Dentro de sus anotaciones, Fumiko Hayashi menciona en más de
una ocasión a Knut Hamsun, en especial su obra Hambre, aquella donde un escritor deambulaba por Christiania
acuciado por el hambre, el desamor, sólo con un puñado de papeles y un lápiz y
las emociones al límite. Algo así hay en este Diario de una vagabunda, una escritora en el Japón de los años
veinte, sus poemas y cuentos, sus años errantes, los amores pasajeros o
crueles, las emociones también cerca del abismo, la sensación de deriva y
derrota, de perder algo entre los dedos de la mano, de no pertenecer a ningún
sitio más allá que al lugar donde se encuentre la madre, el viaje como opción
de vida, a pesar de los empleos precarios, de las habitaciones herrumbrosas, de
la falta de estabilidad, errar por ciudades y pueblos y, en ese errar, el
atisbo de una verdad.
La editorial Satori ha editado el diario original de
Hayashi, sin los retoques que años después hizo la escritora. Diario de una vagabunda gana con esta
decisión, está una escritura concisa, reflexiva y precisa, están los hechos
desnudos y sin adornos, está el cansancio del final de la jornada que hacía a
Fumiko Hayashi escribir lo justo y necesario. Hayashi habla de su vagabundeo,
de los encuentros y despedidas de su madre, las habitaciones y los amantes
dejados atrás, los trabajos ambulantes o en cabarés, los deseos de una vida
mejor, la pasión por la lectura. Y todo ello intercalado con poemas y cuentos
que la escritora escribe a lo largo de los años.
Hayashi habla de su madre como tierra a la que volver. En el
inicio, Hayashi recuerda su niñez, la madre que abandona al padre para
emparejarse con otro hombre, Hayashi que los sigue, su trabajo en una carreta
como vendedora ambulante la introducción de su vagabundeo. A partir de ahí, la
vida en Tokio primero con la madre y luego sola, el deambular por Japón, las
ausencias de un hogar, una pareja, amistades, la escritura como un grito y la
literatura como refugio (Hamsun, Chéjov), los billetes arrugados bajo la ropa o
las mantas, las preguntas sobre procedencia y destino. Hayashi expone sus ideas
y pensamientos y gestos diarios y lo hace sin aspavientos, con una desnudez que
más allá de ser austera es cercana y atinada.
En el errar de Hayashi hay momentos de regreso a la tierra,
a la madre. Hayashi descansa en los viajes, se siente suspendida en el espacio
y tiempo, se reencuentra con la madre, unos momentos de luz y tristeza, la
madre que vive sola, sin su marido, tan errante como Hayashi. Son en esos
instantes donde siente que no hay un regreso exacto, donde no hay un hogar que
represente un pasado, que su anclaje y su punto de partida es la madre y no un
espacio inerte.
Diario de una
vagabunda muestra un Japón donde conviven las tradiciones y la pobreza y la
política, de fondo, parece caótica y a punto de revolucionarse. Hayashi habla
de los cabarés y los empleos en fábricas, de los amores que pasan pero cuyo
recuerdo duele, de pequeños momentos de felicidad y de una madre que es tierra
natal, de su desapego hacia los otros y, a la vez, su búsqueda de un hogar,
tanto físico como espiritual. Lo mejor de este libro es su escritura a trazos,
su desnudez y su falta de decoración.
Durante un rato me detuve en la estación Mishuku como si
fuera a tomar el tren. Tenía hambre y me sentía mareada.
—¡Oye!
Llevas ahí mucho tiempo. ¿Tienes alguna preocupación?
Dos
ancianas tenían la mirada clavada en mí desde hacía un rato. Se acercaron con
demasiada familiaridad y cuatro pupilas barrieron mi cuerpo de arriba abajo.
Yo reía
y me sacudía las lágrimas mientras ellas me conducían. Cuando las amables
señoras comenzaron a caminar, me hablaron de la escuela Tenrikyō y de la fuerza
de la fe: que si alguien que tenía las piernas deformes pudo caminar, que si
alguien agobiado por las penas empezó a sentir la alegría de la vida como hijo
de Dios…
La sede de Tenrikyō
estaba junto al arroyo. El jardín había sido regado y daba una impresión de
frescura. El follaje verde de los arces se desparramaba fuera del muro.
Cuando
las dos ancianas se postraron ante el altar, extendieron ambas manos e
iniciaron una extraña danza.
—¿De
dónde es usted?
Un
hombre de edad madura vestido con quimono blanco observó mi imagen miserable
mientras me ofrecía té y panecillo anpan.
—No hay
ningún sitio en particular al que pueda llamar mi pueblo, pero mi registro dice
Higashi Sakurajima, prefectura de Kagoshima.
—Umm,
bastante lejos…
Como no
aguantaba más, tomé el anpan, que
parecía apetitoso; al darle un mordisco, noté que estaba bastante duro. Las
migajas cayeron sobre mi regazo.
No hay
nada.
No es
necesario pensar en nada.
***
Boo, boo, silba la máquina de vapor como si meciera el fondo
del estómago. Algunos pequeños remolinos se remansan en el color plomizo y uno
a uno desaparecen allende el mar. El viento helado de diciembre sopla hacia mí
gimiendo y hace que el cabello de mis sienes de mi peinado ichōgaeshi,
alborotado, se quede pegado a mis mejillas.
Meto
ambas manos dentro de la apertura de las axilas de mi quimono y, al oprimir
tranquilamente mis senos, el tacto de mis pezones fríos incita algunas lágrimas
dulces sin razón aparente.
¡Ah!
¡Todo me ha derrotado!
Estoy
lejos de Tokio y, mientras voy navegando sobre el mar azul, los rostros de los
hombres y las mujeres con quienes de alguna manera me he relacionado, asoman
uno a uno entre las nubes blancas.
***
Debido a que mi pueblo viaja errante, no era particularmente
necesario regresar triunfante, pero no sé por qué me colmó una sensación de
melancolía.
Volví al camarote de tercera clase, oscuro como un sótano, y
me senté sobre mi manta. Sobre la mesita de laca desconchada reposaban unas
algas hijiki cocidas y una sopa de miso insípidas.
Bajo la media luz de las lámparas me metí entre la multitud
de actores itinerantes, los peregrinos y las mujeres de los pescadores que
llevaban a sus niños. Yo también sentí algo así como la nostalgia de los
viajes.
Como iba peinada al estilo ichōgaeshi alguna
anciana me preguntó:
―¿De
dónde viene?
Y algún
hombre joven indagó:
—¿Hacia
dónde va?
Una
madre joven que dormía junto a su niño pequeño de unos dos años cantaba en voz
baja una canción de cuna que yo ya había oído antaño en mi pueblo errante.
Duerme, niño,
duérmete.
Mañana levántate temprano.
El viento de la costa es frío,
Duérmete temprano…
Sí, en efecto, viajar es maravilloso. En vez de perder el
ánimo en un rincón de esa ciudad sucia, sentirme así tan renovada, poder
respirar libremente y sin preocupaciones. A pesar de todo, vivir es algo bueno.
***
Me enamoré de Buda.
Si besos sus labios ligeramente helados,
¡oh!, mi corazón se entumece, no lo merezco.
Todo lo de usted
es inmerecido.
Mi sangre suave
fluye contracorriente.
Estaba endiabladamente tranquilo;
esa virilidad
sedujo por completo mi alma.
¡Buda!
¡usted es demasiado frío!
Mi corazón
lleno de agujeros como un panal de abejas…
Buda,
la capacidad de usted no es solo hacer que yo comprenda,
Namu Amidabutsu,
la transitoriedad del mundo,
sino que con su masculinidad
descienda y zambúllase
en mi corazón que es como una llama.
El cuello de esta mujer
impura por lo mundano,
descienda y abráceme con tal fuerza que muera asfixiada,
Buda,
¡el del Namu Amidabutsu!
Hayashi Fumiko.
Diario de una vagabunda. Traducción de Virginia Meza. Satori.
2 comentarios:
Me llama bastante la atención. Leí "Hambre" hace un par de años y me gustó muchísimo. Así que a este le echaré un vistazo en cuando pueda.
Enhorabuena por la reseña y el blog. Están muy currados. :)
Hambre es excepcional, de una modernidad sorprendente. Tengo para leer la Trilogía del vagabundo, hace tiempo que no leo a Hamsun. Este diario merece la pena.
¡Gracias por tus palabras!
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