Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 30 de diciembre de 2015

El vino del estío. Ray Bradbury

(Diciembre es un mal mes para leer. Por su rapidez y ansiedad. Digo esto porque, en condiciones normales, El vino del estío habría caído en un par de días y no en una semana y habría sido una lectura aún más placentera de lo que fue, un libro que está entre mis favoritos de Bradbury junto a Crónicas marcianas y El hombre ilustrado).


Un muchacho de doce años, una ventana y el inicio del verano de 1928, el sonido de las hamacas en los porches y la diminuta luz de las luciérnagas, las largas puestas de sol, los juegos en cañadas misteriosas y la vida que se abre poco a poco, un mundo de máquinas modestas y sinceras, las máquinas del tiempo que sólo pueden ir al pasado o las máquinas que predicen el futuro con cartas de Tarot o máquinas verdes que sirven para dar un paseo o la máquina de la felicidad que entristece al que entra en ella, el vino de los dientes de león y las botellas que recuerdan cada día del verano, las muertes, encuentros, aventuras y sueños que sucedieron durante tres meses y que dejaron a Doug y sus amigos más cerca de la edad adulta.


El vino de diente de león.
Las palabras sabían a verano. El vino era verano encerrado y taponado. Y ahora que Douglas sabía, realmente sabía, que estaba vivo, y se movía en el mundo para verlo y tocarlo, convenía que algo de este nuevo conocimiento, algo de este especial día de vendimia, fuera apartado y sellado, y abierto luego un día de enero, cuando nevara rápidamente y el sol estuviese oculto desde semanas o meses atrás, y el milagro, en parte olvidado, necesitara renovarse. Sería aquel un verano de insospechables maravillas, y Douglas quería que lo conservaran y ordeñaran. En cualquier momento bajaría de puntillas a ese húmedo crepúsculo y acercaría las puntas de los dedos.
Y allí, hilera sobre hilera, con el color suave de las flores que se abren a la mañana, con la luz del sol de junio tras una débil película de polvo, estaría el vino. Y al mirar el día invernal a través de la botella... la nieve se fundiría en pastos, en los árboles vivirían otra vez pájaros, hojas, y capullos, como un continente de mariposas que se alzara al viento. Y el cielo acerado sería azul.
Ten el estío en la mano, sírvete un poco de estío, un vasito nada más por supuesto, un sorbito para niños; cambia la estación en tus venas llevándote el vaso a los labios y empinando el estío.


Ray Bradbury construye una novela cálida y sencilla en El vino del estío, y la puebla de pequeñas aventuras y personajes misteriosos o extravagantes, cuentos que hablan de un verano y un muchacho que descubre que está vivo (el vértigo y la pasión), que le espera la muerte y que mira atento el mundo que le rodea y busca los detalles que forman un verano, las hamacas, las charlas en los porches, las carreras por las calles, las luciérnagas y las historias de los viejos del lugar. La mirada inocente e indagadora de Doug y su hermano pequeño Tom ante el verano y el mundo de los adultos, sus reflexiones sobre qué significa estar vivo y cómo deben transcurrir los rituales del verano, su manera de encarar la oscuridad de la noche o una mansión polvorienta, su continua búsqueda y su lucidez.

En El vino del estío hay una sucesión de personajes secundarios entrañables, el hombre nonagenario que recuerda las manadas de bisontes o los números de magia y cabaret, una ventana a un pasado desaparecido, la anciana que regala sus fotos y objetos de niña porque no puede volver atrás y descubre que sólo existe el ahora y que la niña que fue ha desaparecido para el mundo presente, el abuelo que hace vino de los dientes de león, el trapero que lleva en su carromato objetos de segunda mano para intercambiar con los niños del pueblo, el conductor del último tranvía, que invita a los niños a un viaje final. Es un mundo en cambio el de El vino del estío, Doug y Tom asisten al paso del tiempo, a los rituales propios del verano y ven cómo pierde parte de su infancia y personas queridas.

Bradbury escribió El vino del estío a lo largo de diez años, y por momentos parece una caja contenedora donde poner recuerdos y personas, el tono íntimo y cálido para hablar de un verano y sus mitos. Doug y Tom ante los rituales del verano, las primeras zapatillas de tenis, las primeras pisadas desnudas sobre la hierba, el recuerdo del invierno como una frontera oscura y la ilusión por el descubrimiento. Y en ese descubrimiento, la vida y la muerte.







Sacó una libreta de tapa gris amarillenta. Sacó un lápiz amarillo. Abrió la libreta. Pasó la lengua por la punta del lápiz.
— Tom -dijo-, tú y tus estadísticas me habéis dado una idea. Llevaré cuenta de las cosas. Por ejemplo, ¿notaste que todos los veranos repetimos cosas del verano anterior?
— ¿Como qué, Doug?
— Como hacer vino, como comprar zapatos tenis, como lanzar el primer cohete del año, como hacer limonada, como clavarnos astillas en los pies, como recoger moras silvestres. Todos los años lo mismo. Esto es la mitad del verano, Tom.
— ¿Y la otra mitad?
— Cosas que hacemos por primera vez.
— ¿Como comer aceitunas?
— Más importantes. Como descubrir que el abuelo o papá quizá no lo saben todo.
— ¡Saben lo que se puede saber! ¡No lo olvides!
— Tom, no discutas. Ya lo he anotado bajo DESCUBRIMIENTOS. Pero no es un crimen. He descubierto eso, también.
— ¿Qué otras locuras tienes ahí?
— Estoy vivo.
— ¡Eh, eso es viejo!
Pensarlo, notarlo, es nuevo. Uno hace cosas sin pensar. De pronto miras y ves qué estás haciendo, y es la primera vez, realmente. Voy a dividir el verano en dos partes. La primera parte de esta libreta se titula: RITOS Y CEREMONIAS. La primera cerveza agria del año. La primera vez que uno corre con los pies desnudos por la hierba. El primer baño en el lago. La primera sandía. El primer mosquito. La primera cosecha de dientes de león. Aquí, como dije, están los DESCUBRIMIENTOS Y REVELACIONES, o quizá ILUMINACIONES (una palabra hermosa), o quizá INTUICIONES. En fin, haces algo viejo y familiar, como embotellar vino, y lo pones bajo RITOS Y CEREMONIAS. Y luego piensas, y pones lo que piensas, aunque sea una locura, bajo DESCUBRIMIENTOS Y REVELACIONES. Mira lo que puse del vino: Cada vez que lo embotellas, guardas un buen pedazo de 1928. ¿Qué te parece, Tom?
— No pude seguirte.
— Te mostraré otra cosa. Bajo CEREMONIAS: Primera paliza de papá en el verano de 1928 la mañana del 24 de junio. Y en REVELACIONES escribí: "Los mayores y los chicos siempre pelean porque son de raza distinta" y "Las paralelas nunca se encuentran", ¡Fúmate eso, Tom!
— ¡Doug, es cierto, es cierto! Por eso no nos entendemos con mamá y papá. ¡Dificultades, siempre dificultades, del desayuno a la cena! ¡Doug, eres un genio!
— Cada vez que hagas algo repetido en estos meses, dímelo. Piensa luego, y dime eso también. Cuando llegue setiembre, sumaremos las cosas del verano y veremos qué descubrimos.
— Tengo una estadística para ti, ahora mismo, Doug. Toma el lápiz. Hay cinco billones de árboles en el mundo. Debajo de cada árbol hay una sombra, ¿no es cierto? Bueno, ¿por qué hay noches? Te lo diré: ¡sombras que salen de debajo de cinco billones de árboles! ¡Piénsalo! Sombras que corren por el aire, que emborronan las aguas, podrías decir. Si pudiéramos descubrir un modo de guardar esos cinco malditos billones de sombras bajo los árboles, podríamos quedarnos levantados la mitad de la noche, Doug, ¡pues no habría noche! Ahí tienes, algo viejo, algo nuevo.
— Es algo viejo y nuevo, realmente. -Douglas pasó la lengua por el lápiz, con ese nombre, Ticonderoga, que tanto le gustaba:- Dilo otra vez.
Sombras bajo cinco billones de árboles...

***

Sí, el verano era ritos, celebrados en el momento y el sitio indicados. El rito de la limonada y el té frío, el rito del vino, los pies calzados, o descalzos, y al fin, con una silenciosa dignidad, el rito de la hamaca en el porche.
En el tercer día de verano, a la tarde, el abuelo salió de la casa y contempló serenamente las dos anillas en el cielo raso del porche. Acercándose a la baranda, donde se alineaban las macetas de geranios, como Ahab cuando estudiaba el día apacible y el cielo apacible, alzó el dedo húmedo estudiando el viento, y se arremangó la chaqueta para ver cómo se sentía uno en mangas de camisa en las últimas horas de la tarde. Respondió al saludo de otros capitanes en otros porches florecidos, que habían salido a observar la dulce y terrestre corriente del clima, olvidados de las mujeres que gorjeaban o protestaban detrás de las oscuras puertas.
— Muy bien, Douglas, pongámosla.
La encontraron en el garaje, polvorienta, y la llevaron como la torrecilla de un elefante, a los silenciosos festivales de las noches de verano, y el abuelo la encadenó a las anillas del cielo raso.
Douglas, más liviano, fue el primero en sentarse en la hamaca. Poco después, el abuelo instalaba su peso pontifical junto al niño. Se miraron sonriendo, asintiendo con movimientos de cabeza, mientras se balaceaban silenciosamente hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás.
Diez minutos más tarde, la abuela aparecía con baldes de agua y escobas para lavar y barrer el porche. Se trajeron otras sillas.
— Es siempre agradable sentarse a la tarde -dijo el abuelo-, antes que los mosquitos empiecen a picar.
Alrededor de las siete, si uno se asomaba a la ventana del comedor y escuchaba, podía oír un ruido de sillas que se apartaban de las mesas, y a alguien que tocaba un piano de dentadura amarilla. Se encendían fósforos; y los primeros platos burbujeaban en la espuma, y se alineaban en los estantes. En algún sitio, débilmente, tocaba un fonógrafo.
Y luego, a medida que avanzaba la noche, casa tras casa, en las calles crepusculares, bajo los robles y los olmos inmensos, en los porches sombríos; aparecía poco a poco la gente, como esas figuras de los barómetros.
El tío Bert, quizá el abuelo, luego el padre, y algunos de los primos. Los hombres saldrían primero a la noche de melaza, echando humo, dejando atrás las voces de las mujeres, que en las tibias cocinas ordenaban otra vez el universo. Luego las primeras voces de los hombres, y los niños en los gastados escalones o las barandas de madera desde donde en algún momento algo caería, un niño o una maceta de geranios.
Al fin, como fantasmas que habían esperado un momento detrás de las puertas de alambre, aparecerían la madre, la abuela, la bisabuela, y los hombres se moverían y ofrecerían sus asientos. Las mujeres traerían abanicos, periódicos doblados, hojas de bambú, pañuelos perfumados, y mientras hablaban moverían el aire sobre las caras.
Nadie recordaba al otro día de qué habían hablado. A nadie le importaba mucho. Sólo importaba que los sonidos iban y venían sobre los helechos delicados que bordeaban el porche; sólo importaba que la oscuridad era como un agua negra vertida sobre las casas, y que los cigarrillos brillaban, y las conversaciones seguían y seguían. La charla de las mujeres se alzaba perturbando los primeros mosquitos, que bailaban frenéticamente en el aire. Las voces de los hombres se metían entre las viejas maderas de las casas. Si uno cerraba los ojos y apoyaba la cabeza contra el piso, podía oír esas voces como un terremoto distante, incesante.
Douglas se tendió de espaldas en las secas planchas del porche. Las voces, que parecían eternas, lo alegraban y tranquilizaban. Eran voces que fluían sobre él en una corriente de murmullos, y le rozaban los párpados, y le entraban en los oídos somnolientos, continuamente. Las mecedoras chirriaban como grillos, los grillos chirriaban como mecedoras, y en el mohoso tonel de agua de lluvia nacía otra generación de mosquitos que serviría de tema de conversación en futuros e innumerables veranos.
Sentarse en el porche en las noches de verano era algo tan agradable, tan fácil, tan tranquilizador, que parecía imprescindible. Una sucesión de ritos exactos y antiguos: el encendido de las pipas, las pálidas manos que movían agujas de tejer en la oscuridad; la consumición de los bizcochos Eskimo, envueltos en papel plateado; el ir y venir de las gentes. Durante algún tiempo, en las primeras horas de la noche, todos hacían visitas; los vecinos de abajo, las gentes de enfrente, la señorita Fern y la señorita Roberta que pasaban zumbando en su auto eléctrico, y llevaban de paseo a Tom o Douglas alrededor de la manzana, y luego subían a sentarse y abanicarse las acaloradas mejillas, o el señor Jones, el trapero, que luego de dejar su carro y su caballo en el callejón, subía los escalones listo para estallar en palabras, animado, como si nadie hubiese dicho nunca lo que él decía, y de algún modo así era. Y por último, los niños, que habían jugado a hurtadillas un último escondite, o pateado una lata, jadeando, encendidos, volvían débiles y silenciosos como bumerangs a la hierba blanda, y se hundían junto a la charla charla charla del porche que los aplastaba suavemente...
Oh, la alegría de tenderse en la noche de helechos y la noche de hierbas y la noche de voces susurrantes y somnolientas que tejían la oscuridad. Los mayores habían olvidado que Douglas estaba allí, tan quieto, tan callado, oyendo los planes que elaboraban para él y sus propios destinos... Y las voces cantaban, erraban, en nubes de humo de cigarrillo iluminadas por la luna, mientras las luciérnagas, como tardías y animadas flores de manzano, golpeaban débilmente las luces lejanas de la calle, y las voces entraban en los años del futuro...

***

— Esa es la dificultad con su generación -dijo el abuelo-. Bill, usted me avergüenza, usted, un periodista. Todas las cosas que pueden saborearse en la vida, ustedes las anulan. Ahorre tiempo, ahorre trabajo, dicen. -Pateó los almácigos irrespetuosamente.- Bill, cuando tenga usted mis años, descubrirá que las cosas pequeñas, las alegrías pequeñas, cuentan más que las grandes. Un paseo en una mañana de primavera es preferible a un viaje de cien kilómetros en un coche que corre a los saltos. ¿Sabe por qué? Porque en el paseo hay aromas, cosas que crecen. Hay tiempo de buscar y encontrar. Ya sé. Ustedes buscan ahora lo grande, y quizá tengan razón. Pero como hombre que trabaja en un periódico debería fijarse usted en las uvas tanto como en los melones. Usted admira los esqueletos, y yo las huellas digitales. Muchas cosas lo aburren a usted, y yo me pregunto si no se debe a que nunca aprendió a usarlas. Si de ustedes dependiera, emitirían una ley que aboliría todas las tareas menudas, las cosas menudas. Se quedarían sólo con las grandes cosas, y tendrían entonces que pasarse las horas ideando algo que hacer para no volverse locos. ¿Por qué no aprenden de la naturaleza? Cortar el césped y arrancar zarzas puede ser un modo de vida, hijo.
Bill Forrester lo miraba sonriendo.
— Ya sé -dijo el abuelo-. Hablo demasiado.
— Lo oigo con gusto.
— La conferencia continúa, entonces. Un matorral de lilas es mejor que una orquídea. Y los dientes de león y la hierba común son todavía mejores. ¿Por qué? Porque lo doblan a usted, y lo alejan de toda la gente y el pueblo por un rato, y lo hacen sudar, y le recuerdan que tiene nariz. Y cuando usted se dedica realmente a eso, es usted mismo un rato. Usted empieza a pensar. La jardinería es la excusa más a mano para ser un filósofo. Nadie sospecha, nadie acusa, nadie sabe, pero ahí está usted, Platón entre las peonias. Sócrates cultivando su propia cicuta. Un hombre que lleva un saco de abono por el campo es como Atlas con el mundo al hombro. Como dijo una vez el caballero Samuel Spaulding: "Cava en la tierra, cava en el alma." Haga girar esas hojas de la cortadora, Bill, y paséese bajo el rocío de la fuente de la juventud. Fin de la conferencia. Además, es bueno comer de cuando en cuando unos dientes de león.
Ray Bradbury. El viento del estío. Traducción de Francisco Abelenda. Ediciones Minotauro. 

domingo, 27 de diciembre de 2015

Eloy Sánchez Rosillo en Antes del nombre

Perplejidad

Con lento pie anduviste por mi vida,
dolor de aquellos tiempos,
nunca terminabas de pasar.
Días que eran la noche,
años empantanados en las aguas
de un presente ofuscado y sin salida.
Perplejo aún, puedo afirmar ahora
que al fin no te marchaste,
ni te apagaste porque te extinguieras,
sino que por amor, por gracia pura,
fuiste transfigurado
en alegría misericordiosa
sin que yo en un principio lo advirtiese.
¿Cómo pudo ocurrir aquel prodigio
de que al llegar a un punto, a tal momento,
tú ya no fueras tú
y fueras justamente lo contrario?
Qué enigmático es todo, qué aventura
esta ignorancia ciega del vivir.


***


Nuevas consideraciones sobre el alba

Nunca se acaba de entender el alba.
Por más que uno lo observe un día y otro
-sobre todo en verano-, no se puede
desvelar el motivo de sus hábitos
ni los secretos de su condición.
Todo es en ella prodigioso y nadie
consiguió descifrarla.
                                   Miro, absorto,
el mágico momento en que la noche
deja de ser la noche y rompe el día.
Desde la oscuridad que ahora me envuelve,
con el balcón de par en par abierto,
constato este milagro de la luz
que es aún casi luz, que es luz apenas.
Y nada inquiero, nada me pregunto.
Ante un asunto así, tan delicado,
sólo hay lugar en mí para el asombro.


***


En la inmensa heredad

Por estos ojos salgo yo a la vida
y entra en mí cuanto existe, la incontable
variedad de las cosas de ahí afuera.
Ninguna puerta tan abierta y fácil,
tan prodigiosa. Pasan por el cielo
muy deprisa unas nubes y, a la vez,
porque mis ojos miran, acontecen
aquí, en la intimidad del alma mía.
Una muchacha o esta hormiga, un árbol,
una mota de polvo, esa montaña,
no son ajenos, no están lejos, sino
que, sin negar su ser, vienen a mí
y se me entregan, son yo mismo al cabo.
Cuántos bienes diversos, cuánta luz,
están conmigo en la heredad del mundo
por gracia, sobre todo, del mirar.


***


A la orilla del tiempo

No necesito para estar conmigo,
para reconocerme y encontrarme,
sino estas horas quietas
y mi tranquilo corazón de hoy.
Mucho he vivido ya, mucho he sufrido
en improbables rumbos que de mí me alejaban.
Más no sé cómo un día me detuve
a la orilla del tiempo.
Dejé que él prosiguiera caminando deprisa,
con su ruido y su furia,
y desde entonces busco en mí a mi ser.
Miro también las cosas,
que no son diferentes de quien soy,
sino nombres parciales de un todo indivisible
que en mi pecho respira.
Al pozo de mi hacienda me asomo cuando siento
en calma el corazón como lo siento ahora,
y de su fondo oscuro brota clara
un agua viva, un agua espejeante,
que sube bulliciosa hasta mi sed.
Eloy Sánchez Rosillo. Antes del nombre. Tusquets editores.

martes, 22 de diciembre de 2015

Personajes en un paisaje de infancia. Bohumil Hrabal

Empiezo a ver con claridad el mundo de Hrabal. Hay hombres y mujeres intensos e impetuosos, hay fábricas y tabernas, hay pequeñas ciudades y un mundo externo que irrumpe en ellas con nuevos artilugios, guerras o ideas desconocidas, hay, sobre todo, una mezcla de ironía y tristeza y la voluptuosidad de un puñado de personajes que disfrutan de la vida y la miran con asombro, descubrimiento y diversión, personajes que cantan y bailan y cuentan viejas anécdotas y recuerdos incluso en las circunstancias más adversas, que se mueven entre la grisura de fábricas de papel o cervecerías y el jolgorio de las tabernas, que eligen un bando en el que luchar o sacrifican lo más preciado.

Personajes en un paisaje de infancia es Maryška, una mujer alocada y vital que vive en una fábrica de cerveza y está casada con un hombre anodino y que realiza su autorretrato con caballos, chimeneas, peluqueros, toneles, sueños, y recuerdos. Hrabal crea una narradora ágil y divertida a la que le gusta la luz de los quinqués y se identifica con los caballos desbocados, una mujer que cría cerdos dentro de la cervecería o deja que su pelo crezca hasta llegar al suelo, un personaje casi de cuento, una princesa atrapada en un castillo, supeditada a la mirada de los demás y la mujer decente que busca su marido, alguien que rompe las normas y se sube a una chimenea para ver el mundo desde otra perspectiva o se desnuda y se baña en un viejo tonel y allí deja libre su mente y mezcla sueños, recuerdos y deseos. Francin, su marido, tiene una moto que le deja tirado en cada viaje, compra pequeñas joyas a su mujer o inventos estrafalarios, ansía bailar tango, no se separa de su pluma de dibujar número tres, todo ello grietas en su carácter gris y previsible.

Hay otro personaje tan alocado y vital como Maryška. El tío Pepin. Un zapatero que visita a su hermano Francin por quince días y se queda a trabajar en la cervecería y tiene malhumor y canta con toneles en el pecho y cuenta (o inventa) viejas anécdotas de su paso por el ejército. Maryška que juega con el tío Pepin y le hace hablar y enfadarse y le empuja en sus aventuras y encuentra en él un aliado que rompe su rutina y los días grises. Y es aquí, en el personaje del tío que me recuerda otras novelas de Hrabal, donde busco en mi estantería La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo y descubro que es la continuación de Personajes en un paisaje de infancia (si aquella está narrada por el hijo de Maryška y Francin, en esta novela es Maryška quien habla). Entonces, la sonrisa por el reencuentro.

Personajes en un paisaje de infancia tiene humor y esa escritura impetuosa y febril de Hrabal donde se mezclan los sueños con la realidad, hay momentos para divertidas anécdotas y un tiempo y unos personajes que ven cómo llegan los nuevos tiempos (las radios o los electrodos curativos) y con ellos un mundo y unas emociones distintas. La inteligencia y el humor de Hrabal me atrae y me hace seguir buscando esas pequeñas ciudades y tabernas donde parece que la vida transcurre de otra manera y hay personajes vitalistas que no paran de bailar.







Me gustan esos pocos minutos antes de las siete de la tarde, cuando con trapos y pelotas de papel de periódico –viejos números de Política Nacional- limpio los cilindros de cristal de los quinqués, rebaño con una cerilla las mechas ennegrecidas, luego vuelvo a colocar las pequeñas capuchas de hojalata y a las siete en punto llega el momento deseado en que las máquinas de la cervecería se paran, las revoluciones de la dinamo que manda la corriente eléctrica a todas las bombillas empiezan a moderarse y a medida que la electricidad disminuye se debilita la luz de las bombillas, poco a poco la luz blanca se convierte en rosa y la luz rosa, en gris, como si se filtrase a través de un tamiz de gasa y organdí, y por último los filamentos de volframio dibujan en el techo unos raquíticos dedos rojizos, una clave de sol carmesí. Entonces enciendo la mecha, pongo el tubo, tiro de la lengüecita amarilla y coloco otra vez la pantalla de cristal esmerilado, adornada con rosas de porcelana. Me gustan esos pocos minutos antes de las siete de la tarde, me agrada levantar la cabeza y observar cómo la luz fluye de la bombilla como la sangre se derrama de un gallo degollado, no quito los ojos de aquella rúbrica de corriente eléctrica que palidece y temo el día en que la cervecería quede conectada a la línea municipal, aquel día ya no se encenderán todos esos faroles en los establos, esas lámparas con espejitos redondos, esos quinqués ventrudos con mechas redondas, nadie apreciará su luz porque esta ceremonia habrá sido sustituida por un interruptor al igual que los grifos reemplazaron las fuentes, con lo bonitas que eran. Los quinqués encendidos me enamoran, bajo su luz pongo la mesa, a su luz se abren los diarios y los libros, me gustan las manos iluminadas que descansan indolentes sobre el mantel, manos humanas separadas del cuerpo, que en la letra de sus arrugas exponen el carácter de su propietario, me encantan los faroles de gas que empuño para recibir a los visitantes, iluminándoles el rostro y el camino, los quinqués me gustan porque bajo su luz hago ganchillo y confecciono cortinas y sueño, me encanta que al apagarlos de un soplo violento exhalen ese olor tan fuerte que parece llenar la habitación con un reproche. Ojalá el día en que la electricidad llegue a la cervecería encuentre la fuerza suficiente para encender los quinqués por lo menos una vez por semana, quiero escuchar el susurro melódico de la luz amarilla que dibuja profundas sombras y obliga a caminar con cautela y soñar.

***

Al verle tan desgraciado, le imprimí un beso sobre los labios y él se avergonzó, me miró con reproche, como si dijera que una mujer decente no se comporta así en público, aunque el público sólo sea el tío Pepin; Francin se liberó de mis brazos y por la puerta trasera se fue a su despacho; a través de las paredes oí cómo abrió la puerta de cristal, él, siempre con aquella canción de la «mujer decente», desde que nos casamos no paró de alzar ante mí el concepto de la mujer decente, me dibujaba una mujer ejemplar que yo no era ni podía serlo, yo que me desvivía por comer cerezas y no las comía, las devoraba, como era mi costumbre, con avidez y voracidad, Francin se ponía rojo como una gamba y yo no comprendía la causa de su indignación hasta que un día yo misma entendí que una cereza en mi boca era la razón de su arrebato porque una mujer decente no come cerezas con tanta gula. En otoño, cuando deshojaba las mazorcas, él seguía mi mano ocupada y las lucecitas de mis ojos, y ya estaba: una señora decente no deshoja las mazorcas de esa manera y, si no tiene más remedio que hacerlo, por lo menos no ríe a mandíbula batiente y con los ojos encendidos, como yo; si otro hombre me viera de aquella manera, seguramente podría imaginarse en aquella mazorca que deshojaban mis manos, un aliento a su deseo.
Bohumil Hrabal. Personajes en un paisaje de infancia. Traducción de Monika Zgustová. Ediciones Destino.

sábado, 19 de diciembre de 2015

La hierba amarga. Marga Minco

Una pequeña ciudad holandesa evacuada, el regreso tras un par de días fuera, la llegada de las tropas alemanas, el cambio en la vida de la ciudad y los judíos que asisten a un nuevo tiempo y sienten que no durará mucho, que es cosa de paciencia y resistencia, que las historias que llegan de otras tierras no pueden ser exactas o tan terribles, que habrá un final pronto y recuperarán su vida. Y esta es la paradoja de La hierba amarga, la inocencia de los judíos que esperan sobrevivir a una persecución cruel e irracional, que no ven ni consiguen creer los campos de exterminio, que intentan seguir con sus vidas y con el nuevo orden social y se pliegan a él pensando en el final de la guerra y la vuelta a la normalidad.

A través de capítulos cortos, Marga Minco recuerda los días de la guerra y la ocupación de Holanda, la persecución a los judíos y la inesperada inocencia que sintieron al principio, cómo sólo algunos tomaron medidas y huyeron mientras que los que se quedaron pasaban pruebas médicas, se cosían estrellas amarillas en sus abrigos o eran trasladados a Ámsterdam. Minco escribe de manera austera y sencilla, no necesita enfatizar la locura del nazismo ni de la solución final, se queda en los detalles, las casas cerradas y selladas, las familias judías que encargaban retratos para tener algo propio a su vuelta de los campos, las cartas que anunciaban controles médicos o traslados, los vecinos que se acercan para pedir prestados a Minco raquetas de tenis, bolsos o cerámicas ya que no iban a poder usarlas, los camiones que se detienen para recoger prisioneros y la joven Minco que se salva en un principio de ellos y ve, al marcharse, a dos mujeres sentadas y a la espera, el gesto bajo y abatido. La inocencia inicial se muda en realidad. Y la realidad son los caminos en los guetos y las estrellas amarillas que señalan y culpan.

Hay capítulos excepcionales, el pragmatismo del padre que obedece cada orden y llega a la casa con un puñado de estrellas amarillas, y en vez de ver el horror o la amenaza, la familia sólo ve una orden que acatar, las muchachas que se cuentan trucos para coser las estrellas en los abrigos y dejarlas perfectas y a la vista, el recuerdo de una vida anterior a la guerra y los hijos que olvidaban sus raíces judías en el trato con otros muchachos, la huida de Minco, su soledad y su culpa por abandonar a su familia, su pelo teñido de rubio y los hilos amarillos donde fue arrancada su estrella.

Marga Minco habla de la ingenuidad primera, del horror de la realidad, de los recuerdos anteriores a la guerra donde los hijos se separaban poco a poco de los ritos de los padres, de la culpa y la supervivencia, de la hierba amarga, tradición judía que rememora el éxodo por Egipto y que es una puerta abierta y una invitación al extranjero, y lo hace con una sencillez que sorprende. La hierba amarga, o la inocencia truncada.






La calle estaba bastante transitada. Pasaban muchos coches y motocicletas extranjeros. Un soldado preguntó a una persona que nos precedía por el camino para llegar a la plaza del mercado. Obtuvo una explicación rica en gestos y ademanes. El soldado dio un taconazo, saludó militarmente y enfiló hacia donde le habían señalado. Ahora no cesaban de pasar ante nosotros soldados de las tropas de ocupación. Seguíamos nuestro camino como si nada.
-¿No ves? –me advirtió mi padre cuando ya casi estábamos en casa-, no nos han hecho nada. –Y mientras dejábamos atrás la valla del vecino, volvió a murmurar-: No nos han hecho nada.

***

A la mañana siguiente, volví a pasar por la Lepelstraat. Se encontraba cubierta de papeles. En un oscuro portal, un gato gris descansaba sobre la escalera. Cuando me detuve, el animal salió disparado hacia arriba y se quedó mirándome con el lomo erizado. En uno de los peldaños había un guante de niño. Un par de casas más adelante, se veía una puerta con la superficie astillada que colgaba desencajada, al igual que el buzón, que pendía torcido de un solo clavo y de donde salían algunos papeles. No pude distinguir bien si eran impresos o cartas. Desde diferentes ventanas ondeaban las cortinas hacia el exterior. En algún lugar yacía caído un tiesto sobre el borde de un alféizar. Tras otra ventana vi una mesa que estaba dispuesta para empezar a comer. Un trozo de pan sobre un plato. Un cuchillo hundido en la mantequilla. La carnicería donde el día anterior tendría que haber comprado la carne estaba vacía. Habían clavado una tabla delante de la puerta para que nadie pudiera entrar. Debió de hacerlo alguien poco antes. Desde fuera, la carnicería tenía un aspecto ordenado, como si el carnicero hubiera hecho limpieza general en la tienda apenas un momento antes. La trampilla del puesto de los encurtidos estaba bajada. Aún flotaba el olor avinagrado de las pequeñas tinajas con pepinillos. Por la parte inferior de la trampilla salía un rastro húmedo que atravesaba la acerca y se dirigía a la alcantarilla. Debía de provenir de los cacharros derramados. De repente, el viento empezó a soplar. Los papeles revolotearon por el asfalto y chocaron contra las casas. A mi lado se cerró una puerta de golpe. No salió nadie. Una ventana traqueteaba. No la cerraron. Una contraventana daba golpes. Y todavía no era de noche.
Antes de doblar la esquina, vi algo en el quicio de una puerta: el ojo rojo sobre la placa esmaltada que indicaba la sede del servicio de seguridad nocturno.
La puerta estaba abierta.

***

-Conozco una dirección en Utrecht –nos animó Dave-, allí seguro que podemos entrar.
-Esperemos –suspiró Lotte-, porque si no, ¿adónde podríamos ir?
-Todavía seguimos teniendo suficientes puertas abiertas –opino Dave.
No tuve más remedio que pensar en esas puertas cuando esa noche estaba tumbada en la cama sin poder dormir. Pensé en la puerta que debía abrir yo siempre la noche del séder, para que el desconocido fatigado pudiera ver que era bienvenido y podía sentarse a nuestra mesa. Todos los años confiaba en que entrara alguien, pero nunca sucedía. Y pensé en las preguntas que debía hacer al ser la menor.
- Ma nishtana, halaila, hazé. ¿Por qué esta noche es distinta de todas las demás noches y por qué comemos pan ácimo y hierbas amargas…?
Entonces mi padre salmodiaba el éxodo de Egipto y comíamos el pan ácimo y la hierba amarga, para que probáramos de nuevo ese éxodo, por los siglos de los siglos.
Marga Minco. La hierba amarga. Traducción de Julio Grande. Libros del Asteroide. 

lunes, 14 de diciembre de 2015

Escucha la canción del viento y Pinball 1973. Haruki Murakami

Irregulares e inconexas, las dos primeras novelas de Murakami anticipan el tono pausado, onírico, extraño y melancólico de su obra, los narradores lánguidos, el pasado al que volver para encontrar una clave o recuerdos borrosos que aclarar, las mujeres misteriosas, los gatos, la música y los pozos, las conversaciones donde algo tenue queda definido y la falta de acción de los personajes y una sensación de tristeza y pérdida. Murakami define Escucha la canción del viento y Pinball 1973 como novelas de la mesa de la cocina, escritas de noche en su bar y sin ideas preestablecidas sobre el proceso de escritura o cómo construir historias y personajes. Tal vez por eso sorprenda su sencillez, capítulos cortos donde no hay un exceso de imágenes o repeticiones. Novelas intuitivas que comparten narrador y algunos personajes secundarios, hay momentos donde parecen un rompecabezas con piezas que no acaban de encajar del todo o que avanzan a trompicones.

En Escucha la canción del viento el narrador escribe sobre un verano de los setenta, las vacaciones de un estudiante en su ciudad, los encuentros con su amigo el Rata en un bar, los recuerdos de sus tres novias, el sexo y la pérdida y el encuentro con una extraña muchacha de nueve dedos. El verano pasa entre cervezas, camaradería, recuerdos y música, el bar de Jay como lugar de encuentro, como sitio donde escribir, filosofar, ver partidos de béisbol, una especie de oasis, una interrupción de la realidad y la presión de la rutina.

Murakami asienta las bases de sus posteriores narradores, un hombre reflexivo, pausado, triste, que habla sobre la memoria y los recuerdos, sobre amores pasados, música, comida y soledad, un narrador que, poco a poco, deja al descubierto sus pensamientos y se deja llevar por una suave melancolía y una forma curiosa de entender el mundo. Está el joven estudiante que se plantea su porvenir y un amigo que ve cómo todos se marchan tras el verano y él es el único que se queda en una ciudad semivacía, están los recuerdos dolorosos de amores truncados y el cuerpo de la mujer con señales y marcas (manchas bajo un pecho o la ausencia de un dedo), están las conversaciones sobre música, gatos y libros, están los pozos y las referencias literarias, esta vez Ray Bradbury, está una melodía que dispara un deseo, California Girls, están las mujeres que desaparecen y los finales abruptos, están los diálogos donde, en una pequeña ráfaga, un personaje confiesa su percepción de la vida, y se sirve para ello de la suerte, los pozos, la muerte, el viento, y tienes la sensación de leer sobre algo apenas entrevisto.


 —Hace unos años fui con una chica a Nara. Era una tarde de verano terriblemente calurosa, ¿sabes?, y estuvimos tres horas andando por un camino de montaña. Sólo nos topamos con pájaros que alzaban el vuelo entre chillidos, cigarras caídas entre los arrozales batiendo desesperadamente las alas y cosas por el estilo. El caso es que hacía mucho calor.
»Anduvimos un rato y nos sentamos en una suave ladera cubierta por la hierba de verano. Soplaba un vientecillo agradable que nos secó el sudor. A los pies de la pendiente se extendía un foso muy profundo y, al otro lado, había un túmulo, algo así como una isla no muy alta repleta de árboles muy frondosos. El túmulo funerario de un emperador del pasado. ¿Has visto alguno?
Asentí.
—Entonces, ¿sabes?, pensé lo siguiente: ¿por qué habrán construido algo tan enorme?… Ya sé que todas las tumbas tienen un sentido, claro. Nos vienen a decir que todos moriremos un día u otro. Nos enseñan eso. Pero es que aquella tumba era demasiado grande, ¿sabes? Esas proporciones gigantescas, ¿no te parece?, a veces convierten la esencia de las cosas en algo completamente distinto. En aquel caso, aquello no parecía para nada una tumba. Era una montaña. La superficie del agua del foso estaba llena de ranas y hierbajos, y, en la cerca, había un montón de telarañas.
»Miré el túmulo en silencio, agucé el oído al viento que rozaba la superficie del agua. Lo que sentí en aquellos momentos no se puede explicar con palabras. No, es que ni siquiera era una sensación. Era el tacto de algo que me arropaba, que me envolvía por completo. Es decir, que las cigarras, las ranas, las arañas, el viento, todo se aunaba en un solo cuerpo y fluía por el espacio.



Los capítulos, cortos, se suceden de manera sencilla, son diapositivas de un verano y de un hombre que se deja llevar por la nostalgia y la tristeza, y, al final, al cerrar la historia, sientes su levedad y lo fácil que se camufla entre otras novelas de Murakami (lo fácil que es de olvidar).

Pinball 1973 (en la sinopsis dice que contiene las mejores escenas de pinball de la historia de la literatura, algo que me hizo sonreír por lo absurdo de la publicidad), Murakami retoma al narrador de Escucha la canción del viento. De nuevo, el narrador recuerda un momento especial del pasado, aquella época donde vivía con dos gemelas, tenía una empresa de traducción, su amigo el Rata orbitaba alrededor de una mujer misteriosa y el pinball ejercía una atracción extraña en los dos amigos. Mejor construida que Escucha la canción del viento, Pinball 1973 se inicia de manera atractiva, un hombre que escucha historias ajenas sobre tierras desconocidas, se detiene para hablar del nacimiento del pinball y se desarrolla en un mundo donde se cruza lo onírico con la realidad, y todo escrito con la pausa y languidez propias de Murakami. Por momentos, el narrador, que vive con dos gemelas y no sabe qué camino seguir, parece formar parte de una partida de pinball, él como la bola dentro de la máquina, las gemelas o los recuerdos o sus antiguas novias que lo golpean y direccionan. Lo mejor de Pinball 1973 es el Rata y su angustia, su estancamiento vital, el dolor por un amor incompleto y obsesivo, la espera y la decisión de marcharse y cambiar, aún anticipando el posible fracaso o la imposibilidad real de un cambio en otro lugar si no lo acompaña un cambio interior.

Escucha la canción del viento y Pinball 1973 iniciaron el universo Murakami, y lo hicieron de manera sencilla, sin los desvaríos posteriores, tampoco sin la delicadeza de sus historias más intimistas.






En cierta ocasión intenté escribir una novela corta sobre la razón de ser del hombre. Al final no llegué a terminarla, pero, durante un tiempo, todos mis pensamientos giraron alrededor de esa cuestión. Debido a ello, adquirí un hábito muy curioso. Una inclinación a traducirlo todo a valores numéricos. A lo largo de ocho meses obedecí a ese impulso irrefrenable. Al subir al metro, lo primero que hacía era contar el número de pasajeros, contaba los peldaños de las escaleras y, en cuanto podía, me contaba las pulsaciones. Según mis notas de aquella época, entre el 15 de agosto de 1969 y el 3 de abril del año siguiente, asistí 358 veces a clase, hice el amor 54 veces, fumé 6.921 cigarrillos.
En aquel periodo, yo creía seriamente que, si lo traducía todo a valores numéricos, quizá me sería posible comunicarles algo a los demás. Y mientras pudiera transmitirles algo a los demás, yo tendría la certeza de que existía. Pero, como es lógico, el número de cigarrillos que había fumado, el número de peldaños que había subido o la longitud de mi pene no le importaban nada a nadie. Y yo perdí mi propia razón de ser y me quedé completamente solo.

***

Una vez, puse una ratonera bajo el fregadero de mi apartamento. Como cebo, usé chicle de menta. Es que, tras buscar por toda la casa, fue lo único que encontré que pudiera llamarse comida. Estaba en un bolsillo de mi chaquetón de invierno junto con media entrada de cine.
Al tercer día por la mañana había una rata pequeña atrapada en el cepo. Era una rata joven del mismo color que los jerséis de cachemir que se apilan a cientos en las tiendas libres de impuestos de Inglaterra. Si hubiera sido una persona, habría tenido quince o dieciséis años. Una edad vulnerable. Tenía el pedazo de chicle bajo las patas.
La había atrapado, pero no sabía qué hacer con ella. Al cuarto día por la mañana, la rata, con las patas traseras atrapadas en el alambre, estaba muerta. Aquella imagen me enseñó algo.
Que las cosas tienen que tener, siempre, una entrada y una salida. Tal cual.
Haruki Murakami. Escucha la canción del viento y Pinball 1973. Traducción de Lourdes Porta. Tusquets editores.


viernes, 11 de diciembre de 2015

El valle de los avasallados. Réjean Ducharme

Cómo hablar de El valle de los avasallados, qué decir de su protagonista, Bérénice Einberg, una muchacha intensa, imaginativa, lunática y excesiva que se replantea el mundo en el que vive e intenta comprender la vida y las emociones, cómo explicar el lenguaje que usa Bérénice para darle la vuelta a la realidad que le rodea, que prefiere la indefinición a las imágenes completas porque ahí, en las grietas, en la ilusión de la realidad, se esconde una verdad única, una niña prodigio que busca el odio y la ternura, que se cuestiona cada palabra y cada hecho que le enseñan, que ama a su hermano y quiere usarlo como una marioneta y cree que ella hace y deshace el mundo y que la vida ocurre mientras sus ojos están abiertos y todo se hunde en las tinieblas cuando los cierra, cómo expresar la sorpresa ante una muchacha que vive primero en una abadía en medio de una isla, una muchacha asilvestrada que camina sobre el filo de un abismo y busca el límite de cada emoción, el amor, la tristeza, el odio, luego crece en Nueva York y se salta las normas de una rígida casa judía y ama hasta el extremo a su amiga Constance y echa de menos al hermano al que han alejado de ella y su influencia y al que escribe cartas de amor encendidas e infantiles y se inventa un idioma propio con el que definir mejor la realidad, Bérénice que acaba en Israel tomando parte en la guerra contra los árabes y empuña armas y sus palabras.

Réjean Ducharme crea un personaje inolvidable y una historia inclasificable en El valle de los avasallados. Es el libro que Léolo, el personaje de la película de Jean-Claude Lauzon, lee por la noche. Y ambos, Léolo y Bérénice, niños prodigio que reinventan la realidad y la llenan de imágenes oníricas y llevadas al límite. Bérénice devora y se siente devorada, vive en una antigua abadía, explora la isla y sueña con evadirse junto a su hermano. Y, en esos días de su primera infancia, se pregunta por sus padres, él judío, ella católica, sus peleas y el reparto de sus hijos, cada uno que se encarga de la educación de uno de ellos, ama con desmedida a su hermano y a su amiga Constance, siente que el mundo es una representación que nace de su interior y que hay tantos mundos como miradas. Bérénice es triste, alocada, histérica, aventurera, decidida, inteligente, habla de odiar, de la nada, de destruirlo todo y elevarse sobre la tierra, busca un ápice de ternura y siente la vida como una experiencia intensa y pura.

«Yaveh ha dotado a esta niña de una gran energía. Le reserva sin duda un gran destino. Me pregunto qué es lo que le inquieta tanto, qué busca con tanto ahínco.» Paso veinticuatro horas de cada veinticuatro en la brecha. Cualquier cosa que vea es ahondada en profundidad. Cualquier idea que me venga es perseguida de extremo a extremo, hasta sus consecuencias. Todo lo que se me aparece en sueños es cuidadosamente descrito, registrado, comparado. Por muy desbordante de actividad que haya sido el día que acaba de pasar, nunca deja, justo al instante en que por fin el sueño empieza a vencerme, de resultarme dudoso, carente de valor, de hacerme temblar de miedo. Siempre preveo con angustia el regreso de la noche, el momento del gran reencuentro conmigo misma, el momento de añadir otro cero a la suma total del pasado, el momento de aproximarme justo a un paso de la frontera más allá de la cual ya no existe nada, ni siquiera el futuro. No hay que perder la esperanza, querida Bérénice, mi conejita, mi pichoncito, mi mónita, mi ratoncita. Quedan tantas cosas por considerar antes de que llegue la hora en que deba decidirme. El helicón y el acordeón aún me han de revelar todos sus secretos. Jamás he fumado. Jamás me he emborrachado. Jamás me he masturbado. Tal vez los textos sánscritos escondan un mensaje de naturaleza cósmica que los millares de especialistas en el tema que los han leído no han entendido. No sé pilotar un avión. Jamás he montado en motocicleta. Jamás he visto las Barren Lands. Jamás he cumplido diecinueve años. Ya veremos después. De golpe y porrazo, tengo la impresión de que no era tan tonta cuando tenía a Constance Exsangüe. ¡Arrea! ¡Arre-a! ¡A-rre-a!

Bérénice inventa su propio lenguaje, no atiende a las normas (de los adultos, de la vida misma), subvierte el orden establecido y parece que, a su alrededor, orbita otro mundo. Ducharme hace de Bérénice un personaje extravagante y alucinado, una muchacha febril que juega con las palabras, que las retuerce y convierte en laberintos y poesía, que tiene un afán destructor y se cuestiona sobre aquello que ve y siente. El valle de los avasallados es un largo monólogo de Bérénice dejando patas arriba las creencias y el lenguaje, mezcla pequeñas fábulas y recuerdos con sueños, invenciones y mentiras, asume la tristeza y la muerte, prefiere escaparse (de su educación, de la isla donde vive con sus padres, de la vida en sí misma), correr por las calles nocturnas, ansía tener a su hermano (tenerlo en toda su intensidad, como si fuese una marioneta, poseerlo y hechizarlo) y, en un momento, asegura: soy de los que arden en deseos por propagarse por toda la extensión del firmamento. Bérénice vive en una isla, en un apartamento cuyas habitaciones parecen nichos, en un campamento en Israel, lugares que aíslan, que constriñen a la muchacha y hacen que su imaginación se amplifique. Bérénice es la fiebre.

Es difícil definir El valle de los avasallados, la escritura de Ducharme es pasional y se desborda una y otra vez, no hay límites en cuanto al lenguaje o la historia, a veces avanza a trompicones, a veces es confusa, pero hay algo que te impulsa a entrar en Bérénice y su particular forma de entender el mundo, Ducharme nos contagia la fiebre de Bérénice, estamos a su lado, atónitos, preguntándonos por su intensidad y su locura, su rebeldía y sus ideas, una historia, un lenguaje y un personaje que permanecen.

Hay tantos fragmentos por compartir…






El hermano que yo tenía ayer era defensor de las ratas. El hermano que tengo hoy es lanzador de jabalina. Me pregunto qué pintan aquí todos estos hermanos. Estoy sola y dejo que se derrumben encima de mi alma las atalayas que he levantado para fortificarla. ¡Cómo puedo afirmar honestamente que Christian me gusta! Para que me siga gustando me tiene que gustar otro distinto. Debo cambiar de Christian al paso que Christian cambie, y Christian nunca es el mismo. A veces es bueno. A veces cobarde. A veces está enamorado de Mingrélie. A ve ces coloca una rata bajo su jersey para hacerla entrar en calor. Otras veces es lanzador de jabalina. Todo esto es estúpido. Me gusta creer que Christian me gusta, pero no es que me guste él. Me gusta la idea que me hago de él, eso que llevo adentro y que llamo Christian, el Christian que yo concibo y encarno tal como me conviene concebirlo y encarnar. Sé que Christian sería otro si lo mirara con el prisma de una conciencia diferente. Me doy cuenta de que basta con que cambien mis disposiciones respecto al Christian que llevo, para que el Christian al que solo conozco de vista se modifique, se adapte. Luego, Christian no existe. Por tanto, yo lo he creado. ¡Pues sigamos creándolo, con alegría! ¡Recuerdo haber nombrado a Christian caballero y haber partido tras él, como tras Gautier Sans-Avoir, en cruzada contra los Niams-Niams, de haberlo visto caer gloriosamente bajo los muros de Nicea, de haberlo amortajado con mis vestimentas, de haberlo enterrado en un desierto de nieve, de haberme muerto de frío estrechando su tumba! También recuerdo haber deseado a menudo, a fin de poderlo amar con más fuerza, que Christian fuese feo, cobarde, sin gracia alguna, tal que una piedra. Christian vive solo en el país llamado Christian y me ve de distinta forma a como yo me veo. Me ahogo en el centro de mis huesos, me escondo ahí dentro y me desprecio por ello. Veo a Christian a través de todo lo repugnante y nauseabundo que en mí sucede. Imagino a Christian como quien imagina estrellas en el fondo de una alcantarilla. Lo que en mí sucede de asqueroso es lo que sucede en cualquier ataúd con la sangre aún caliente. ¡Abre un ataúd después de diez años, mi edad! ¡Caca de la vaca! No existe ningún Christian. Del mismo modo que, para satisfacción de nuestras respectivas necesidades, Christian encuentra una mamá en la misma persona donde yo encuentro a Gato Muerto, existe una multitud de Christian, tantos Christian como seres que se lo inventen. Y eso me deja sola. Si no existe ni Gato Muerto ni Christian, no existe nadie salvo yo bajo el sol. Si no hay nadie salvo yo bajo este sol, el sol es mío, soy yo el creador y el poseedor del sol.


***

La luz ha tomado forma, está fuera del océano de aire que le daba el aspecto inmaterial de la sombra. El sol tiene rayos de hierro. La luna tiene rayos de madera, como una rueda de carreta. Estoy tranquila. Nunca más gritaré. Lo he entendido todo. Lo sé. Cuando sabes donde estás y quien eres, puedes, como el gato, abalanzarte sobre la canica que rueda por el suelo e imaginar que eres un dragón. Cuando te has comprendido, puedes correr por la inmensa esfera armilar e imaginarte que, al igual que la ardilla en su jaula, uno juega, se divierte. El único medio de pertenecerse es comprender. Las únicas manos capaces de agarrar la vida están en el interior de tu cabeza, en el cerebro.
 No soy responsable de mí ni puedo llegar a serlo. Como todo lo que ha sido fabricado, como la silla y el radiador, no tengo que responder de nada. La bala que hiere al animal en el corazón no es delictiva. Fue lanzada y no podía escapar a su dirección. Un impulso me ha sido otorgado y no puedo escapar de él. Más avispada que una granizada de perdigones, puedo contrariar el impulso, aspirar a otros blancos, pero mi sangre y mis carnes están encaminados en una dirección y yo ya no puedo cambiarla al igual que una botella no puede cambiar de contenido. En otras palabras, he sido configurada como Bérénice tal como el radiador ha sido configurado como radiador. Puedo resistirme a Bérénice e intentar ser otra, pero, al igual que un radiador no puede convertirse en boa, yo no podría convertirme en Constance Chlore. Cuando has sido configurado como indiferente, mezquino y áspero, no puedes ser sensible, caritativo y dulce. ¡Cómo pueden haceros daño las cosas si no contáis para ellas! Puedes oponerte a tu mezquindad pero sigues siendo mezquino. Puede tender a lo suave pero la piedra permanece dura. A quien le gusta el vino no puede no gustarle el vino. Al que no le gusta el vino no puede gustarle el vino. Uno está configurado. Y punto. Se es radiador. No se puede cambiar nada. Los seres humanos son los únicos radiadores que pueden dar cornadas al aire contra su configuración. Ser un ser humano es ser un radiador que puede no estar contento con su imagen y desear otra distinta. Pero la sardina que coletea en el mar no cambia mucho que digamos en el agua del mar. Ser alguien es tener un destino. Tener un destino es como tener solo una ciudad. Cuando solo se tiene Budapest, solo queda una alternativa: ir a Budapest o quedarse. No puedes ir a Belgrado. Yo no soy culpable de nada de lo que ha^a; yo no me siento realizada, no he tenido tiempo de realizarme.
 No se nace al nacer. Se nace unos años más tarde, cuando se toma conciencia de ser. Yo nací más o menos a la edad de cinco años, si mal no recuerdo. Y nacer a esa edad, es nacer demasiado tarde, porque a esa edad ya se tiene un pasado, el alma tiene forma. Nada más nacer una mariposa prueba sus alas. Su primer movimiento es aquel que la lanza borracha perdida hacia el azur. Las mariposas son hermosas. Al nacer, creí poder elegir y elegí ser una mariposa con las alas compuestas de vidrieras amarillo anaranjadas. Luego, convencida de mi acierto, sin pensarlo más, me lancé desde lo alto del torreón en el que me encontraba. ¡Por desgracia!, no era una mariposa. Era un búfalo. En realidad, era un rinoceronte. A mediados del decenio, era algo diferente a una mariposa. Lo que tenía que suceder sucedió: me estrellé contra un patio, el patio se rajó en dos y yo me recuperé en el hospital. Cuando se es rinoceronte, es inútil intentar volar. ¿Qué había hecho pues, para ir vestida con un adefesio de caparazón de rinoceronte? ¿Qué había hecho pues tan mal? ¡La de preguntas que me habré hecho! ¡La de hipótesis que se han pasado por mi cabeza! ¡La de ideas que habré tenido! Ahora, se acabó. Ahora, comprendo.
Cuando nací, tenía cinco años, era alguien: estaba comprometida con lo más hondo del río que es un destino, con lo más hondo de la corriente que son mis anhelos, mis rencores, mis semejantes y mis desdichas. Grité de horror, sin resultado. Nadé a contracorriente como una loca, sin resultado. Estaba loca. Me he cansado; eso es todo.
Esto es lo que soy: una nube de flechas que piensan, que saben adonde vuelan y hacia qué blancos vuelan. Luego pienso. ¡Yo pienso! ¡Pienso! ¿Qué es lo que pienso? ¡Bonita pregunta! Pienso que es hora de que piense en divertirme, enjugar. Solo tengo una cara y yo no he configurado esa cara, pero puedo elegir entre treinta gestos. ¿Qué gesto elegiré? ¡Bonita pregunta! Elijo la risa. ¡La risa! La risa es síntoma de luz. El niño se echa a reír cuando, repentinamente, la luz se propaga entre las tinieblas que le daban miedo. Me gusta arrancar uñas con tenazas, cortar orejas con una navaja de afeitar, matar seres humanos y colgar sus cadáveres en las golas de mis muros para hacer con ellos una guirnalda. Me agrada quemar campos, bombardear ciudades. Me safisface sacudir la capa oceánica, empujar unos contra otros los continentes, atravesar el universo de estrella en estrella como quien atraviesa de roca en roca un torrente. Haré todo eso por reírme. ¡Reír! ¡Reírme hasta la muerte!
Réjean Ducharme. El valle de los avasallados. Traducción de Miguel Rei. Ediciones Doctor Domaverso.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

inicio de El valle de los avasallados. Réjean Ducharme

Todo me devora. Cuando tengo los ojos cerrados, es por mi vientre por el que soy devorada, es en mi vientre donde me ahogo. Cuando tengo los ojos abiertos, es a través de lo que veo por lo que soy devorada, es en el vientre de lo que veo donde me asfixio. Soy devorada por el río demasiado grande, por el cielo demasiado alto, por las flores demasiado frágiles, por las mariposas demasiado tímidas, por el rostro demasiado bello de mi madre. El rostro de mi madre es bello sin más. Si fuese feo, sería feo sin más. Los rostros, bellos o feos, no sirven para nada más. Miramos un rostro, una mariposa, una flor, y eso nos transforma, después nos irrita. Si nos dejamos llevar, nos desespera. No debería haber ni rostros, ni mariposas, ni flores. Tenga los ojos abiertos o cerrados, estoy contenida en un todo: de repente, ya no hay suficiente aire, el corazón me aprieta, el miedo se adueña de mí.
En verano, los árboles están vestidos. En invierno, los árboles están desnudos como los gusanos. Dicen de los que están criando malvas que se comen los dientes de león por la raíz. El jardinero encontró dos toneles viejos en su desván. ¿Sabéis qué hizo con ellos? Los serró por la mitad para sacar cuatro barreños. Puso uno en la playa y tres en el campo. Cuando llueve, la lluvia queda recogida dentro. Cuando tienen sed, los pájaros detienen el vuelo y vienen a beber.
Estoy sola y tengo miedo. Cuando tengo hambre, como dientes de león por la raíz y se me pasa. Cuando tengo sed, sumerjo la cara en uno de los barreños y sorbo. Mis cabellos caen al agua. Sorbo y se me pasa: ya no tengo sed, es como si nunca hubiera tenido sed. Nos gustaría tener tanta sed como agua lleva el río. Pero bebemos un vaso de agua y ya no tenemos sed. En invierno, cuando tengo frío, vuelvo a casa y me pongo un grueso jersey azul. Vuelvo a salir, comienzo de nuevo a jugar en la nieve y se me quita el frío. En verano, cuando tengo calor, me quito el vestido. El vestido ya no se pega a mi piel, me encuentro a gusto y me pongo a correr. Corremos por la arena. Corremos y corremos. Después tenemos menos ganas de correr. Nos aburrimos de correr. Nos paramos, nos sentamos y enterramos nuestras piernas. Nos tendemos y nos enterramos de cuerpo entero. Después nos cansamos de jugar en la arena. Ya no sabemos qué hacer. Miramos, por todas partes, como si escudriñáramos. Miramos y miramos. No vemos nada de interés. Si prestamos atención cuando miramos de ese modo, nos daremos cuenta de que mirar así nos hace daño, de que estamos solos y de que tenemos miedo. Nada se puede hacer contra la soledad y el miedo. Nada nos puede ayudar. El hambre y la sed tienen sus dientes de león y su agua de lluvia. La soledad y el miedo no tienen nada. Cuanto más intentamos calmarlos, más se desviven, más gritan, más arden en deseos. El cielo se desploma, los continentes se hunden en un abismo: te quedas en el vacío, solo.
Estoy sola. Solo tengo que cerrar mis ojos para darme cuenta de ello. Cuando quieres saber dónde estás, cierras los ojos. Estás ahí, donde se está cuando tienes los ojos cerrados; estás en la oscuridad y en el vacío. Está mi madre, mi padre, mi hermano Christian, Constance Chlore. Pero ellos no están ahí donde yo estoy cuando tengo los ojos cerrados. Ahí donde yo estoy cuando cierro los ojos, no hay nadie, nunca hay nadie salvo yo. No hay que preocuparse de los demás; están en otra parte. Cuando hablo o juego con los demás, noto muy bien como ellos están fuera, que ellos no pueden entrar donde yo estoy y que yo no puedo entrar donde están ellos. Sé muy bien que tan pronto como sus voces ya no me impidan oír mi silencio, la soledad y el miedo me recobrarán. No hay que preocuparse de lo que sucede a ras de suelo ni a flor de agua. Eso no cambia nada de lo que sucede en la oscuridad y en el vacío, ahí donde estamos. En la oscuridad y en el vacío no sucede nada. Solo queda esperar, todo el tiempo. Esperar a que pase algo para que todo se pase, para salir de ahí. Los demás, están lejos. Los demás, se escapan, como las mariposas. Una mariposa, está lejos, tan lejos como el firmamento, incluso cuando la tenemos en nuestra mano. No hay que preocuparse de las mariposas. Sufrimos en vano. Aquí no hay nadie salvo yo.


Mi padre es judío y mi madre católica. La familia marcha mal, no va sobre ruedas, no es una familia cuyo rodamiento funciona a bolas. Cuando se casaron, acordaron el orden de partición de los hijos que fueran a tener. Incluso firmaron un contrato al respecto, ante notario y testigos. Yo lo sé: escucho a través del ojo de la cerradura cuando se pelean. Con arreglo a sus cláusulas, el primer retoño va para los católicos, el segundo para los judíos, el tercero para los católicos, el cuarto para los judíos y así seguido hasta el trigésimo primero. El primer retoño es Christian, de la Sra. Einberg, y la Sra. Einberg lo lleva a misa. El segundo y último retoño soy yo, del Sr. Einberg, y el Sr. Einberg me lleva a la sinagoga. Nos tienen. Tienen por seguro que nos tienen. Nos tienen y nos custodian. La Sra. Einberg tiene a Christian y le custodia. El Sr. Einberg me tiene a mí y me custodia. Me llevó tiempo entender todo esto. No parece difícil de entender, pero, cuando era más pequeña, consideraba que esto no tenía ni pies ni cabeza, era imposible que mis padres no pudieran amarse ni amarnos tanto como yo les amaba.
El Sr. Einberg mira con ojos de enfado a su bien jugar con el bien de la Sra. Einberg. Está a la que salta cuando Christian y yo jugamos juntos. Cree que la Sra. Einberg se vale de Christian para echarme el guante, para seducirme y robarme. La Sra. Einberg dice que soy tan hija suya como Christian, que una madre necesita de todos los hijos que haya tenido, que un niño necesita de su hermana pequeña y que una niña necesita de su hermano mayor. Finjo seguir el juego que el Sr. Einberg asegura que la Sra. Einberg juega. Eso hace rabiar al Sr. Einberg. Se echa encima de la Sra. Einberg. Se pelean sin parar. Les miro a hurtadillas. Les veo gritarse a la cara. Les veo odiarse, odiarse con lo más bajo que pueda haber en sus miradas y en sus corazones. Cuanto más se gritan a la cara, más se odian. Cuanto más se odian, más sufren. Al cabo de un cuarto de hora, se odian tanto que puedo verles retorcerse como gusanos en el fuego, puedo sentir sus dientes rechinar y como palpitan sus sienes. Eso me gusta. Aveces, eso me produce tal placer que no me puedo aguantar la risa. ¡Odiaos, hatajo de payasos! ¡Haceos daño, que os vea sufrir un poco! ¡Retorceos un poco para que me ría!
Enviaron a Christian lejos de mí. ¡Todo un honor! Lo metieron en un sobre y lo expidieron a un campamento de scouts. ¡Ve a emprender tus Buenas Acciones, Christian, lejos de tu venenosa hermanita! Cuando las vacaciones llegan, es infalible; hace falta que uno de los dos se vaya. Si no me envían de gira con la coral, envían a Christian a un campamento de escultismo. La Sra. Einberg no está de acuerdo. ¡Deja a los chicos tranquilos, cacho loco! El Sr. Einberg, el jefe de salidas, no quiere saber nada, va a su bola. ¡Si no mandas a tu crío a emprender Buenas Acciones, mando yo a mi cría a entonar escalas! ¡Los viajes deforman a la juventud! —grita ella. ¡Los viajes forman a la juventud! —grita él.


Solo soy una chica. Einberg me tiene, pero no está contento de tenerme. Está celoso del otro. Preferiría tener a Christian. Una hija, no conviene, no vale nada. No me importa. ¡Que se las apañen! Espero a que Christian regrese. Nunca hace nada malo. Nunca se le escapa una palabra. Todo lo que hace y todo lo que dice es suave, dulce y triste como una flor, como el agua, como todo aquello que está en paz y te deja en paz. Christian es grato como una cosa. Están las cosas, los animales y los hombres. ¡Caca de la vaca! ¿Qué?
Réjean Ducharme. El valle de los avasallados. Traducción de Miguel Rei. Ediciones Doctor Domaverso.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Los caballos de Tarkovski. Pia Tafdrup

La memoria y los recuerdos que se confunden y desaparecen, los árboles que marcan el paso del tiempo y el tiempo mismo convertido en un espacio sin dirección, las palabras y los gestos desorientados, palabras que pierden su significado, y esa pérdida que arrastra a los objetos y emociones que definen las hijas convertidas en esposas y la esposa en madre, la casa abandonada y una habitación de hospital, los pequeños instantes de lucidez y la vuelta a las tinieblas y la mirada que se apaga lentamente. 

Los caballos de Tarkovski es Pia Tafdrup escribiendo sobre su padre con alzhéimer, sobre la memoria quebradiza y el olvido, una habitación de hospital y algo que desaparece de manera queda. Los poemas de Pia Tafdrup hablan de pérdidas y recuerdos y tiempos mezclados, y, también, de cómo anclar una vida que desaparece, cómo dejar constancia de lo olvidado por un paciente de alzhéimer, el padre visto por la hija (la niña, la muchacha, la mujer madura), una forma de anclar otra vida y otros recuerdos al presente.

El poemario de Tafdrup se lee como un diario donde se busca al padre en el padre, los recuerdos y los tiempos contienen pequeños gestos y huellas y la ausencia se convierte en presencia.


Se leen árboles

Siempre hay árboles que le dicen a mi padre
en qué estación estamos, lucen
en su cerebro,
             los blancos troncos de los abedules,
heroicamente erguidos
o meciéndose serenamente.
Hay árboles sin hojas
-invierno pues, cuando los rayos del sol
cortan a través de la habitación.
Hay árboles con hojas de color verde intenso
-verano, pues, cuando va oscureciendo
y si las hojas amarillean
                         sólo puede ser otoño.
Si es hoy
o hace cincuenta años
                        ¿qué más da?
Si han pasado dos horas 
o dos minutos 
                        ¿es realmente decisivo 
cuando lo que se busca es refugiarse 
en un clarísimo recuerdo de infancia? 
Si soy yo o es mi madre 
quien está sentada en la silla, 
                                      ¿qué más da? 
Si es mi hermana o soy yo, 
¿cambia algo 
              si estamos a gusto? 
Las sombras trepadoras
están tan lejos que no las percibimos.
Las sombras no significan nada,
porque en este momento una ardilla
salta de rama en rama en el cerezo
                                       y eso lo vemos.
Las ramas del abedul se agitan en tierno verdor
es ahora cuando importa.
Ahora 
hay calma aquí, ahora 
entra el brillo del sol por la ventana, 
aquí está empezando a hacer calor, es ahora 
                                                  cuando estamos vivos… 
Pero qué pasará 
cuando los árboles sean arrancados 
                                               de raíz- 
cuando se alejen lentamente levitando 
                          por donde han sido asfaltadas las estrellas?

***

La tabla de lo perdido

Detrás de las fotos en blanco y negro de viejos álbumes 
mi padre rememora sonidos 
de lluvia de primavera, olores 
de heno recién cortado, mordiscos 
a los primeros granos maduros en los campos de cereales.
Un instante más tarde cada detalle 
se arremolina 
              en lejanas nebulosas. 
Mi padre desaparece, tal como se alejan 
volando los días. 
No hay cifras que cubran 
la añoranza, no hay cifras 
para el sabor del verano en la lengua, 
rojas cerezas reventonas recién cogidas. 
Y en plena ventisca 
una taza de chocolate humeante al amor de la chimenea, 
cuando el camino a la granja estaba bloqueado. 
El agua, el aire, la tierra, el fuego, 
la atenta mirada de mi padre 
me hizo salir precipitadamente 
                          saltando una verja interior, 
trepar hasta la copa de los árboles, 
                                        volar 
en sueños- - - 
He preparado unas cuentas 
que no quieren cuadrar- 
hay pasos que saltan 
             sobre la lógica, 
un sistema solar de cosas inexplicables. 
Aunque vive, 
estoy buscando 
                          a mi padre en mi padre… 
Una lengua áspera 
me lame la mano, 
no me ahogaré 
                         en una lágrima salada, 
el gato arquea el lomo, es ahora cuando quiere la comida.

***

La fuerza de la gravedad del cielo

El sol se pone, un dolor momentáneo 
                                      desgarra a mi padre. 
Me siento con él, le cojo la mano, 
conocido y desconocido 
–no se la he tenido así nunca antes. 
Vagan sus ojos 
por el cuarto, me pide 
libros de mi biblioteca: 
                              Ekelöf, Ekman, Eliot, 
mira por la ventana la luz de la tarde de mayo, 
comenta las nubes. 
Se agrietan en el cielo abierto, azul y blanco, 
se difunden y desaparecen. 
Mi padre se mantiene erguido, su voz 
empuja palabras entre nosotros, 
                                      un lenguaje enrejado
para que la realidad 
no se acerque demasiado, 
como en los cuentos para dormir 
que quizá también alguna vez nos protegieron 
del peligro amenazador: 
                    ¿enemistad, salvajismo, malicia? 
Le tengo firmemente la mano, 
                                      el tiempo no pasa en absoluto. 
El sudor 
brota de sus sienes. 
Su piel 
no tiene el color que debería tener.
De repente sus palabras no encuentran el camino, 
son simplemente un eco interior, 
pero aún 
        es mi padre. 
En un abismo 
mortal escucho 
su respiración, lluvia de cristal 
                                       que cae, 
unos pinchazos como de agujas en la oscuridad de los pulmones. 
Mi padre está celebrando mi cumpleaños, 
aunque no tiene la menor idea de ello, 
pero está de visita- 
y entonces uno           no se desmaya

***

Las manos, ¿de quién?

Ser es 
         que somos, 
no sabemos más.
Escuchamos la respiración de mi padre, 
leemos la más mínima contracción en su semblante, 
una arruga en la frente, el estremecimiento de un párpado, 
                                                   ¿dolor, no dolor?
Fuera el mundo está en flor.
Embriagado por la medicación 
mi padre levanta 
los brazos delante de él- pregunta 
                         ¿de quién son estas manos?
Le cojo las manos.
-Son tuyas, 
pero ahora las tengo entre las mías.
Calma- 
zambúllete otra vez bajo la superficie. 
Dormir, despertarse…
Mi padre no termina las frases, 
se va hundiendo cada vez más en sí mismo.
No oye los pájaros, 
                         pero, ¿tal vez oye algo 
que no se ha oído antes? 
No ve los árboles, no puede 
captar el río verde de luz 
que hay fuera de la ventana, no ve 
el ramo de flores 
que mi madre ha recogido para él.
Pero algo en el aire que nosotros no podemos ver, 
él lo ve- 
algo que no percibimos 
                          él lo capta- 
y el champiñón de bosque 
que mi madre también encontró en la cuneta, 
                                      eso sí que lo puede oler. 
Reconoce su aroma con una sonrisa 
cuando se lo damos: 
                                      el sol, las vacas, la hierba del prado. 
La noche se introduce en nosotros a hurtadillas, hablamos 
en voz baja, voces apagadas. 
Cuando le sonreímos
él sonríe, 
tuyo y mío quedan suspendidos.
Nos preocupa nuestra preocupación 
porque si parecemos preocupados, 
él lo está también 
                  –yo es idéntico a tú. 
Si mi madre come un bocado de una fruta 
soy yo o mi hermana 
las que comemos algo, 
sólo hay un cuerpo en la habitación 
–y es el nuestro
un cuerpo de familia, 
con una piel común, nervios comunes, venas comunes, 
cualquier otra gramática 
                         está de más. 
Mi padre nos mira, nosotros lo miramos largo rato, 
¿somos islas de esperanza 
que flotan en el mar a su alrededor? 
Las horas se llenan y se vacían. 
-¿Estáis todavía aquí? 
pregunta sorprendido 
cuando después de un largo dormitar 
abre los ojos- 
            como si todos nosotros pudiésemos estar muertos.

***

Los caballos de Tarkovski

En esa belleza que un caballo 
despliega 
cuando está al sol 
en un prado, 
por el que estoy cruzando ahora en tren, 
unos días después 
de la muerte de mi padre- 
             de repente lo vuelvo a ver. 
La travesía 
           del verdor… 
Con la misma exaltada paz 
                          que irradiaban 
los caballos de Tarkovski 
en las escenas finales 
de la película El juicio final
está presente mi padre, 
descansando de sí mismo. 
Ha sido amortajado 
en llamas, 
y yo he llevado 
su urna al sepulcro. 
La existencia no es 
ser 
sin dolor. 
A él lo llevo 
dentro de mí 
como una nueva autoridad. 
La fuerza de la lengua- 
                         Eurídice canta. 
Algo en la esencia del caballo 
le hace aparecer. 
Brilla una sombra, 
                  ahora él simplemente ESTÁ aquí.
Pia Tafdrup. Los caballos de Tarkovski. Traducción de Francisco J. Uriz. Ediciones Bassarai.