Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 28 de marzo de 2016

Izet Sarajlić en Sarajevo

El cementerio judío

A Abdulah Sidran

Los golpes más mortales
en dirección de Marindvor
llegan del cementerio judío.

El mercenario de Milošević no sabe
ni siquiera quién es Isak Samokovlija
y sobre su tumba ha colocado una ametralladora.
Tampoco sabe quién es aquel que acaba de caer
golpeado por sus proyectiles.

Él, simplemente, por cada habitante de la ciudad asesinado,
ya sea un médico de un puesto de socorro
o un conductor de autobús,
recibe cien marcos alemanes.



Adiós a Željko Marjanović

Morimos.

Morimos terriblemente rápido
y terriblemente mal
en esta ciudad
al final del siglo,
al final del amor.

Los jóvenes al menos
son asesinados,
que es un altísimo privilegio
en toda guerra,
pero cuando repasamos la forma en la que mueren los viejos
―en las novelas de John Galsworthy―
la muerte de los viejos
en la Sarajevo en guerra es terrible.

Morimos
en hospitales gélidos
en pasillos por los cuales
corre la sangre de nuestros conciudadanos masacrados,
en las cocinas ajenas y en habitaciones sin ventanas,
humillados y exhaustos,
muchos en soledad,
lejos de aquellos a quienes aman.

Los Don Juanes de otro tiempo
que no habrían salido a la calle sin corbata
ni siquiera para abrir el buzón
(cómo se habrían sentido si en el ascensor se hubieran encontrado
con la hermosa señora del noveno izquierda),
mueren con las manos sucias,
las uñas sin curarse,
las camisas rotas,
los abrigos llenos de quemaduras de cigarros,
recordando el último vaso de champagne
bebido en la vigilia del nuevo año de 1992.

Juraj Marek se ha ahorcado.

Después de enterrar a Vera,
Željko había pensado hacer lo mismo
pero ha renunciado
para no inquietar a los vecinos.

Entre otras cosas,
dos suicidios en la misma casa,
en el mismo edificio,
también habría sido demasiado para una Sarajevo como esta.

Paseaba como un vagabundo Suljo
después de la muerte de Nina,
cada amanecer buscando su granada,
pero las granadas preferían
las escuelas y los jardines de infancia.
Llorando vendía de vez en cuando algún anillo de Vera
o un abrigo de piel
para comprar una botella de grappa pobre.
Y después, aplazada la muerte,
regresaba
a su casa desierta
llena de recuerdos
con su angina de pecho de antes de la guerra
y pensaba tan solo en dos cosas:
el momento en el que habría abrazado de nuevo a sus hijos y a sus nietos,
y el reencuentro con Vera.

Uno de los dos deseos se ha realizado finalmente.
El segundo.

Es cierto que no ha sido como aquella vez,
en la época de Omladinska Rijeć
cuando se encontraban en casa de Kopelman,
hoy puede visitarse a Kopelman en el cementerio
de San Giuseppe.

Pero lo que importa es que están de nuevo juntos.

Importa que él no deba ya salir
a buscar su granada.

Y a vender los anillos de Vera.



Hermanas

Las de Esenin
se llamaban Shura y Katia.

Las de Majakowskij,
Ludmilla y Olia.

Las mías,
Nina y Raza.

Todas han muerto.

Raza y Nina
con sólo cincuenta días de distancia.

Han muerto
o a decir verdad
han sido asesinadas por la necesidad.

Ahora debo buscar en cualquier parte
una nueva hermana,
porque yo no puedo
vivir sin ser hermano.



A los amigos de la ex Yugoslavia

¿Qué nos ha sucedido a todos, amigos?
No sé qué hacéis ahora.
Qué escribís.
Con quién bebéis.
Qué libros leéis.
No sé siquiera
si somos todavía amigos.



Teoría de la distancia

La teoría de la distancia la han inventado los estrictos,
aquellos que no quieren arriesgar en nada.

Yo pertenezco a aquellos
que creen que del lunes
se debe hablar el lunes;
es probable que el martes sea demasiado tarde.

Obviamente es difícil estando en la cantina,
mientras caen los proyectiles,
escribir poesía.

La única cosa más difícil es no escribir.



V.P.

Quisiera ser de nuevo soldado en Bileća
y esperarte en la estación,
beber contigo un café en la pastelería “da Bela”,
cogerte de la mano junto a la fuente de la Trebinsjica
y recibir tus cartas.

Para que este poema fuera feliz
bastaría sólo con poder mirarte
bajo el cuadro de nuestra Popovaca
mientras que la enfermera del puesto de socorro
te toma la tensión y te clava una aguja.

Pero quizás,
quizás te has muerto
para evitarle la vejez a los poemas
dedicados a ti.

Como si yo o mis poemas
hubiéramos podido amarte menos dentro de diez años.



Una calle para mi nombre

Paseo por la ciudad de nuestra juventud
y busco una calle para mi nombre.
Las calles grandes, ruidosas, se las dejo a los grandes de la historia.
¿Qué hacía yo mientras se hacía la historia?
Simplemente te amaba.
Busco una calle pequeña, simple, cotidiana,
a través de la cual, sin llamar la atención de nadie,
podamos pasear incluso después de la muerte.

No es importante que tenga un paisaje hermoso,
tampoco que haya pájaros.
Lo importante es que en ella puedan tener refugio
cualquier hombre o perro en peligro.
Sería hermoso que estuviera empedrada,
pero tampoco esto es imprescindible.
Lo más importante es que
en la calle que lleve mi nombre
no le suceda nunca a nadie una desgracia.
Izet Sarajlić. Sarajevo. Traducción de Fernando Valverde. Valparaíso ediciones.

viernes, 25 de marzo de 2016

El libro de los susurros. Varujan Vosgonian

El libro de los susurros. O el libro de la memoria. O el libro de los muertos. Varujan Vosgonian recuerda su infancia en una calle rumana, las personas e historias que le rodeaban y le llevaban a Armenia, un territorio que limitaba con la leyenda, y busca las raíces de su pueblo, da voz a los muertos en tierra armenia, muertos silenciados a lo largo de los años por la crueldad de sus ejecuciones, a los que emigraron para sobrevivir en una calle en Rumanía, Argentina o Estados Unidos, y todos ellos, armenios masacrados en convoyes al desierto, emigrados y supervivientes, que forman una voz única, una misma comunidad, una historia.

Los viejos armenios hablan en susurros. Se encuentran en parques y en los patios de sus casas, miran al frente o al cielo, el cuerpo cansado y un hilo de voz para recordar travesías por el desierto, la imposibilidad de una patria, los muertos en el camino, en convoyes o progromos, bajo manos turcas o rusas, niños y mujeres secuestrados y los huesos de los muertos en las orillas, el futuro próximo donde hay que elegir bando para sobrevivir. Y Armenia. Cada uno de ellos lleva dentro de sí las historias de quienes murieron en los genocidios, testigos de la crueldad y el dolor de sus muertes. Vosgonian, de niño, se sorprendía por esa voz baja pero audible donde se colaban la muerte, el dolor y el desasosiego, donde se revivían a los muertos y, como los hombres-libro de Bradbury, formaban la memoria de Armenia.

El libro de los susurros se inicia con un tono de magia, la mirada sorprendida de un niño ante el mundo que ve, una calle modesta, un patio donde se reúnen los viejos a susurrar historias, los aromas de la fruta, las colonias, el café, la misma ceremonia del café que habla de oriente, los juegos en la calle y el cuerpo de los libros, la nostalgia por una infancia lejana, un lugar mítico, donde los abuelos de Vosgonian le adentran en el mundo adulto para revelarle sus misterios, lo que es invisible. Y es ese inicio nostálgico, en el que se cuelan alguna muerte, lo que está por llegar, lo que hace que, al avanzar en El libro de los susurros, sienta con mayor crudeza las páginas donde se describe el genocidio armenio, los convoyes camino de la muerte en el desierto (por manos turcas, o kurdas, o rusas, en barrancos o bajo la superficie de los ríos), las tiendas de campañas con cuerpos hambrientos que mueren poco a poco, los detalles de las muertes y la muerte misma, que Vosgonian imagina entre las tiendas de campaña y los cuerpos moribundos, a la espera de un último aliento.

Vosgonian reconstruye la historia reciente de su pueblo, los viejos con sus pasaportes apátridas, Armenia como ausencia de patria, el exilio para los que lograron sobrevivir al genocidio. Y lo hace sin grandilocuencia o alardes innecesarios, la escritura sencilla que mezcla la nostalgia de los recuerdos propios con la necesidad de dar a conocer el destino de un pueblo, de salvar del olvido no sólo a ese pueblo, también a un puñado de hombres y mujeres cuyas historias se destacan sobremanera. Hay momentos donde se mezcla el realismo con la magia o la ensoñación, donde los personajes son la muerte, la tierra o los sueños, momentos donde la acción se detiene para recordar un olor o una mirada o la forma de los sellos extranjeros, momentos donde asistimos al destino último de un hombre o seguimos a miles de armenios en los círculos de la muerte, las paradas de los convoyes hacia el desierto donde cientos de hombres y mujeres morían cada día, sus cadáveres apilados en las cunetas o quemados para volver como ceniza a la tierra, momentos donde se mezcla la primera y la segunda guerra mundial y la llegada de los bolcheviques como el resurgir de un terror pasado, momentos cercanos a la aventura donde los armenios, como hizo Simon Wiesenthal con los nazis, intentaron vengarse de sus verdugos. Vosgonian quiere hablar de su pueblo, de sí mismo, y lo hace con una docena de voces, intenta completar los espacios en blanco que ha olvidado la Historia, desanda el camino y describe genocidios, exilios, raíces e historias (en minúscula pero, tal vez, más importante que la que aparece en los libros) del pueblo armenio.

Qué es lo que ocurrirá ahora, se preguntan los armenios alrededor de un albaricoquero o en una iglesia, ese ahora que se refiere a la Armenia entre otomanos y rusos y a la Armenia independiente (durante un corto tiempo), al inicio de la segunda guerra mundial y al telón de acero, a la supervivencia y al exilio. Los viejos armenios de la infancia de Vosgonian viven entre dos tiempos, intentan que las huellas del pasado permanezcan en el presente, abren tiendas coloniales y recitan antiguas oraciones para recordar a los muertos. Vosgonian habla de ceremonias del café y de aromas orientales, de susurros junto a los árboles y tumbas vacías, de muchachos que crecieron con una máuser y hombres que recopilan mapas con fronteras y colores diferentes, de pasaportes de apátridas y el intento de que un pueblo no caiga en el olvido y silencio, va de lo íntimo a lo monumental, de los susurros a una voz clara y diáfana.

Si El libro de los susurros empieza con el recuerdo de los aromas de una calle de infancia y dibuja a los viejos con sus historias de una tierra lejana, el momento más impactante es la descripción de los círculos de la muerte en 1915, los largos convoyes de armenios que avanzaban a pie, sin comida ni bebida, cada parada un círculo de la muerte, un lugar hecho de tiendas de campaña bajo las cuales morían cientos de armenios (por inanición, por enfermedades, por las incursiones del ejército turco, de guerrilleros kurdos, de la poblaciones cercanas que no querían verse rodeados por el olor de muerte). Vosgonian describe las diferentes formas en que se presenta la muerte, miles de hombres, mujeres y niños deshumanizados, torturados y masacrados, un asedio continuo, las voces que se apagan en un rumor sordo, los olores de la infancia (café, libros) transformados en el de cuerpos quemados o hinchados en las orillas de los ríos.


Los demás huérfanos, que yacían enfermos y hambrientos en el orfanato de Deir-ez-Zor, fueron cargados en carros un día helado de diciembre. A los moribundos los tiraron al Éufrates; el río, revuelto como estaba en aquella época del año, se tragó rápidamente los cuerpos enflaquecidos. Tras una caminata de doce horas por el desierto, sin ningún tipo de comida ni de agua, el jefe del convoy, del que sabemos que se llamaba Abdullah, pero al que le gustaba que lo llamasen Abdullah Bajá, encontró tres medios diferentes para exterminar a los niños. Pero, como notaba cierta vacilación en la mirada de los soldados, agarró a un niño de dos años y se lo mostró a los demás diciendo: «Incluso al crío este y a todos los que encontréis de esta edad hay que matarlos sin piedad. Llegará un día en que se levantará, buscará a los que mataron a sus padres y querrá vengarse. ¡Este es el hijo de perra que un día nos buscará para matarnos!». Y tras darle varias vueltas en el aire lo golpeó con furia contra las piedras y lo aplastó antes de que tuviera tiempo de exhalar un gemido.
Colocaron parte de los carros uno junto a otro y amontonaron en ellos a cuantos niños cupieron y, en medio, pusieron un carro lleno de explosivos que, tras hacerlo explotar, los desintegró pues los redujo sencillamente a hollín. A los que no estaban en condiciones de andar, los tendieron en tierra, esparcieron sobre ellos yerba seca empapada de gasolina y los quemaron. Y al resto, a los que no habían cabido en los carros, los empujaron hasta cuevas, taparon la entrada con maderas y yerba y les prendieron fuego. Los niños murieron asfixiados y sus cuerpos se quedaron amoratados y carbonizados al fondo de las grutas.
Pero ni el crimen más consumado resulta perfecto del todo. Una niña llamada Ana se refugió en un recoveco de una cueva donde, gracias a una grieta de la montaña, penetró una pequeña corriente de aire. De esta forma, sobrevivió y, cuando el fuego se extinguió tras un día y una noche, salió. Estuvo vagando varias semanas hasta llegar a Urfa; allí encontró a algunos refugiados armenios y les contó la matanza de los inocentes.
Y desde el tercer círculo se oye la voz de Djeman Bajá, el ministro de Marina, alarmado por el gran número de cadáveres que flotaban en el Éufrates. mY más indignado porque el itinerario de los convoyes podía perturbar la circulación ferroviaria. Entonces cayeron en la cuenta las autoridades turcas de que, por perfecto que hubiese sido el plan de exterminio de los armenios, adolecía, no obstante, de un defecto: que atrás quedaban los cuerpos de los asesinados. Deficiencia que Reşid Bajá, el prefecto de Diyarbakir, procuró remediar en la medida de lo posible:
—El Éufrates poco tiene que ver con nuestro valiato. Los cadáveres que flotan en el río provienen, seguramente, de los valiatos de Erzerum y Kharput. A los que mueren aquí se les arroja al fondo de las cuevas o, lo más habitual, se les rocía con gasolina y se les quema. No suele haber bastante sitio para enterrarlos.
Volvamos al primer círculo.
—Vosotros no habéis visto los lugares donde se reunían los convoyes —dijo Hraci Papazian— o, más exactamente, lo que había quedado de ellos. En Deir-ez-Zor. Miles de tiendas de campaña hechas de harapos. Mujeres y niños desnudos, tan debilitados por el hambre que el estómago ya no aceptaba comida. Los enterradores arrojaban a los carros a muertos y moribundos, todos revueltos, para no perder tiempo. Por la noche, a causa del frío, los que estaban todavía vivos se ponían a los muertos encima para calentarse. A las madres, lo mejor que les podía suceder era que surgiese algún beduino y se llevase a su hijo o hija para librarlo de aquella gigantesca fosa. La disentería volvía el aire irrespirable. Los perros hurgaban con el hocico en la barriga abierta de los muertos. Solo en octubre de 1915, por Ras-ul-Ain pasaron más de cuarenta mil mujeres, custodiadas por los soldados, sin llevar consigo ningún hombre con fuerzas. La cruzada de las mujeres martirizadas. A lo largo de las vías del tren, todo el camino estaba salpicado con los cadáveres descuartizados de las mujeres violadas.
—Del millón ochocientos cincuenta mil armenios que vivían en el Imperio Otomano —dijo el pastor evangélico Johannes Lepsius—, aproximadamente un millón cuatrocientos mil fueron deportados. De los restantes cuatrocientos cincuenta mil, más o menos doscientos mil se libraron de la deportación, en especial los de Constantinopla, Esmirna y Alepo. El avance de las tropas rusas salvó la vida de los otros doscientos cincuenta mil que se refugiaron en la Armenia rusa, parte de los cuales murió allí de tifus o de hambre. Los demás conservaron la vida, pero perdieron para siempre su tierra natal. Del casi millón y medio de armenios deportados, solo el diez por ciento llegaron a Deir-ez-Zor, punto final de los convoyes. En agosto de 1916, fueron enviados a Mosul, pero morirían en el desierto, engullidos por la arena o apelotonados en grutas, muertos y moribundos juntos, a las que se prendía fuego.

El libro de los susurros vale como novela, como libro de historia, como recopilación de recuerdos, vidas e imágenes, un acercamiento a un genocidio casi desconocido con una voz que va de la nostalgia del pasado a la aventura y el misterio, el dolor por la crueldad y el respeto por los muertos (nuevos y viejos) y la tierra que nos conforman.







Luego venía el armario de los libros. Mi abuelo Garabet conocía casi todos los alfabetos: latino, cirílico, griego y árabe. «Para que no te equivoques. El alfabeto es el principio, por eso se le llama “alfabeto”. Puedes empezar por donde quieras, a condición de que logres desentrañar el principio», decía. Mi abuelo desentrañó los principios, pero lió los finales. Cuando estaba en su lecho de muerte, nos llamaron a nosotros, los niños, para que fuésemos a verlo. No entendí lo que decía. Parecía tranquilo y hablaba con sabiduría. Pero no podía entenderlo. Después, mi padre me explicó que el abuelo nos había hablado mezclando los idiomas: persa, árabe, turco, ruso y armenio. Todas las tierras conocidas en su infancia y adolescencia resucitaron en él. Igual que cuando uno se apresta a irse agarra lo primero que le viene a mano, él, antes de marcharse de este mundo, agarraba al azar las palabras.
Con los libros, lo mismo. Había libros en turco, en caracteres del antiguo alfabeto, orientales, manuales de dibujo en inglés y ediciones antiguas del Larousse. El abuelo hojeaba de cuando en cuando un espléndido libro de alfombras en alemán. «Nuestras alfombras son como la Biblia. En ellas se halla todo, desde los inicios hasta hoy.» Buscábamos juntos las caras del mundo. «Aquí está el ojo de Dios», adivinaba yo y él asentía. «Y éste es un ángel.» «No es ángel. Es viejo, debe de ser un arcángel. Quizá Rafael, que es el más viejo de todos.» Me habría gustado hablarle del ángel viejo del patio que en verano olía a yodo y en invierno se lavaba los pies descalzos en la nieve. Pero comprendí que los hombres que no hayan vivido una infancia sin miedo no han podido conocer ángeles viejos. Y mi abuelo llegaba a la página de la que se sentía más orgulloso: la alfombra tejida por él mismo. Aquella alfombra se hallaba en nuestra habitación, la de los niños, y ahora está en la de mi hija Armine. «Es importante tener encima de la cabeza un techo sólido y debajo de los pies una alfombra gruesa», afirmaba el abuelo. Nuestra alfombra persa era compacta, trabajada a mano y con muchos nudos. «Una alfombra ha de ser lo bastante gruesa para que, cuando la enrolles, parezca el tronco de un árbol del mismo grosor», explicaba. Nuestra alfombra pasó por la historia, y no de cualquier manera. En agosto de 1944, el ejército soviético entró en la ciudad de Focşani. Tres oficiales se alojaron en nuestra casa. Estuvieron bebiendo toda la noche y se emborracharon como cubas. Mi abuelo y su cuñado, Sahag Şeitanian, el marido de la tía Armenuhi, permanecieron despiertos y en guardia hasta el amanecer, saltando cada vez que uno de los rusos tiraba una colilla encendida en la alfombra. Entre empellones y denuestos, Garabet y Sahag recogieron todas las colillas. Apenas si quedaron dos o tres señales que se ven todavía hoy. Mi abuelo tenía una visión directamente kantiana del mundo: el techo encima de la cabeza, el altar ante los ojos y la alfombra mullida bajo los pies.
No podía leer todos los libros de la casa. Pero los conocía por el olor. El abuelo Garabet me había enseñado a reconocerlos así. Un buen libro huele de cierta manera. Encuadernado en piel desprende un olor casi humano. Algunas veces, sin darme cuenta me pongo a olfatear los libros en una librería. «Ni que estuviera ciego», decía yo. «¿Y qué pasa si lo estuvieras?», replicaba encogiéndose de hombros el abuelo Garabet. «De todo cuanto eres, los ojos son l omenos tuyo. La luz es como un pájaro que pone los huevos en nido ajeno.»
Comprendí los libros, antes que nada, palpándolos y oliéndolos. No era yo el único. Entre las hojas veía algunas veces un insecto rojizo. «No lo mates», me prohibía mi abuelo. «Es un escorpión de libros. Cada mundo ha de tener sus bichos. El libro también es un mundo. Los bichos están destinados a alimentarse de los pecados y errores del mundo. Eso mismo pasa con este escorpión: corrige los errores del libro.» Durante mucho tiempo no lo creí. Sin embargo, ahora, el narrador soy yo, una especie de escriba que quiere enmendar los viejos errores. Por ello, soy un escorpión de libros.

***

Entonces, de repente, aquellas mujeres resultaban útiles. Lo sabían todo. Cómo había que colocar el paño negro en el dintel de entrada. Cómo había que dejar las persianas para que la luz del sol no le diese al muerto en la cara y la estropease. Cómo había que cubrir los espejos con una gasa negra, pues de lo contrario al pariente del muerto que se mirase en el espejo lo arrastraría la muerte también hasta la tumba, que permanecería siete años sin sellar. Cómo no hay que lavarse las manos y la cara, cómo no deben pasarse las mujeres el peine ni los hombres la navaja de afeitar por las mejillas para que la muerte no deje trazas en el suelo. Cómo había que frotar el cuerpo del muerto con trapos mojados en agua bendita y aceite de nardo por los sobacos, las sienes, la frente y el vientre para desbautizar lo que había sido bautizado, a fin de que la tumba se cerrase de verdad y por entero y que el alma no campase a sus anchas por la Tierra. Cómo había que colocar la moneda entre los dedos para pagar el paso por las aduanas y juntar las manos sobre el icono para mostrar unción ante el Gran Juicio. Cómo había que atar las piernas para que el cuerpo se mantuviera extendido durante los oficios, pero que luego había que desatarlo a fin de que nada lo retuviese, con pesar, en este mundo y fuese libre en el otro. Cómo había que colocar los cirios del velatorio, cómo cortar la mecha con las tijeras para que no hubieses ni demasiada luz ni sombra, ni demasiada claridad ni humo en exceso. Cómo cerrar la tumba, como quien hace una cama, cómo se arroja tierra sobre el ataúd, cómo se pasa por encima con el vino, cómo se reparte la colivă, cómo se regalan las cosas del muerto y las toallas limpias, con monedas anudadas en una punta, cómo se plañe, pero también, cómo se hacen votos por el muerto, incluso en estas circunstancias: «¡Que Dios te conceda sus días!». O sea, lo que el muerto no consiguió vivir.

***

Daidai Simon, el tío, como lo llamábamos nosotros los niños en armenio, fumaba sin parar y, cuando no estaba callado, decía cosas extrañas. Como a todos los ancianos de mi niñez, al abuelo Garabet le fascinaban las cosas etéreas: el aire y la luz. «Qué pena que los hombres no sean capaces de ver la luz como es de verdad y de escuchar el aire con sus melodías, sin sentirse obligados a desmenuzarlas, dispersarlas, acelerarlas o estrangularlas. Cuando se sopla y el aire canta a través de tubos, bocinas u orificios, no significa que esté inventándose un sonido, sino que los sonidos se oyen de forma más débil o más fuerte. Por desgracia, los hombres no tienen paciencia para entender al aire en su forma más sosegada». El abuelo escuchaba los sonidos que no se oían. Al tío Sahag lo atraían las cosas que tal vez podían suceder o tal vez no. Le gustaban los dados. Jugaban al chaquete o al ghiulbahar, encontraba formas complicadas para moverlos en el hueco de la mano, en tazas tapadas con la palma o tirándolos antes a lo alto para evitar la influencia humana. Así, el tío Shalag era un hombre inquieto y dispuesto a imaginar o a aceptar cualquier fantasía, cualquier confabulación, hilos ocultos y enmarañados. Para él, todo cabía en lo posible; todo hombre era un dado que rodaba. El mundo estaba formado por millones y millones de dados que se agitaban y luego rodaban en la bandeja de metal. Con números más grandes o más pequeños, pareos o impares.
En cambio, al tío Simon no le atraían ni las cosas etéreas ni las azarosas. Él hablaba de cosas sensatas e inbdudables. A saber, de la tierra y las piedras. La tierra era la parte viva y las piedras la muerta, al menos aparentemente, como son los huesos en el cuerpo. El abuelo miraba al cielo y se reía de Arşag, el campanero, quien, haciendo lo propio, no pasaba de la altura de los pájaros. El tío Simon miraba al suelo. «Anoche tuve una visión. Miraba al centro de la tierra. Había luz como en el cielo».
Cuando era niño, el tío Simon había sido zahorí. En Anatolia, las tierras eran áridas y las lluvias escasas, de gotas grandes y fugaces. La lluvia apenas si alcanzaba a mitigar la sed de la tierra y menos aún la de los hombres. Por eso, éstos, cuando buscaban el remedio, miraban no al cielo, sino a la tierra. Los buscadores de tesoros ocultos eran, en realidad, los buscadores de agua. Algunos eran magos y hacían toda clase de cosas raras para dar con los manantiales subterráneos. Escondían fuegos de azufre, golpeaban la piel tensa de los tambores, balbuceaban viejas palabras arameas o egipcias, mezclándolas. Otros eran lisa y llanamente unos impostores. ( … ) El tío Simon se orientaba por el sabor de la tierra. Iba despacio, con la cabeza baja, se diría que veía en la tierra como a través del agua. Luego pegaba la oreja y escuchaba. Y finalmente, cuando la vista y el oído lo convencían, escarbaba con los dedos. Cuando daba con tierra blanca, se la llevaba a la punta de la lengua y la degustaba con los ojos cerrados. Al principio, los hombres miraban incrédulos a aquel extraño niño que husmeaba la tierra como una alimaña, la acariciaba, le hablaba y la masticaba como su fuera un bollo de trigo. Más tarde, comprobaron que raras veces fallaba, así que acudían desde lejos para pedírselo a sus padres, a fin de que les mostrase el camino hasta el agua.

***

En El libro de los susurros, las fotografías sustituyen a menudo a las personas vivas. Como el siglo XX truncó muchas existencias y con demasiada rapidez, las gentes no siempre conseguían poner con precisión a los vivos con los vivos y a los muertos con los muertos. En ese siglo, la muerte cogió a la humanidad por sorpresa como nunca antes. Los armenios colocados en su círculo cada vez más menguado, cuando desaparecía alguno, para no romper el círculo ponían en su lugar una fotografía. Por eso, en las regiones de origen, en el triángulo formado por los tres lagos, Van, Sevan y Urmia, o doquiera llevaran su vida errante, para ellos la fotografía suponía, de alguna manera, el presentimiento de la muerte.
Las fotos eran para los armenios de aquellos tiempos como un testamento o un seguro de vida. Si la persona regresaba, fuera de los convoyes de deportados, fuera de los orfanatos o fuera de los viajes por mar, la foto se guardaba y el vivo recuperaba su lugar entre los demás. Si ya no volvía, entonces la foto volvía a traer al desaparecido entre los suyos cuando las cajas antiguas adornadas de bellas incrustaciones se abrían durante las fiestas. La fotografía se convertía en una disculpa por parte de quienes, en aquel apresurado siglo, se habían marchado sin haber tenido tiempo de despedirse.
Los armenios de mi infancia vivían más entre fotografías que entre hombres.
Varujan Vosgonian. El libro de los susurros. Traducción de Joaquín Garrigós. Editorial Pre-Textos.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Fernando Luis Chivite en La fuga de todo

Hay una película de Nicholas Ray, Hombres errantes, que arranca con una escena mítica que siempre me ha causado un efecto arrebatador: una camioneta avanza en plena noche por una carretera comarcal. Al amanecer, se detiene, se abre la portezuela del copiloto y Robert Mitchum desciende de un salto y se despide del conductor. La camioneta continúa su camino y él se queda solo en la cuneta, con su pequeña mochila a la espalda. Aparenta unos cuarenta años. De repente, empieza a caminar, recorre un trecho a pie, remonta una colina y, una vez arriba, divisa al otro lado lo que parece una granja abandonada. Avanza tranquilamente hacia ella, la mañana es clara y soleada, y al llegar allí se queda parado ante la cerca y contempla en silencio la casa que poco a poco va apareciendo en la pantalla y que representa el escenario en el que sin lugar a dudas transcurrieron los años de su infancia. Se trata de una vieja casa de madera, medio destartalada, que probablemente no había vuelto a ver desde que era un niño, pero la expresión de su cara denota que no sabe muy bien qué hacer ni qué pensar. Al final se decide a saltar la valla y se acerca a la puerta, pero no consigue abrirla. Entonces da la impresión de recordar algo: se dirige a la parte trasera y se arrastra con decisión bajo los cimientos. Luego mete la mano en un hueco entre las vigas y al instante saca una vieja caja de hojalata en la que hay algunas cosas revueltas: un mazo de cromos, algunas monedas, trozos de cuerda, un revólver de madera y cosas así: el tesoro que había ocultado en aquel lugar cuando era niño.
A partir de cierta edad todos tenemos la impresión de haber dejado un tesoro abandonado en alguna parte. De ahí procede también, por otro lado, esa incómoda sensación de haber sido estafados o desposeídos que a veces inexplicablemente nos abruma. Lo malos es que tendemos a pensar que regresar es posible. Regresar y recuperar aquello que escondimos: algo en verdad maravilloso, sin duda lo mejor que hemos tenido. Pero no. El supuesto tesoro deja de serlo en el momento de ser desenterrado.
El impasible rostro de Robert Mitchum refleja, sin embargo, una mezcla de emociones contenidas: la mirada desenfocada de la nostalgia, al principio. Después, la decepción, ahí junto a la comisura de la boca: una decepción en realidad tan ingenua que amaga con convertirse en el inicio de una sonrisa que no llega a emerger. Pero al final, sobre todo, un vislumbre de liberación muy real. Ahí es adonde quería llegar: a ese vislumbre, a esa especie de liberación que sigue al desengaño.
Momentos después, ya en el interior de la casa, echa un vistazo a los cuartos y dice:
-Yo nací en esa habitación.
Y el hombre que ahora le acompaña, el nuevo ocupante de la vivienda, un viejo solitario y medio vagabundo, mal afeitado y un tanto desconfiado. Le contesta con sequedad:
-No es para estar orgulloso –y un poco después inquiere sin verdadero interés- ¿qué le ha hecho volver?
A lo que Robert Mitchum, echándose de nuevo la mochila al hombro, responde:
-No lo sé.
Sólo le falta añadir: “Pero sentí que debía hacerlo”.
En fin, nada muy transcendental. Sin embargo, ése  es el punto que hay que alcanzar y que, a mí, tan difícil me ha resultado siempre. El momento en que uno deja de mirar hacia atrás porque comprende que ya no sirve de nada. Que no hay nada ahí que merezca la pena recuperar. Nada demasiado valioso, ni sagrado, ni nada de eso.
Fernando Luis Chivite. La fuga de todo. Ediciones Bassarai.

domingo, 20 de marzo de 2016

Knockemstiff. Donald Ray Pollock

En el relato final de Knockemstiff, Donald Ray Pollock recupera a los personajes de La vida real, el primer cuento del libro que transcurre en un autocine y lo protagonizan un padre violento, su hijo apocado y una pelea en los baños donde el padre descarga su furia contra un hombre y su hijo gana su primer combate con una rabia y un dolor que le salen de las entrañas. En el último relato, Los combates, el muchacho se ha convertido en un hombre que lleva cinco meses en Alcohólicos Anónimos, una lucha por dejar no sólo la bebida, también una forma de vida (que parece igual a todos los habitantes de Knockemstiff), y su padre un enfermo está anclado a una bombona de oxígeno, igual de violento y podrido. Y entre esos dos relatos, los habitantes de una hondonada, hombres y mujeres alcohólicos y drogadictos, duros, violentos y perdedores con el sueño de abandonar su hogar y buscar una nueva vida en Florida o California, un sueño que saben irreal, una huida imposible de un lugar que los repele tanto como atrae.

Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez. Fue hace muchos años, cuando la experiencia de ver películas al aire libre todavía era de lo más popular en el sur de Ohio. Ponían Godzilla, junto con una peli cutre de platillos volantes que demostraba que los moldes de tartas podían conquistar el mundo.
Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros, y para cuando empezó la peli en la enorme pantalla de madera contrachapada, el viejo ya estaba de un humor de perros. No paraba de despotricar contra el calor y de secarse el sudor de la frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses que no llovía en el condado de Ross. Todas las mañanas mi madre sintonizaba la KB98 en la radio de la cocina y escuchaba cómo la señorita Sally Flowers le pedía a Dios que hubiera tormenta. Luego salía y se quedaba mirando aquel cielo blanco y vacío que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces todavía la recuerdo allí de pie, en medio de aquella hierba reseca y marrón, estirando el cuello con la esperanza de ver ni que fuera una triste nube oscura.
—Eh, Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche.
Desde que habíamos aparcado, había estado intentando demostrarle al viejo que era capaz de meterse un perrito caliente en la boca sin estropearse el reluciente pintalabios. Hay que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el verano sin salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces rojas ya la tenía toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba con la salchicha, a mi viejo se le retorcían un poco más aquellos músculos como sogas que tenía en el pescuezo, y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido lista y se había pasado todo el día fingiéndose enferma, y así era como los había convencido para que la dejaran quedarse en casa de una vecina. De manera que allí estaba yo, atrapado a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos y confiando en que mamá no cabreara demasiado al viejo antes de que Godzilla destrozara Tokio a pisotones.


En Knockemstiff desfila una galería de personajes al límite, muchachos en sus primeras correrías de sexo y droga, anfetamínicos que se ponen hasta arriba con cualquier pastilla o espray, el sexo como algo oscuro y maloliente en el asiento trasero de un coche, hombres que viven en caravanas o autobuses abandonados y esperan el cheque del estado o trabajan en tiendas de mala muerte, mujeres que visten chándal y salen de madrugada a la caza de algún borracho que llevarse a la cama, viejos que se caen a pedazos y que conservan una violencia y una rabia extrañas. Los personajes de Pollock quieren huir pero hay algo que no les permite salir de los límites de Knockemstiff, como los muchachos que roban más de doscientas pastillas que vender en su huida hacia cualquier otra parte y que acaban dando vueltas y más vueltas por la zona. O las mujeres que se van con el primer hombre que conocen y vuelven a los pocos días. Knockemstiff como lugar maldito. Sólo una pareja consigue salir del poblado, una pareja de la que desconocemos su destino último, si regresarán por sus sueños rotos o conseguirán asentarse fuera de la hondonada. Y un muchacho al que han rapado el pelo con un hacha y termina con una peluca rubia en la casa asfixiante de un camionero. Nada de universidades. Nada de una segunda oportunidad.

Todo es turbio en los relatos de Pollock, los personajes, las historias, las emociones. Los perdedores que pueblan estos relatos no tienen ese halo de tristeza o poesía de otras obras, son seres en el filo de la navaja, el aliento y los pies podridos, sus únicos deseos basados en conseguir drogas y estar en otro sitio (la huida de su realidad, estar en otros mundos soñados), su ausencia de porvenir. Nada de supervivientes que intentan hacer de su vida algo bueno ni redenciones finales que dignifican a los personajes. No. Los personajes se humillan y pierden, rompen huesos con sus puños o acosan a vendedoras y niñas, se les fríe el cerebro o se dejan fotografiar bajo el cartel del pueblo como muestra de la “basura blanca” y una Norteamérica profunda y apenas conocida.

Subí dando tumbos al porche de cemento y, mientras me hurgaba los bolsillos en busca de la llave de casa, eché un vistazo por la ventana. Dee y Marshall estaban acurrucados juntos en el sofá como dos pajarillos felices. Estaban comiendo tostadas y las migas volaban en todas direcciones de tan deprisa que hablaba mi hijo. Vi cómo se le movían los labios, formando unas palabras que nunca le había oído decir. Pegué el oído a la puerta, con el corazón acelerado, y escuché su voz excitada y entrecortada. Por un momento me pareció estar presenciando una especie de milagro. Pero luego, allí plantado, empecé a percatarme de que Marshall había hablado siempre, sólo que no en mi presencia.
Me aparté de la puerta y di una bocanada profunda de aire frío. Me di cuenta de que me encontraba en uno de esos momentos de la vida en que es posible hacer grandes cosas si estás dispuesto a tomar la decisión adecuada. Pasó un coche, iluminándome con los faros, y de pronto supe qué hacer. Me imaginé perfectamente regresando al cabo de un par de años, limpio y listo para sacar adelante a mi familia. De pronto me acordé del frasco de oxicodona que había en el botiquín y me detuve. Levanté las manos inmundas y me embadurné primero la cara de mierda y luego el pelo. Di media vuelta, agarré el pomo de la puerta y metí la llave en la cerradura. Oí que dentro de la caravana todo quedaba triste y en silencio mientras abría la puerta, pero no me importó. Solamente una vez más, solamente una más antes de marcharme, necesitaba sentirme bendecido.


Pollock golpea con fuerza en estos cuentos, la escritura precisa y escueta. Coge a un puñado de personajes, los hace pasar de un cuento a otro, vemos cómo han crecido, cómo no hay esperanza para ellos, los hace vomitar en arcenes y cagar en callejones oscuros, eso sin hablar del amor, no existe, sólo encuentros fugaces y etílicos en coches y caravanas, los únicos momentos tiernos parecen darse entre algunas madres y sus hijos, el susurro de comprensión entre ellos. Knockemstiff es una colección extraordinaria de relatos brutales y descarnados.








Aunque está podrida hasta la médula, supongo que siempre he estado enamorado de Tina Elliot, desde la primera vez que le puse los ojos encima. Entró en la tienda con su madre justo cuando yo acababa de empezar a trabajar aquí, un retaco de chiquilla, y me dijo que me daba un beso si le regalaba una chocolatina Reese’s rellena de mantequilla de cacahuete. Pero aquello fue en los tiempos en que Tina no tenía edad para hacer otras cosas, y ya desde que empezó a emperifollarse para los chavales, siempre estuvo buscando a uno que se la llevara de aquí. Ojalá pudiera ser yo, de verdad; lo que pasa es que creo que no me iré nunca de la hondonada, ni siquiera por Tina. Llevo aquí toda la vida, igual que una seta pegada a un tronco podrido, y no quiero acercarme al pueblo si puedo evitarlo.
No hace mucho, me dijo que yo le recordaba a un primo que tiene en el condado de Pyke, un chaval chiflado que se pasa el día jugando con un monedero de plástico y soltándoles rollos estrafalarios a los pájaros. Sabía que estaba colocada con alguna de esas porquerías que toma Boo, pero aun así me dolió que me dijera aquello; me hizo acordarme de la vez en que mi viejo me llevó a cazar conejos. Todavía recuerdo la decepción que expresaba su cara fría y roja porque aquel día no fui capaz de apretar el gatillo en la nieve.
—Lo has echado a perder —le dijo a mi madre cuando volvimos a casa. Debió de decirle aquello a la pobre mujer mil veces antes de morirse.
En ocasiones me da miedo pensar que lo más seguro es que me pase el resto de mis días deseando haberle reventado las tripas a un conejo delante del huerto de Harry Frey cuando tenía seis años.

***

Llevaba una temporada viviendo en Massieville con el lisiado de mi tío porque no tenía dinero y no me querían en ningún otro lado, y me pasaba la mayor parte del tiempo cambiándole el cubo de la mierda y metiéndole cigarrillos en el agujero de fumar. Cada veinticuatro horas lo limpiaba con un paño húmedo y daba la vuelta a su cuerpo roto para airearlo bien. Se había quedado inválido del todo en un accidente raro de coche y había terminado cobrando una indemnización enorme que lo condenaba a tener el dinero suficiente para pasarse vegetando el resto de su vida de mierda.
Se suponía que tenía que portarme bien —su hija incluso había insistido en que le firmara un maldito papel—, pero una madrugada me encontré con un cuelgue de tres pares de cojones en un coche desconocido, con el suelo lleno de copos de piel muerta, herramientas robadas y esos casetes de gasolinera que siempre están de oferta a 1,99 $. El conductor era un tal Jimmy, un palurdo que me llamaba «primo» todo el tiempo, aunque no recordaba cuándo lo había conocido, y mucho menos haberlo visto en las reuniones que solíamos celebrar cuando a nuestra familia todavía se le permitía entrar en los parques estatales. Pese a todo, como yo era la clase de persona que era, parece ser que le había dejado convencerme para inhalar varios botes de Bactine. Después me había puesto enfermo, y ahora tenía el cerebro como una botella de lejía helada. Mientras la nieve se arremolinaba a nuestro alrededor en el aparcamiento del Wal-Mart, me enjuagué la boca con la última cerveza de Jimmy y juré no volver a meter la cabeza en una bolsa de pan.
Donald Ray Pollock. Knockemstiff. Traducción de Javier Calvo. Libros del silencio.

viernes, 18 de marzo de 2016

hacia el fin del mundo II

Cae una hoja.
Hace temblar el río.
Y difumina el reflejo del cielo
y los árboles en su deriva.
Pienso en tu cuerpo, amor,
a diez centímetros del mío,
el instante anterior a tu calor
sobre mi piel.

La hoja cambia el cuerpo que la contiene.
Como tu cuerpo me hace vulnerable, amor.

Cuando te miro
(estoy dentro de ti)

soy puro. 

jueves, 17 de marzo de 2016

leyendo Cartas a un buscador de sí mismo. Henry David Thoreau

Creo firmemente en la correspondencia entre la vida exterior y la vida interior; así como tengo la certeza de que aunque algunos hombres consigan vivir una vida virtuosa, el resto seguirá sin advertirlo. La diferencia y la distancia son una misma cosa. Vivir una vida auténtica es como viajar a un país lejano y encontrarnos progresivamente rodeados por nuevos escenarios y hombres; y cuando me hallo rodeado por los más ancianos, me doy cuenta de que de ninguna forma estoy viviendo una vida nueva o mejor. El exterior es sólo la representación de lo que hay dentro. Los hábitos no esconden al hombre, sino que lo muestran; ellos son sus auténticos ropajes. No me incumben las curiosas razones que puedan aducir para atenerse a ellos. Las circunstancias no son rígidas e inflexibles; sí lo son, sin embargo, nuestros hábitos.
A veces tenemos la tendencia a hablar con ligereza, como si una vida divina fuera a injertarse o a aparecer en nuestro presente como una oportuna fundación. Esto podría tener sentido si pudiéramos reconstruir nuestra antigua vida, excluyendo de ella todo el calor de nuestros afectos, dejándolos marchitar, como el mirlo construye su morada sobre el nido del cuclillo, y allí incuba sus huevos, que son los únicos que eclosionan. Pero lo cierto es que nosotros -y aquí se halla la línea de demarcación- incubamos ambos huevos. Y ya que el cuclillo lo aventaja en un día, su cría, al nacer, expulsa a las crías del mirlo. No hay otra solución: destruir el huevo del cuclillo o construir un nido nuevo.
El cambio es el cambio. Ninguna vida nueva ocupa viejos cuerpos decadentes. La vida nace, crece y florece. Los hombres intentan revivir patéticamente lo viejo, y por eso lo aceptan y soportan. ¿Por qué aguantar en el hospicio pudiendo ir al cielo? Es como embalsamarse, nada más. Dejad de lado vuestros ungüentos y sudarios, y entrad en el cuerpo de un recién nacido. Podéis ver en las catacumbas de Egipto el resultado de aquel experimento. Conocemos su final.
Creo firmemente en la simplicidad. Es asombroso y triste ver cómo incluso los hombres más sabios pasan sus días ocupados en asuntos triviales que creen que han de atender, en detrimento de otros asuntos más importantes que creen su deber omitir. Cuando un matemático desea hallar la solución de un problema difícil, empieza por deshacerse de todas las dificultades de la ecuación, reduciéndola a sus términos más sencillos. Hagamos lo propio y simplifiquemos el problema de la existencia, y diferenciemos entre lo necesario y lo real. Sondeemos la tierra para ver hacia dónde se extienden nuestras principales raíces. Me basaré siempre en los hechos. ¿Por qué negarse a ver? ¿Por qué no utilizar nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres lo ignoran todo? Conozco a muchos a los que es difícil engañar cuando se trata de asuntos comunes, muy desconfiados de los cantos de sirena, que disponen responsablemente de su dinero y saben cómo gastarlo, que disfrutan fama de prudentes y cautelosos, y que, no obstante, aceptan vivir gran parte de su existencia tras un mostrador, como cajeros de un banco, y brillan y se oxidan y finalmente desaparecen. Si saben algo, ¿por qué diablos lo hacen? ¿Saben qué es el pan? ¿Y para qué sirve? ¿Saben qué es la vida? Si supieran algo, cuán rápido dejarían de frecuentar para siempre los lugares donde ahora se los conoce tan bien.
Esta vida, nuestra respetable vida diaria, sobre la cual se halla tan bien plantado el hombre de buen sentido, el inglés de mundo, y sobre la que descansan nuestras instituciones, es en realidad la más pura ilusión, que se desvanecerá como el edificio sin cimientos de una visión. Sin embargo, un minúsculo resplandor de realidad que a veces ilumina la oscuridad de los días de todos los hombres nos revela algo más consistente y perdurable que el diamante, la piedra angular del mundo.
El hombre es incapaz de concebir un estado de cosas tan bello que resulte irrealizable. ¿Puede alguien revisar honestamente su propia experiencia y afirmar que no es así? ¿Existen hechos a los que apelar cuando decimos que nuestros sueños son prematuros? ¿Habéis tenido noticia de algún hombre que haya luchado durante toda su vida por algo, y que de algún modo no lo lograra? Un hombre que aspira a algo sin descanso, ¿no se siente ya elevado? ¿Quién que haya intentado el acto más simple de heroísmo, de magnanimidad, o buscado la verdad y la sinceridad, no halló algo que mereciese la pena? ¿Quién podría decir que ésta es una empresa vana? Es innegable que no debemos esperar que nuestro paraíso sea un jardín. No sabéis lo que pedís. Veamos la literatura. ¡Cuántos buenos pensamientos ha concebido cada ser humano! ¡Y qué pocos pensamientos buenos se expresan! Y, sin embargo, no poseemos una sola fantasía, por más sutil o etérea que haya sido, que el simple talento, acompañado de resolución y constancia, tras mil fracasos, no pueda fijar y grabar con palabras distintas y duraderas, de tal forma que entendamos que nuestros sueños son los hechos más confiables que conocemos. Pero no estoy hablando de sueños ahora.
Lo que puede expresarse con palabras puede expresarse con nuestra vida.
Mi vida real es un hecho sobre el que no tengo razones para congratularme conmigo mismo, pero tengo respeto por mi fe y mis aspiraciones. De ellas le hablo ahora. La posición de cada uno es demasiado simple para ser descrita. No he prestado ningún juramento. No tengo un esquema para entender la sociedad, la Naturaleza o Dios. Soy, simplemente, lo que soy, o comienzo a serlo. Vivo en el presente. El pasado es sólo un recuerdo para mí, y el futuro una anticipación. Amo la vida, amo el cambio más que sus modalidades. En la historia no está escrito cómo el malo se hizo mejor. Creo en algo, y no hay más. Sé que soy. Sé que existe otro, más sabio que yo, que se interesa por mí, de quien soy su criatura y, de alguna manera, su igual. Sé que el reto merece la pena, que las cosas van bien. No he recibido ninguna mala noticia.
Respecto a las posiciones, a las combinaciones y a los detalles, ¿qué son en realidad? Cuando hace buen tiempo y alzamos la mirada, ¿qué vemos sino el cielo y el sol?
Si busca persuadir a alguien de que hace mal, actúe bien. Que no le importe si no lo convence. Los hombres creen en lo que ven. Consigamos que vean.
Siga con su vida, persista en ella, gire a su alrededor, como hace un perro alrededor del coche de su amo. Haga lo que ame. Conozca bien de qué está hecho, roa sus propios huesos, entiérrelos y desentiérrelos para roerlos de nuevo. No sea demasiado moral. Sería como hacer trampas con uno mismo. Sitúese por encima de los principios morales. No sea simplemente bueno, sea bueno por algo. Todas las fábulas tienen su moraleja, pero a los inocentes lo que les gusta es escuchar la historia.
No permita que nada se interponga entre usted y la luz. Respete a los hombres sólo como hermanos. Cuando emprenda viaje a la Ciudad Celestial, no porte carta de recomendación alguna. Cuando llame, pida ver a Dios, y nunca a los sirvientes. En aquello que más le importe, no piense que dispone de compañeros de viaje. Dese cuenta de que está solo en el mundo.
Henry David Thoreau. Cartas a un buscador de sí mismo. Traducción de Antonio García Maldonado. Errata Naturae

martes, 15 de marzo de 2016

notas sobre Todo se derrumba. Chinua Achebe

Una región de nueve aldeas. Un guerrero fuerte y decidido. Los dioses que acompañan a cada persona, las palabras de los oráculos y la Tierra una diosa a la que cuidar y santificar, las noches oscuras donde sólo está el sonido de los insectos y el mundo parece terminar y las noches de luna y su luz que anima la vida de la comunidad, la llegada de las langostas y niños embrujados que vuelven una y otra vez al vientre materno, el bosque del Mal donde abandonar bebés gemelos y malos hombres y los ritos que resucitan las voces de los viejos espíritus y las luces de las luciérnagas, la vida que transcurre entre la siembra y la recolección, entre la lluvia y la sequía, entre las ceremonias religiosas a docenas de dioses, esa vida, ese tiempo, cambiados por la llegada del hombre blanco con su religión y su justicia y su visión única y un mundo que muere poco a poco.

Todo se derrumba oscila entre el intimismo de una vieja leyenda con fantasmas y espíritus, el relato antropológico y un destino que se adivina fatal y del que es imposible escabullirse. Okonkwo es el mayor guerrero de las nueve aldeas, ansía el poder y deshacerse de la imagen de su padre, al que cree perezoso y fracasado, es enérgico y, en él, se guardan las tradiciones ancestrales, vive con sus tres esposas e hijos, espera que alguno le suceda y llegar a poseer los cuatro títulos, el mayor honor del poblado. Okonkwo no demuestra debilidad ni simpatía, es una presencia absoluta en su familia y en la aldea. Y es a través de él, de su búsqueda de poder, que somos testigos de la vida y las costumbres de su aldea.

Chinua Achebe cruza la vida de Okonkwo con los ritos y ceremonias del clan. Por momentos, Todo se derrumba es una fotografía de un instante en la vida de la aldea, cuando aún se conservan las tradiciones. Achebe nos habla de los nueve espíritus que imparten justicia, del bosque del Mal donde abandonar todo aquello que parezca maléfico y pueda dañar a la comunidad, del Oráculo que habla a través de una sacerdotisa y avisa sobre el futuro y qué hacer para sobrevivir, de la semana de la Paz y las diferentes caras de la muerte, de los niños que regresan al vientre materno, de las noches oscuras que esconden temores y horrores desconocidos y los rituales a la diosa Tierra. Achebe nos acerca una vida desconocida y fuera del tiempo.

Okonkwo es desterrado siete años por matar sin querer a un muchacho del clan (una muerte femenina según la creencia). La muerte no como venganza sino como compensación. En esos siete años, ve en la distancia cómo la vida de su aldea cambia poco a poco. Primero las noticias de un hombre blanco y su caballo de hierro. Luego, los misioneros que hablan de un dios único y que construyen iglesias y traen una nueva justicia. A su regreso, Okonkwo no volverá a su aldea tal como la dejó, sino a un momento donde todas las creencias, ceremonias y ritos del clan son puestos en duda. Achebe muestra la visión enfrentada entre las creencias del extranjero y las que son propias de la aldea, cómo el hombre europeo arraiga en la tierra de Okonkwo primero con palabras y luego con la fuerza, sin querer conocer la forma de vida de los clanes más que para escribir un libro pintoresco sobre África y sus tribus.







Okonkwo acababa de apagar la lámpara de aceite de palma y de estirarse en la cama de bambú cuando oyó el ogene del pregonero que penetraba el aire de la noche. Gome, gome, gome, gome, tronaba el metal hueco. Después el pregonero dijo su mensaje y, al final, volvió a golpear su instrumento. Y el mensaje era éste. Se pedía a todos los hombres de Umuofia que mañana por la mañana se reunieran en la plaza del mercado. Okonkwo se preguntó qué pasaría, pues desde luego estaba seguro de que algo andaba mal. Había percibido un claro tono de tragedia en la voz del pregonero, e incluso ahora lo seguía oyendo mientras se iba apagando lentamente en la distancia.
La noche era muy tranquila. Siempre eran tranquilas, salvo cuando había luna. La oscuridad significaba un vago terror para aquella gente, incluso para los más valientes. A los niños se les advertía que no silbaran de noche, por miedo a los malos espíritus. Los animales peligrosos se hacían todavía más siniestros e impredecibles en la oscuridad. De noche nunca se mencionaba a la serpiente por su nombre, porque lo oiría. Se hablaba de una cuerda. De manera que aquella noche concreta, a medida que la voz del pregonero se iba quedando gradualmente absorbida por la distancia, volvió a reinar en el mundo el silencio, un silencio vibrante intensificado por el chirrido universal de un millón de millones de insectos de la selva.
Las noches de luna todo era diferente. Entonces se oían las voces alegres de los niños que jugaban en los campos abiertos. Y quizá las de quienes no eran tan jóvenes, que jugaban en parejas en lugares menos abiertos, y los ancianos y las ancianas recordaban su juventud. Como dicen los ibos: «Cuando brilla la luna a los cojos les entran ganas de salir a dar un paseo».

***

—Si dejamos a nuestros dioses y seguimos a tu dios —preguntó otro hombre—, ¿quién nos va a proteger contra la ira de nuestros dioses y nuestros antepasados abandonados?
—Vuestros dioses no viven y no os pueden hacer ningún daño —replicó el hombre blanco—. Son pedazos de madera y de piedra.
Cuando se interpretaron esas palabras a los hombres de Mbanta, éstos rompieron a reír burlones. Aquellos hombres tenían que estar locos, se dijeron los unos a los otros. Si no, ¿cómo podían decir que Ani y Amadiora eran inofensivos? ¿Y también Idemili y Ogwugwu? Y algunos de ellos empezaron a marcharse.
Entonces los misioneros empezaron a cantar. Era uno de aquellos aires alegres y animados del evangelismo que tenían la facultad de recordar emociones silenciosas y polvorientas en el corazón de los ibos. El intérprete explicaba cada nueva estrofa a los asistentes, algunos de los cuales se sentían fascinados ahora. Era una historia de hermanos que vivían en las tinieblas y el temor, ignorantes del amor de Dios. Hablaba de una oveja que se había perdido en el monte, lejos de las puertas de Dios y de las tiernas atenciones del pastor.
Después de la canción el intérprete habló del Hijo de Dios, que se llamaba Jesu Kristi. Okonkwo, que se había quedado únicamente porque esperaba que se diera la ocasión de echar a aquellos hombres del pueblo o de darles una paliza, dijo entonces:
—Nos habéis dicho por vuestra propia boca que no había más que un dios. Ahora habláis de su hijo. Entonces debe tener una esposa —la multitud asintió.
—Yo no he dicho que tuviera una esposa —dijo el intérprete, con una cierta timidez.
—Tu culo dijo que tenía un hijo —dijo el bromista—. Entonces tiene que tener una mujer, y todos ellos deben tener culos.
El misionero no le hizo caso y siguió hablando de la Santísima Trinidad. Al final de todo aquello, Okonkwo quedó convencido de que aquel hombre estaba loco. Se encogió de hombros y se marchó a extraer su vino de palma para aquella tarde.
Chinua Achebe. Todo se derrumba. Traducción de Fernando Santos. Alfaguara

martes, 8 de marzo de 2016

Compañía K. William March


Estoy leyendo La guerra no tiene rostro de mujer. Un libro que da voz a las mujeres rusas que fueron soldados en la segunda guerra mundial. Se suceden los testimonios de docenas de mujeres sobre el horror de la guerra y el cambio que produjo en ellas (la defensa del ideal comunista y la patria en el primer instante y la crueldad y la muerte en tan diferentes formas que las enmudecieron después). Por un instante recuerdo una de mis lecturas del pasado otoño, Compañía K, de William March, y una reseña que nunca terminé. En aquella reseña empezaba comparando el libro de March con la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters. Si los poemas de Spoon River se centraban en un cementerio y estaban narrados por muertos que volvían a un momento de su vida, insignificante o decisivo, el instante de su muerte, y las emociones que los definieron, amor, odio o pasión, en Compañía K pasa algo parecido, voces de soldados, supervivientes o muertos, que recuerdan sus días en la primera guerra mundial (el primer intento de suicidio colectivo del ser humano, según Vonnegut), y hablan de momentos decisivos, combates, pequeños instantes de luz y pureza y la locura entre las trincheras. 

Compañía K está formado por capítulos cortos y de ritmo rápido, abarca la gran guerra desde las bases de entrenamiento y los días antes de la llegada a Europa de las tropas estadounidenses, pasando por las batallas en las trincheras y terminando en el regreso de los supervivientes y su intento por recuperar su vida tras el horror. Las voces se suceden, docenas de soldados (desde soldados rasos a oficiales) que confiesan sus miedos y anhelos, que describen la espera del combate, la locura entre las alambradas, el terror a la muerte, las heridas y los trenes de evacuación, soldados que hablan con cinismo, hondura o sencillez de una guerra que los convierte en algo distinto, que los lleva al límite de la locura y les hace ver a Jesús en mitad del barro, arrebatar el pan a los muertos o una pequeña foto Lillian Gish como salvación. 

En aquella reseña sin terminar decía que me costó entrar en ese juego de voces, hombres que aparecen por una página y desaparecen después de narrar un momento preciso de la guerra, de su guerra. Hasta que algo hizo clic. La sucesión de voces tenía un sentido, los preparativos, la guerra, los combates, el regreso a casa visto por cientos de hombres, algunos cínicos otros inocentes, todos asombrados por la locura a la que asisten, presa de remordimientos y temores, cada uno de ellos pieza fundamental de un rompecabezas, cada capítulo la fotografía de un instante. Hay momentos que aún recuerdo por su crudeza, el soldado atrapado en las alambradas a la espera de la muerte, la ejecución en una zanja de unos prisioneros alemanes, una escena a la que diferentes soldados volverán a lo largo del libro y que les provocará insomnio y culpabilidad, las cartas a las madres donde se habla sin tapujos de la muerte de sus hijos (la suciedad y brutalidad en la muerte, la muerte despojada de heroísmo), los cuerpos desmembrados y las conversaciones entre moribundos camino de un hospital. 

De pronto, el hombre de los ojos azules me miró y sonrió y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba haciendo, le devolví la sonrisa. Después el sargento dio la orden de abrir fuego y los rifles empezaron a estallar, disparando balas por doquier. Apunté con cuidado al hombre de los ojos azules. Por algún motivo quise que muriera en el acto. Se dobló hacia delante, se agarró el vientre con las manos y dijo: «¡Oh, oh!», como un niño que ha comido ciruelas verdes. Cuando alzó las manos vi que las balas le habían cercenado casi todos los dedos y que escupían sangre como el agua que chorrea de un grifo que pierde. «¡Oh! ¡Oh! —decía una y otra vez con voz de asombro—. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!» Entonces dio tres vueltas y cayó de espaldas con la cabeza en una posición más baja que sus pies. La sangre le salía a borbotones del vientre, con insistencia, como una marea que le empapó el abrigo embarrado y le manchó el cuello y la garganta. Levantó las manos dos veces más y dos veces más hizo ese ruido suave de asombro. Entonces sus manos y sus párpados dejaron de moverse.
Me quedé donde estaba, disparando de un lado hacia el otro conforme a las
instrucciones.
«Todo cuanto me han enseñado a creer acerca de la misericordia, la justicia y la virtud es mentira —pensé—. Pero la más grande de todas las mentiras son las palabras “Dios es Amor”. Esa es sin duda la peor mentira jamás inventada por el hombre.» 


March no habla de combates heroicos o de gestos patrióticos, habla de barro y sangre, de alambradas como último lugar donde morir, de las miradas aterradas de soldados y prisioneros, de la falta de escrúpulos y de la culpabilidad, de la ausencia de un dios comprensivo y de la fina línea entre guerra y locura. En los últimos capítulos (las últimas voces), los supervivientes hablan del regreso al hogar, hombres asediados por fantasmas de soldados alemanes, granjeros que sienten pegados a la piel sus acciones de guerra y creen que un destino negro se cierne sobre ellos, muchachos que, tras años en las trincheras, no encuentran un sitio en su pueblo o soldados que se reencuentran y se quedan en silencio, la guerra lo único que los une. Es ahí, en esa distancia con la guerra vivida, donde los soldados supervivientes continúan con la lucha. 

Compañía K acabó por convertirse en una de las mejores lecturas del pasado otoño. 






Encima de mí un tipo hablaba sin parar de Nebraska. Su cabeza, que asomaba por encima de la litera, tenía un color blanco grisáceo y sus uñas habían cobrado un color azulado. Hablaba en voz queda y lenta. Tenía muchas ganas de hablar porque sabía que iba a morir antes de llegar al hospital. Pero no había nadie que lo escuchara. Estábamos allí tumbados, casi en silencio, pensando en nuestras desgracias, como carneros recién castrados, demasiado cansados para consolarnos con juramentos. Permanecimos mudos, mirando fijamente al techo, o echando algún vistazo por las puertas al campo precioso, ahora en plena floración.

*** 

Nos tocaba un sector tranquilo, para variar, y a fe que nos lo concedieron. A nuestras espaldas teníamos el pueblo de Pont-á-Mousson y delante discurría el río Mosela. Al otro lado del río habían acampado los alemanes. La noche en que nos hicimos con las trincheras, los franceses nos informaron de las reglas del juego y nos pidieron que no las infringiéramos: por la mañana, los alemanes podían bajar al río a nadar, a lavar ropa o a coger la fruta de los árboles que crecían en su orilla; por la tarde tenían que desaparecer y nosotros éramos libres de nadar, de hacer juegos y de comer las ciruelas que crecían en nuestra orilla. El acuerdo funcionaba a la perfección.
Una mañana, los alemanes nos dejaron una nota de disculpa avisándonos de que iban a bombardearnos aquella misma noche a las diez en punto y que la descarga iba a durar veinte minutos. Efectivamente, la descarga se produjo, pero todos habíamos retrocedido casi un kilómetro y nos habíamos acostado, de modo que no hubo daños. Pasamos doce maravillosos días allí, al lado del Mosela, y entonces, con gran pesar, tuvimos que ponernos en camino. Sin embargo, todos habíamos aprendido algo: si los soldados rasos de cada ejército pudieran reunirse a la orilla de un río para hablar tranquilamente de las cosas, no habría guerra que durara más de una semana.

***

Estaba sentado en el despacho de la compañía escribiendo las cartas mientras Steve Waller, el administrativo, preparaba las nóminas. Concedí a cada hombre una muerte gloriosa y romántica con unas últimas palabras pertinentes, pero al cabo de unas treinta cartas yo mismo me atragantaba con las mentiras que estaba contando. Decidí que en al menos una de las cartas diría la verdad, y esto es lo que escribí: 

Estimada señora:

Su hijo, Francis, falleció innecesariamente en el bosque de Belleau. Le interesará saber que en el momento de su muerte estaba plagado de bichos y debilitado por la diarrea. Tenía los pies hinchados y podridos y apestaban. Vivió como un animal asustado, pasando frío y hambre. Entonces, el día 6 de junio, le alcanzó un pedazo de metralla y sufrió dolores horrorosos mientras agonizaba lentamente. Nadie hubiese creído que pudiera sobrevivir aquellas tres horas, pero así fue. Pasó tres horas enteras entre gritos y maldiciones. Verá, no tenía nada a lo que aferrarse: había aprendido hacía tiempo que lo que usted misma, su madre, que tanto lo quería, le había enseñado a creer mediante unos sustantivos tan inanes como honor, valentía y patriotismo era una enorme mentira...

*** 

No conseguía quitarme de la cabeza a aquellos prisioneros, que se caían y se ponían de rodillas para volver a caerse otra vez. Caminé hasta el final de la trinchera y me asomé por encima del borde. A muchos kilómetros delante de nosotros oía los disparos de fusiles y del oeste venían los estallidos intermitentes de los obuses, pero en el bosque reinaba la tranquilidad. «Cualquiera diría que estamos en medio de esta guerra», pensé.
Entonces me entraron unas ganas irreprimibles de volver al barranco y ver a los prisioneros. Salí rápidamente de la trinchera, antes de que los demás pudieran sospechar de mis intenciones.
Los prisioneros yacían donde los habíamos dejado, casi todos boca arriba y enredados formando unos nudos grotescos que parecían gusanos de pesca en una lata. Llevaban los bolsillos del revés y vacíos, los abrigos desabrochados y abiertos. Me quedé un rato mirándolos en silencio, completamente impasible. De repente la rama de un árbol que crecía al lado del barranco se balanceó y cayó, dejando que un rayo de sol se filtrara a través de los árboles e iluminara los rostros de los hombres. Desde la espesura del bosque un pájaro soltó un único gorjeo temeroso y calló de repente, recordando lo que había pasado. Me invadió una sensación extraña que no alcanzaba a entender. Me eché al suelo y hundí el rostro en las hojas caídas.
—Mientras viva, nunca más volveré a hacer daño a nada —dije—. Nunca más, mientras viva... ¡Nunca!... ¡Nunca!... ¡Nunca!
William March. Compañía K. Traducción de Bianca Southwood. Libros del silencio.

sábado, 5 de marzo de 2016

Douglas Dunn en Elegies

Segunda opinión

Fuimos a Leeds a por una segunda opinión.
Cuando dijeron su nombre
Esperé entre los que parecían estar bien
Y otros con ojos vendados y gafas oscuras.

Una madre gruesa arrastraba su dolor de pies
Con un bastón y una gasa en el ojo,
Dejando en los asientos, advertidos, a sus hijos.
Pasaron los minutos como un invierno.

Me llamaron a mí. ¿Qué peor momento
Que el de aquel médico joven intentando explicarlo?
“Es grande y crece” “¿Qué es?” “Un tumor maligno.”
“¿Por qué ahí? ¡Ella es artista!”

Se encogió de hombros y dijo: “Nadie lo sabe”.
Me advirtió de que podía expandirse. “¿Expandirse?”
Me dolió el cuerpo y sufrí como si fuera su gemelo
Y tocara el remedio con labios y curativos sésamos.

Sin una imagen, sin un clavo al que agarrarme —nada
Que oír o ver. Sin hojas que susurran a la luz del sol.
Sólo la mente deslizándose contra los acontecimientos
Y el antiséptico hedor del destino.

Ansiedad profesional;
Con su mano en mi hombro
Me acompañó a la puerta, un olor a jabón,
Dedos de médico y su anillo de casado.



Trece pasos y el trece de marzo

Para recibir a los invitados se sentaba en las almohadas.
Yo llevaba jerez o té como un mayordomo,
Subía y bajaba los trece pasos desde la despensa.
Me estaba quedando sin jarrones.

Más de un visitante bajaba y decía:
“Su cuarto es tan alegre. No tiene miedo.”
Incluso el ciclamen y las azucenas escuchaban;
Su agradecido homenaje mantenía lejos lo real.

El timbre, las compras, la colada, el correo y las visitas,
Y veintiséis pasos para subir las escaleras
Desde la puerta de la cama, dos veces trece,
Desventurado numeral de mi casa de dos pisos.

Y las visitas, tres, cuando, cinco veces al día,
Mis cansancios llorados sobre platos y tazas
Drenaban la pena de mí mismo aquellos días de dolor
Antes del dolor. Flores, y no quedaba ni un jarrón.

Té, jerez, galletas pastel y whisky para los débiles…
Se enfrentaba a la muerte con una malicia que parecía fácil
―”Supongo que tendré que hacer un esfuerzo”—
Y rechazaba los calmantes para conservar la lucidez.

Algunos se sentaban en los escalones con un pañuelo
Acunando un pequeño llanto antes de subir con ella.
Volvían con sus miedos a la muerte empequeñecidos.
“Su cuarto es tan alegre. No tiene miedo.”

A diario me llamaba el dolor, las veinticuatro horas.
Nuestras conversaciones con besos me hacían seguir,
Esos ratos juntos, con el teléfono desconectado,
Recordando nuestras vidas a la luz de las velas.

John y Stuart traían sus fotos de nuevo,
Una exposición de viajes. Agonizando,
Fruncía el ceño ante algunas, asentía ante otras,
Artista y comisaria de arte hasta el final,

Sinceridad ante todo. Preparaba listas,
Donaciones, regalaba cosas. Me arrancaba el corazón.
Sus amigas la ayudaban a ordenar todo aquello
En una conspiración de mujeres.

Por la noche me echaba junto a ella en las únicas horas.
Había misterios en las sombras de las velas.
Pájaros, aviones, los conejos de nuestros dedos,
La preciosa, la erótica llama de luz de la vela.

¿Triste? Sí. Pero también era hermoso.
Había una quietud en el mundo. El tiempo se iba
A pasear a su perro por los muros bajos y la alheña.
Había anonimato en las palabras y en la música.

Ella quería que yo llevara su anillo de casada.
No me cabía ni en el dedo meñique.
Se me atascaba en el nudillo. Sé por qué.
Sus dedos se afinaban y los anillos se salían.

Después del funeral me los llevé a tomar jerez y té
A Newland Park. Es todo un detalle, me dijeron,
Y yo pensé que eran irónicos —por última vez.
Que era una airada represalia por su lealtad.



Preparativos

“¿Será esta la puerta?” Esta debe de ser. No, no.
Atravesamos multitudes y confetis, bodas
Con amigos y parientes y caprichosas damas de honor.
Algunas ya se han celebrado. Otras esperan su turno.
Una está teniendo lugar ante el registro civil.
Hay un novio joven, inseguro en sus zapatos nuevos.
Su novia está nerviosa al borde del futuro.
Camino a través de ellos con el padre de mi mujer muerta.
Redefino el significado de la palabra “desconocidos”.
Quizá la muerte estuvo mirando también en nuestra boda.
El edificio apesta a función municipal.
“Pasa por ello. Tienes que pasar. Lo dice la ley.”
Así que le digo a una funcionaria: “he venido por una muerte”.
“Por allí”, me dice. “Ha entrado usted por la puerta equivocada”.

Una mujer con hijos adolescentes está sentada a una mesa.
Le alarga al funcionario el papel que le dio el médico.
“¿Esto significa ataque al corazón?”, pregunta.
Qué poco sabe, esa viuda. Qué poco sabemos todos.
De un solo vistazo, ella se da cuenta de que no estoy aquí.
Con mi tío para arreglar el asunto de mi tía.
Un papelillo de confeti le cae del hombro.
Hay un lazo entre nosotros, un lazo terrible
En las palabras incómodas, “pérdida” “prematura”, “trágico”,
Ya dichas en las conversaciones, en los chismes fúnebres.
Los buenos deseos se duelen juntos en el espacio entre nosotros.
Es como si fuéramos a ser amigos para siempre
Por las ramblas del luto y los seguros de vida,
En cualesquiera sanatorios que haya para el espíritu,
Compartiendo el mismo cumpleaños, los mismos destinos.
Hay clínicas ficticias listas para darnos la bienvenida,
Prefabricadas y erosionadas a las orillas de la ciudad
O como una pequeña joya en los Alpes antisépticos,
En mi caso la destilada clínica de la bebida,
La clínica de la “compasión” y de las cenas.

Entramos en una pequeña oficina. “¿Qué relación tiene con ella?”,
Me pregunta, y se lo digo. Ahora vienen los detalles.
Un hombre pulcro con una letra pequeña, que se esconde.
Va anotando cosas. No pregunta si ella era buena
Todo el mundo recibe su certificado.
Ni siquiera necesitas merecértelo.
Me dan ganas de preguntarle por qué no tiene pinta de santo,
Ya que en su escritorio, a través de sus anotaciones,
De sus burocracias, de sus detalles morbosos,
Los muertos locales entran en la genealogía.
No es una clave de la historia, este hombre,
Este ángel registrador con su jersey verde
Que coloca nombres y fechas y causas.
Ha visto todas las palabras que acaban en —oma.
“Entregue esto en su funeraria”.

Cuando nos vamos sí que lo hacemos por la puerta correcta,
Una puerta pequeña, tabú y de segunda categoría.
Está lloviendo. Paraguas anónimos pasan
Por la ubicua llovizna urbana.
Van llegando más bodas con sus lazos blancos.
Se acumulan pequeños charcos en los ramos de flores.
No deben verme. Se me ve mi historia como una cicatriz.
No deben saber lo que soy, ni qué hago aquí.
Me siento digerido por las estadísticas del amor.

Cientos de veces habré pasado por delante de estas oficinas
Pseudogóticas de la funeraria, con ventanas emplomadas
En autobús, a pie, sin prestarles atención.
Pasamos por aquí el primer día que estuvimos en Hull.
Ni una sola vez vi a nadie entrando o saliendo,
Y aquí estoy, cerrando la puerta al salir,
Doblando la esquina un día lluvioso de marzo.



El móvil de Sandra

Una artista constante, dedicada,
A las curvas, las formas, las sombras agradables, a sentir el color
No le importaba qué formas, qué rojo, qué azul,
Y se burlaba de los pelmas para ridiculizar a los todavía más pelmas.
Con una mirada leal, desinteresada.
Así que Sandra le trajo aquello y lo colgaron
Tres gaviotas en un ciclo blanco de interior.
Un regalo de vieja camaradería artística.
“Empújales con tu soplo, amor”. Esos pájaros silenciosos aleteaban
Con las corrientes de aire caliente de mi respiración. La última noche,
Intentando no dormirme, vi el amor coronado
En lágrimas, y pájaros de madera, y luz de velas.
Ella ya no despertó. Para probar nuestro amor las gaviotas,
Cada una, cada una, cada una, se habían vuelto palomas.
Douglas Dunn. Poemas escogidos. Traducción de Juan Morella. Ediciones Bassarai.