Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

martes, 22 de diciembre de 2015

Personajes en un paisaje de infancia. Bohumil Hrabal

Empiezo a ver con claridad el mundo de Hrabal. Hay hombres y mujeres intensos e impetuosos, hay fábricas y tabernas, hay pequeñas ciudades y un mundo externo que irrumpe en ellas con nuevos artilugios, guerras o ideas desconocidas, hay, sobre todo, una mezcla de ironía y tristeza y la voluptuosidad de un puñado de personajes que disfrutan de la vida y la miran con asombro, descubrimiento y diversión, personajes que cantan y bailan y cuentan viejas anécdotas y recuerdos incluso en las circunstancias más adversas, que se mueven entre la grisura de fábricas de papel o cervecerías y el jolgorio de las tabernas, que eligen un bando en el que luchar o sacrifican lo más preciado.

Personajes en un paisaje de infancia es Maryška, una mujer alocada y vital que vive en una fábrica de cerveza y está casada con un hombre anodino y que realiza su autorretrato con caballos, chimeneas, peluqueros, toneles, sueños, y recuerdos. Hrabal crea una narradora ágil y divertida a la que le gusta la luz de los quinqués y se identifica con los caballos desbocados, una mujer que cría cerdos dentro de la cervecería o deja que su pelo crezca hasta llegar al suelo, un personaje casi de cuento, una princesa atrapada en un castillo, supeditada a la mirada de los demás y la mujer decente que busca su marido, alguien que rompe las normas y se sube a una chimenea para ver el mundo desde otra perspectiva o se desnuda y se baña en un viejo tonel y allí deja libre su mente y mezcla sueños, recuerdos y deseos. Francin, su marido, tiene una moto que le deja tirado en cada viaje, compra pequeñas joyas a su mujer o inventos estrafalarios, ansía bailar tango, no se separa de su pluma de dibujar número tres, todo ello grietas en su carácter gris y previsible.

Hay otro personaje tan alocado y vital como Maryška. El tío Pepin. Un zapatero que visita a su hermano Francin por quince días y se queda a trabajar en la cervecería y tiene malhumor y canta con toneles en el pecho y cuenta (o inventa) viejas anécdotas de su paso por el ejército. Maryška que juega con el tío Pepin y le hace hablar y enfadarse y le empuja en sus aventuras y encuentra en él un aliado que rompe su rutina y los días grises. Y es aquí, en el personaje del tío que me recuerda otras novelas de Hrabal, donde busco en mi estantería La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo y descubro que es la continuación de Personajes en un paisaje de infancia (si aquella está narrada por el hijo de Maryška y Francin, en esta novela es Maryška quien habla). Entonces, la sonrisa por el reencuentro.

Personajes en un paisaje de infancia tiene humor y esa escritura impetuosa y febril de Hrabal donde se mezclan los sueños con la realidad, hay momentos para divertidas anécdotas y un tiempo y unos personajes que ven cómo llegan los nuevos tiempos (las radios o los electrodos curativos) y con ellos un mundo y unas emociones distintas. La inteligencia y el humor de Hrabal me atrae y me hace seguir buscando esas pequeñas ciudades y tabernas donde parece que la vida transcurre de otra manera y hay personajes vitalistas que no paran de bailar.







Me gustan esos pocos minutos antes de las siete de la tarde, cuando con trapos y pelotas de papel de periódico –viejos números de Política Nacional- limpio los cilindros de cristal de los quinqués, rebaño con una cerilla las mechas ennegrecidas, luego vuelvo a colocar las pequeñas capuchas de hojalata y a las siete en punto llega el momento deseado en que las máquinas de la cervecería se paran, las revoluciones de la dinamo que manda la corriente eléctrica a todas las bombillas empiezan a moderarse y a medida que la electricidad disminuye se debilita la luz de las bombillas, poco a poco la luz blanca se convierte en rosa y la luz rosa, en gris, como si se filtrase a través de un tamiz de gasa y organdí, y por último los filamentos de volframio dibujan en el techo unos raquíticos dedos rojizos, una clave de sol carmesí. Entonces enciendo la mecha, pongo el tubo, tiro de la lengüecita amarilla y coloco otra vez la pantalla de cristal esmerilado, adornada con rosas de porcelana. Me gustan esos pocos minutos antes de las siete de la tarde, me agrada levantar la cabeza y observar cómo la luz fluye de la bombilla como la sangre se derrama de un gallo degollado, no quito los ojos de aquella rúbrica de corriente eléctrica que palidece y temo el día en que la cervecería quede conectada a la línea municipal, aquel día ya no se encenderán todos esos faroles en los establos, esas lámparas con espejitos redondos, esos quinqués ventrudos con mechas redondas, nadie apreciará su luz porque esta ceremonia habrá sido sustituida por un interruptor al igual que los grifos reemplazaron las fuentes, con lo bonitas que eran. Los quinqués encendidos me enamoran, bajo su luz pongo la mesa, a su luz se abren los diarios y los libros, me gustan las manos iluminadas que descansan indolentes sobre el mantel, manos humanas separadas del cuerpo, que en la letra de sus arrugas exponen el carácter de su propietario, me encantan los faroles de gas que empuño para recibir a los visitantes, iluminándoles el rostro y el camino, los quinqués me gustan porque bajo su luz hago ganchillo y confecciono cortinas y sueño, me encanta que al apagarlos de un soplo violento exhalen ese olor tan fuerte que parece llenar la habitación con un reproche. Ojalá el día en que la electricidad llegue a la cervecería encuentre la fuerza suficiente para encender los quinqués por lo menos una vez por semana, quiero escuchar el susurro melódico de la luz amarilla que dibuja profundas sombras y obliga a caminar con cautela y soñar.

***

Al verle tan desgraciado, le imprimí un beso sobre los labios y él se avergonzó, me miró con reproche, como si dijera que una mujer decente no se comporta así en público, aunque el público sólo sea el tío Pepin; Francin se liberó de mis brazos y por la puerta trasera se fue a su despacho; a través de las paredes oí cómo abrió la puerta de cristal, él, siempre con aquella canción de la «mujer decente», desde que nos casamos no paró de alzar ante mí el concepto de la mujer decente, me dibujaba una mujer ejemplar que yo no era ni podía serlo, yo que me desvivía por comer cerezas y no las comía, las devoraba, como era mi costumbre, con avidez y voracidad, Francin se ponía rojo como una gamba y yo no comprendía la causa de su indignación hasta que un día yo misma entendí que una cereza en mi boca era la razón de su arrebato porque una mujer decente no come cerezas con tanta gula. En otoño, cuando deshojaba las mazorcas, él seguía mi mano ocupada y las lucecitas de mis ojos, y ya estaba: una señora decente no deshoja las mazorcas de esa manera y, si no tiene más remedio que hacerlo, por lo menos no ríe a mandíbula batiente y con los ojos encendidos, como yo; si otro hombre me viera de aquella manera, seguramente podría imaginarse en aquella mazorca que deshojaban mis manos, un aliento a su deseo.
Bohumil Hrabal. Personajes en un paisaje de infancia. Traducción de Monika Zgustová. Ediciones Destino.

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