Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?
Elizabeth Bishop
martes, 22 de septiembre de 2015
sábado, 19 de septiembre de 2015
En algún lugar del tiempo. Richard Matheson
Una enfermedad terminal, la
dirección de un viaje decidido por una moneda al aire, un viejo barco varado
que parece la puerta a otro tiempo y mezcla el presente y el pasado en un punto
extraño, un antiguo hotel junto al mar, un hombre que espera su muerte y una
fotografía que trastoca sus planes, una mujer de otro siglo y la pregunta de
cómo poder viajar en el tiempo para conocerla, descubrir en los archivos del
hotel que aquella moneda lanzada al aire para buscar un destino donde morir no
era azar sino destino, una pregunta sin respuesta, ¿desde dónde viniste?
En algún lugar del tiempo no sale de los tópicos de la novela
romántica, a veces, incluso, sonroja por su propuesta sensiblera (que no
sensible). El inicio promete, Richard Collier decide vivir sus últimos días en
la carretera, un viaje dejado al azar y la espera de la muerte. Describe cada
cosa que ve para fijarla antes de perderla para siempre, las casas, los cruces
de camino, las tiendas de los pueblos, su visita el Queen Mary y su habitación en un antiguo hotel (la extrañeza por las
huellas del pasado que se cuelan en el presente). Su vida se desliza lentamente
hacia el final esperado. Hasta que se enamora de la fotografía de Elise
McKenna, una actriz de finales del siglo
XIX. Y es ahí, en ese enamoramiento, donde Collier se pregunta por la
posibilidad de los viajes en el tiempo.
En El hombre menguante un hombre pierde varios centímetros al día y
conoce submundos que le estaban vetados. En Soy
leyenda, el último hombre vivo descubre que en un mundo de vampiros él es
el monstruo. En En algún lugar del tiempo,
es la autohipnosis la que propicia los viajes temporales, no hay máquinas como
en Wells y Bradbury sino una conciencia que se desprende del tiempo. Y es aquí,
en la búsqueda de una solución para viajar en el tiempo, donde se terminó mi
interés en el libro. Collier en la cama convenciéndose de estar en 1896 para
conocer a la mujer de la fotografía, desvaneciéndose en una neblina y
apareciendo años atrás. Después de eso, un folletín previsible. Collier ha
investigado la vida de Elise McKenna, su trayectoria teatral y vital, los
hechos extraños que ocurrieron en el mismo hotel donde se aloja y que
convierten a Elise en otra mujer, en otra actriz (más real, más dolorosa), su
soledad final, las referencias a un hombre misterioso y no saber desde dónde
venía. Collier se desprende del tiempo y encuentra a Elise en la playa cercana
al hotel y, a partir de ahí, las frases melosas, los personajes folletinescos,
los supuestos giros inesperados que no son tal, una historia que no es azar
sino destino y cuyo final conocemos desde el inicio.
Es decepcionante este libro de
Matheson. No funciona como historia de ciencia-ficción (salvo alguna simpática
referencia a H.G. Wells y la mariposa de Bradbury) ni como historia de amor (no
hay contención o intimismo, sencillez o profundidad, sólo una sucesión de
tópicos y párrafos desmañados). De Matheson esperaba otra cosa diferente a una
historia previsible y aburrida.
Maurice Nicoll afirma que toda
la historia es un hoy viviente. No disfrutamos de un fogonazo de vida en medio
de un extenso y desierto yermo. En vez de eso, existimos en algún punto «del
vasto proceso de los vivos que todavía piensan y sienten pero que son
invisibles para nosotros».
Sólo tengo que subirme a un
punto panorámico desde donde pueda ver y llegar al punto de ese desfile al que
me quiero sumar.
El último capítulo. Después
depende de mí.
Priestley habla de tres
Tiempos. Los denomina Tiempo 1, Tiempo 2 y Tiempo 3.
El Tiempo 1 es la época en la
que nacemos, crecemos y morimos; es el tiempo físico, propio del cuerpo y del
cerebro.
El Tiempo 2 diverge del camino
recto. Su campo de visión abarca unos coexistentes pasado, presente y futuro.
No son el reloj ni el calendario lo que determinan su existencia. Al entrar en
él, nos salimos del tiempo cronológico, al cual vemos como una unidad fija en
lugar de como una seria de momentos en movimiento.
El Tiempo 3 es esa zona donde
existe «el poder de conectar o desconectar lo que puede ser y lo que es».
El Tiempo 2 podría darse tras
la muerte, asegura Priestley. El Tiempo 3 podría ser la eternidad.
Richard Matheson. En algún lugar del tiempo. Traducción de Raúl Campos.
La Factoría de Ideas.
jueves, 17 de septiembre de 2015
leyendo La conjura contra América. Philip Roth
Los resultados de las
elecciones de noviembre ni siquiera estuvieron igualados. Lindbergh consiguió
el cincuenta y siete por ciento del voto popular y, con un triunfo aplastante,
ganó en cuarenta y siete estados. Los únicos donde perdió fueron Nueva York, el
estado natal de FDR, y, tan solo por dos mil votos, Maryland, donde la gran población
de funcionarios federales votó abrumadoramente por Roosevelt, mientras que el
presidente pudo retener —como no le fue posible en ningún otro lugar por debajo
de la línea Mason-Dixon— la lealtad de casi la mitad de los votantes demócratas
del viejo sur. Aunque a la mañana siguiente a las elecciones predominaba la
incredulidad, sobre todo entre los encuestadores, el día después todo el mundo
pareció entenderlo todo, y los comentaristas de radio y los columnistas de la
prensa presentaron la noticia como si la derrota de Roosevelt hubiera estado predeterminada.
Según sus explicaciones, lo ocurrido era que los norteamericanos no habían sido
capaces de romper con la tradición de los dos mandatos presidenciales que
George Washington había instituido y que ningún presidente antes de Roosevelt
se había atrevido a cuestionar. Por otro lado, después de la Depresión, la renaciente
confianza tanto de jóvenes como mayores se había visto estimulada por la
relativa juventud de Lindbergh y su aspecto elegante y atlético, en tan marcado
contraste con los serios impedimentos físicos con los que FDR cargaba como
víctima de la poliomielitis. Y estaba también el prodigio de la aviación y el
nuevo estilo de vida que prometía: Lindbergh, que ya era el dueño del aire y
había batido el récord de vuelo de larga distancia, podía conducir con
conocimiento de causa a sus compatriotas al mundo desconocido del futuro
aeronáutico, al tiempo que les garantizaba con su conducta puritana y anticuada
que los logros de la ingeniería moderna no tenían por qué erosionar los valores
del pasado. Los expertos llegaron a la conclusión de que los norteamericanos
del siglo XX, cansados de enfrentarse a una crisis cada década, ansiaban la
normalidad, y lo que Charles A. Lindbergh representaba era la normalidad
elevada a unas proporciones heroicas, un hombre decente con cara de honradez y
una voz normal y corriente que había demostrado al planeta entero, de un modo
deslumbrante, el valor para ponerse al frente, la fortaleza para moldear la
historia y, naturalmente, la capacidad de trascender la tragedia personal. Si Lindbergh
prometía que no habría guerra, entonces no la habría: para la gran mayoría de
la población era así de sencillo.
Peores aún para nosotros que
el resultado de las elecciones, fueron las semanas que siguieron a la toma de
posesión, cuando el nuevo presidente norteamericano viajó a Islandia para
entrevistarse personalmente con Adolf Hitler y, tras dos días de conversaciones
«cordiales», firmar un «acuerdo» que garantizaba unas relaciones pacíficas
entre Alemania y Estados Unidos. Hubo manifestaciones contra el Acuerdo de
Islandia en una docena de ciudades norteamericanas, y discursos apasionados en
la Cámara Baja y el Senado pronunciados por congresistas demócratas que habían sobrevivido
a la aplastante victoria republicana y que condenaban a Lindbergh por tratar
con un tirano fascista asesino como su igual y aceptar como lugar de su reunión
un reino insular históricamente fiel a una monarquía democrática cuya conquista
los nazis ya habían llevado a cabo, una tragedia nacional para Dinamarca,
claramente deplorable para el pueblo y su rey, pero que la visita de Lindbergh
a Reykjavik parecía aprobar tácitamente.
Cuando el presidente regresó a
Washington desde Islandia (una formación de vuelo de diez grandes aviones de
patrulla de la armada que escoltaban al nuevo Interceptor Lockheed bimotor que él
mismo pilotaba), el discurso que dirigió a la nación constó solo de cinco
frases. «Ahora está garantizado que este gran país no participará en la guerra
en Europa.» Así comenzaba el histórico mensaje, y proseguía hasta su conclusión
del modo siguiente: «No nos uniremos a ningún bando bélico en ningún lugar del
globo. Al mismo tiempo, seguiremos armando a Estados Unidos y adiestrando a
nuestros jóvenes de las fuerzas armadas en el uso de la tecnología militar más
avanzada. La clave de nuestra invulnerabilidad es el desarrollo de la aviación
norteamericana, incluida la tecnología de los cohetes. De este modo, nuestros
límites continentales serán inexpugnables a los ataques desde el exterior, mientras
mantenemos una neutralidad estricta».
Diez días después, el
presidente firmó el Acuerdo de Hawai en Honolulú con el príncipe Fumimaro
Konoye, primer ministro del gobierno imperial japonés, y con Matsuoka, el
ministro de Asuntos Exteriores. Como emisarios del emperador Hirohito, ambos
habían firmado ya en Berlín, en septiembre de 1940, una triple alianza con los
alemanes y los italianos, un acuerdo en el que los japoneses refrendaban el
«nuevo orden en Europa» establecido bajo el liderazgo de Italia y Alemania,
que, a su vez, refrendaba el «Nuevo Orden en el Gran Este Asiático» establecido
por Japón. Asimismo, los tres países prometieron ayudarse militarmente en caso
de que alguno de ellos fuese atacado por una nación no comprometida en la
guerra europea o en la sino japonesa. Al igual que el Acuerdo de Islandia, el
Acuerdo de Hawai convertía a Estados Unidos en un miembro, en todos los
aspectos salvo el nombre, de la triple alianza del Eje, al extender el
reconocimiento norteamericano a la soberanía de Japón en Asia oriental y
garantizar que Estados Unidos no se opondría a la expansión japonesa en el
continente asiático, incluida la anexión de las Indias holandesas y la
Indochina francesa. Japón prometió reconocer la soberanía de Estados Unidos en
su propio continente, respetar la independencia política de la mancomunidad norteamericana
de las Filipinas (programada para que entrara en vigor en 1946) y aceptar los
territorios norteamericanos de Hawai, Guam y Midway como posesiones
estadounidenses permanentes en el Pacífico.
En el período subsiguiente a
los acuerdos, se alzaron por doquier los gritos de norteamericanos que decían:
«¡No a la guerra, no a que los jóvenes luchen y mueran, nunca más!». Decían que
Lindbergh podía tratar con Hitler, que este le respetaba por ser quien era, que
Mussolini e Hirohito le respetaban por ser quien era. Los únicos que estaban
contra él, afirmaba la gente, eran los judíos. Y, en efecto, así era en
Norteamérica. Todo lo que los judíos podían hacer era preocuparse. En la calle,
nuestros mayores especulaban sin cesar acerca de lo que nos harían, y en quién
podíamos confiar para que nos protegiera y cómo podríamos protegernos a
nosotros mismos. Los niños como yo volvíamos a casa de la escuela asustados y perplejos,
incluso llorosos, debido a lo que los chicos mayores comentaban entre ellos, lo
que, durante sus comidas en Islandia, Lindbergh le había dicho de nosotros a
Hitler y lo que este le había dicho a Lindbergh de nosotros. Uno de los motivos
por los que mis padres decidieron mantener los planes, trazados mucho tiempo atrás,
de visitar Washington fue el de convencernos a Sandy y a mí, tanto si ellos
mismos se lo creían como si no, de que no había cambiado nada aparte de que FDR
ya no era el presidente. Estados Unidos no era un país fascista y no lo sería,
al margen de lo que Alvin había predicho. Había un nuevo presidente y un nuevo Congreso,
pero uno y otros estaban obligados a respetar la ley tal como figuraba en la
Constitución. Eran republicanos, eran aislacionistas y, entre ellos, sí, había
antisemitas (como también los había entre los sureños del propio partido de
FDR), pero había una gran distancia entre eso y la condición de nazi. Además,
uno solo tenía que escuchar a Winchell los domingos por la noche, cuando arremetía
contra el nuevo presidente y «su amigo Joe Goebbels», o escuchar su enumeración
de los terrenos que el Departamento de Interior estaba considerando para
levantar en ellos campos de concentración (terrenos situados principalmente en
Montana, el estado natal del vicepresidente partidario de la «unidad nacional» de
Lindbergh, el demócrata aislacionista Burton K. Wheeler) para no tener duda del
entusiasmo con que la nueva administración estaba siendo escrutada por los
reporteros favoritos de mi padre, como Winchell, Dorothy Thompson, Quentin
Reynolds y William L. Shirer, y, desde luego, por la redacción de PM. Incluso yo esperaba mi turno para
echar un vistazo a PM cuando mi padre
lo traía a casa por la noche, y no solo para leer la tira cómica de Barnaby u hojear las páginas de
fotografías, sino para tener en mis manos una prueba documental de que, pese a
la increíble rapidez con que parecía estar alterándose nuestra condición de
norteamericanos, seguíamos viviendo en un país libre.
Después de que Lindbergh
jurase su cargo el 20 de enero de 1941, FDR regresó con su familia a la finca
de Hyde Park, Nueva York, y desde entonces no se le había vuelto a ver ni
escuchar. Puesto que fue en la casa de Hyde Park, en su infancia, donde empezó
a interesarse por el coleccionismo de sellos (cuando su madre, según se decía,
le dio sus propios álbumes de cuando era niña), yo le imaginaba allí dedicando
todo su tiempo a ordenar los centenares de ejemplares que había acumulado
durante los ocho años pasados en la Casa Blanca. Como sabía cualquier
coleccionista, ningún presidente anterior había encargado la emisión de tantos
sellos nuevos, corno tampoco había habido ningún otro presidente involucrado de
una manera tan estrecha con el Departamento Postal. Prácticamente, mi primer
objetivo cuando tuve mi álbum fue acumular todos los sellos de los que me
constaba que FDR había intervenido en su diseño o sugerido personalmente,
empezando por el de tres centavos de Susan B. Anthony, emitido en 1936, que conmemoraba
el decimosexto aniversario de la enmienda que autorizaba el voto a las mujeres,
y el de cinco centavos de Virginia Dare, emitido en 1937, que señalaba el
nacimiento en Roanoke trescientos cincuenta años atrás del primer inglés nacido
en Norteamérica. El sello del día de la Madre, emitido en 1934 y diseñado
originalmente por FDR, en cuyo ángulo izquierdo figuraba la leyenda «En memoria
y honor de las madres de América» y, en el centro, el célebre retrato de su
madre realizado por el artista Whistler, me lo dio mi propia madre en una hoja
de cuatro para contribuir al avance de mi colección. Ella también me había
ayudado a comprar los siete sellos conmemorativos que Roosevelt aprobó durante
su primer año en la presidencia, y que yo deseaba tener porque en cinco de ellos
destacaba la cifra «1933», el año en que nací.
Antes de partir hacia
Washington, pedí permiso a mis padres para llevarme el álbum de sellos. Ella se
negó al principio, por temor a que lo perdiera y luego me sintiera desolado,
pero luego se dejó convencer cuando insistí en la necesidad de llevar por lo
menos los sellos del presidente, es decir, la serie de dieciséis que poseía
desde 1938 y que progresaba secuencialmente y por valor desde George Washington
hasta Calvin Coolidge. El sello dedicado al Cementerio Nacional de Arlington,
de 1922, y los del Lincoln Memorial y los edificios del Capitolio, de 1923,
eran demasiado caros para mi presupuesto, pero de todos modos ofrecí como una
razón más para llevarme la colección en el viaje el hecho de que los tres
famosos lugares estaban claramente representados en blanco y negro en la página
del álbum reservada para ellos. La verdad es que tenía miedo de dejar el álbum
en el piso vacío debido a la pesadilla que había tenido, temeroso de que, ya
fuese porque no había extraído el sello de correo aéreo de diez centavos en el
que figuraba Lindbergh, ya porque Sandy había mentido a nuestros padres y sus
dibujos de Lindbergh seguían intactos debajo de la cama, o porque una traición filial
conspiraba con la otra, durante mi ausencia se produjera una maligna
transformación y mis desprotegidos Washingtons se convirtieran en Hitlers y
hubiera esvásticas impresas sobre mis parques nacionales.
Philip Roth. La conjura contra América. Traducción de Jordi Fibla. Random
House Mondadori
domingo, 13 de septiembre de 2015
Un paseo. Raymond Carver
Fui a dar un paseo por la vía
del tren.
La seguí durante un rato
y me salí en el cementerio del
pueblo.
Allí descansa un hombre entre
sus dos esposas. Emily van der
Zee,
Esposa y Madre Amantísima,
está a la derecha de John van
der Zee.
Mary, la segunda señora van
der Zee,
Amantísima Esposa también, a
su izquierda.
Primero se fue Emily, luego
Mary.
Al cabo de unos años, el
propio John van der Zee.
Once hijos nacieron de esas
uniones.
También estarán muertos a
estas alturas.
Éste es un lugar silencioso.
Un lugar tan bueno como
cualquier otro para descansar
del paseo, sentarme y
pensar en mi propia muerte,
que se acerca.
Pero no lo entiendo, no lo
entiendo.
Todo lo que sé de esta vida
llena de sudor y delicadezas,
de la mía y de la de los
demás,
es que dentro de poco me
levantaré
y dejaré este lugar tan
insólito
que ofrece amparo a los
muertos. Este cementerio.
Me iré. Andando primero sobre
un raíl
y luego sobre el otro.
Raymond Carver. Un paseo en Todos nosotros. Traducción de Jaime Priede.
Bartleby editores.
A Walk
I took a walk on the railroad track.
Followed that for a while
and got off at the country graveyard
where a man sleeps between
two wives. Emily van der Zee,
Loving Wife and Mother,
is at John van der Zee's right.
Mary, the second Mrs. van der Zee
also a loving wife, to his left.
First Emily went, then Mary.
After a few years, the old fellow himself.
Eleven children came from these unions.
And they, too, would all have to be dead now.
This is a quiet place. As good a place as any
to break my walk, sit, and provide against
my own death, which comes on.
But I don't understand, and I don't understand.
All I know about this fine, sweaty life,
my own or anyone else's,
is that in a little while I'll rise up
and leave this astonishing place
that gives shelter to dead people. This
graveyard.
And go. Walking first on one rail
and then the other.
viernes, 11 de septiembre de 2015
Natsume Soseki en La herencia del gusto
luz, centelleando como conchas. Era una visión
fascinante. Aunque no soplaba el viento, aquellas estrellitas doradas
susurraban a mi alrededor. Como las hojas eran muy finas caían sobre la tierra
despacio, en silencio. Desde que se desgajaban de la rama hasta que llegaban al
suelo, iban reflejando la luz de diferentes maneras, según incidieran los rayos
solares. Parecían no tener prisa mientras irradiaban la gama de variaciones
luminosas. Era una danza graciosa esa caída de las hojas. Al contemplarlas daba
la impresión de que no caían, sino que se divertían planeando en el aire.
Reinaba una calma absoluta.
Es
erróneo pensar que una tranquilidad absoluta requiere la ausencia total de
movimiento. Cuando un objeto se mueve en un espacio de tranquilidad total es
cuando percibimos mejor la calma que lo rodea. Aún más, si el objeto en
movimiento oscila lo suficiente, sin exagerar, o si el movimiento en sí mismo
expresa calma y nos hace percibir esa tranquilidad en todas partes, en ese
momento experimentaremos una vivencia de profundo sosiego. Tal era el efecto
preciso que creaban las hojas de ginkgo meciéndose en el aire, sin que las
perturbase la brisa. Como caían noche y día sin cesar, las pequeñas
hojas con forma de abanico cubrían el pie del árbol, de modo que la base de
tierra negra apenas se podía ver. Me preguntaba si los monjes habían decidido
no barrer esta parte porque les resultaba trabajoso, o si tal vez habían dejado
amontonarse intencionadamente las hojas porque les complacía admirarlas. En todo
caso, era una visión espléndida.
Natsume Soseki. La herencia del gusto. Traducción
de Emilio Masiá y Moe Kuwano. Ediciones Sígueme
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