humano. La historia se escribiría en sentido inverso. Lo que había caído se
levantaría. Lo que se había roto volvería a estar entero. Una vez terminada, la
torre sería lo bastante grande como para albergar a todos los habitantes del
Nuevo Mundo. Habría una habitación para cada persona y una vez que entraran en
esa habitación olvidarían todo lo que sabían. Al cabo de cuarenta días y
cuarenta noches saldrían convertidos en hombres nuevos, hablando el lenguaje de
Dios, dispuestos a habitar el segundo y eterno paraíso.
Así acababa la sinopsis que
hacía Stillman del panfleto de Henry Dark, fechado el veinte de diciembre de
1690, el septuagésimo aniversario del desembarco del Mayflower.
Quinn dio un pequeño suspiro y
cerró el libro. La sala de lecturas estaba vacía. Se inclinó hacia adelante,
puso la cabeza entre las manos y cerró los ojos.
-Mil novecientos sesenta -dijo
en voz alta.
Trató de evocar una imagen de
Henry Dark, pero no lo consiguió. En su mente sólo veía un incendio, una
hoguera de libros ardiendo. Luego, perdiendo el hilo de sus pensamientos, se
acordó repentinamente de que 1960 era el año en que Stillman encerró a su hijo.
Abrió el cuaderno rojo y lo
colocó sobre su regazo. Justo cuando estaba a punto de escribir en él, sin
embargo, decidió que ya había tenido suficiente. Cerró el cuaderno rojo, se
levantó del sillón y devolvió el libro de Stillman en el mostrador de la
entrada. Encendiendo un cigarrillo al pie de la escalera, abandonó la
biblioteca y se perdió en la tarde de mayo.
Paul Auster. Ciudad de cristal. Traducción de Maribel de Juan.
Editorial Anagrama.