Hay una verdad en Fante, una fuerza arrolladora, una pasión
y comicidad que me resulta difícil descubrir en otros escritores. Leer sus
novelas, ya estén protagonizadas por Arturo Bandini, Henry Molise o él mismo,
es encontrarse con un humor entre socarrón y tierno, es un narrador que aspira
a ser un gran escritor porque la literatura es el espacio donde se mide con el
mundo, es sentir las viejas supercherías y hechicerías de la sangre italiana,
la nostalgia por los pueblos de los Abruzos, las broncas, homéricas, entre
padres e hijos —entre
el nuevo y el viejo mundo—.
La escritura de Fante es diáfana y poderosa, es cómica e intimista a partes
iguales. Sus historias pueden parecer pequeñas, y no, porque en sus personajes
anclados a unas raíces que son refugio y conflicto, en los relatos de disputas
familiares, escritores que aspiran a la gloria o la vida alrededor de una
cocina, en la habitación de una pensión o la desnudez de una mujer en la orilla
del mar hay sinceridad y autenticidad, historias que muestran a seres humanos
vulnerables y complejos, que tienen tanto de locos visionarios como de poetas. Fante
se muestra tosco y sublime al mismo tiempo
en La hermandad de la uva, tiene
un puñado de personajes y situaciones brillantes, habla de aquello que define
el cine de Ford, la gloria en la derrota. Porque no hay un grupo más admirable,
desaliñado y estrambótico como el del septuagenario Nick Molise y sus colegas,
emigrantes italianos de vuelta de todo que ven en el vino, los recuerdos y las
mujeres la base de su filosofía personal, viejos amigos que juegan y beben
hasta desfallecer, que aman las venganzas, las peleas, las resacas y las
trampas y creen en una amistad pura y sencilla. Es esta hermandad de la uva el
adversario con quien pelea Henry Molise, saliendo victorioso en algunas
ocasiones y derrotado en la mayoría, una derrota que le sirve para preparar la
siguiente pelea. Henry, el hijo escritor, el que renunció a seguir los pases
del padre, el que vive en una buena casa y trabaja ante una máquina de
escribir, algo inaudito y extraño para el bueno de Nick, regresa a la casa
paterna para arreglar una trifulca entre sus padres; y es en esa visita donde
su familia teje una poderosa telaraña en la que Henry quedará atrapado: los
recuerdos de su infancia, sus primeros trabajos en Los Ángeles, los
enfrentamientos con el padre y el olor de los platos de la madre, las pullas
con los hermanos. Henry accederá a acompañar a su padre, el autodenominado mejor
cantero de América, en su último trabajo —la última locura de Nick Molise, el cierre a lo
grande de toda una vida—.
Y ahí están, Nick y Henry, padre e hijo, viejo y nuevo mundo, deslomados tras
acarrear piedras, incapaces de levantar un secadero en la montaña, peleándose,
bebiendo o quedándose en silencio, es decir, haciendo por fin algo juntos, una
cercanía inusitada que permitirá al hijo tranquilizar a su padre en las noches
que se duerme entre lágrimas por el recuerdo de la madre muerta. Mi admiración
hacia Fante y sus relatos costumbristas, sus padres malhablados y pendencieros
que cargan con una tristeza casi infinita, sus hijos que luchan delante de una
página en blanco, sabedores de que ése es su combate posible, los momentos
donde la historia se detiene para hablar de la culpa católica, el sentido del hogar,
las raíces. La hermandad de la uva es
una novela eufórica y entrañable, se acerca a la vida y a la muerte sin las
pretensiones sesudas de otros autores, muestra a ambas con naturalidad, congoja
y valentía.
Había ocho o nueve alrededor de una mesa cubierta de fieltro
verde que había al fondo. La baja bombilla iluminaba a cinco jugadores
sentados, mientras el resto, de pie, miraba y hacía sugerencias. Mi padre
estaba entre los mirones. Era un grupito de jubilados que vivían del subsidio,
gruñones, irascibles, amargados, viejos cabrones endurecidos, renegones y más
bien mezquinos, que disfrutaban con su ingenio cruel, su iconoclastia y su
camaradería. Allí no había filósofos, ningún venerable oráculo que hablara
desde las profundidades de la experiencia vital. No eran más que ancianos
matando el tiempo, esperando que se le acabase la cuerda al reloj. Mi padre era
uno de ellos. Al pensarlo sufrí una sacudida. No se me había ocurrido enfocarlo
de aquel modo hasta que lo vi con los de su especie. Ahora incluso parecía
mayor que los viejales con los que estaba.
***
La cocina. La cucina, la verdadera patria, la cálida gruta
del hada buena en las entrañas de la sombría tierra de la soledad, cazos de pociones
dulces al fuego, gruta de hierbas mágicas, romero, tomillo, salvia y orégano,
bálsamo de loto que devolvía la cordura a los lunáticos, la paz a los
afligidos, la alegría a los tristes, pequeño mundo de treinta y cinco metros
cuadrados donde el altar eran los quemadores, el círculo mágico el mantel de
cuadros donde comían los niños, los niños crecidos, atraídos a sus orígenes, el
sabor de la leche materna flotando aún en la memoria, perfume en las fosas
nasales, los ojos relampagueando, y el mundo malvado quedaba lejos porque la
vieja hada madre protegía a su camada de los lobos de fuera.
***
—Mamma mia, mamma mia…
Se puso a sollozar. ¿Qué forma de dormirse era aquella,
llamando a su madre? Por un momento creí que no callaría jamás. Me puso los nervios
de punta. Yo no sabía nada de su madre. Llevaba muerta más de sesenta años y
había fallecido en Italia, cuando mi padre estaba ya en Estados Unidos, pero el
viejo seguía evocándola en sueños como si dormido estuviera más cerca de ella,
como si vagara perdido y la llamara llorando.
Yo me tiraba de los pelos y pensaba. Basta, padre, estás
borracho y lleno de compasión por ti mismo, debes parar, no tienes derecho a
llorar, eres mi padre y el derecho a las lágrimas es de mi mujer y mis hijos,
de mi madre, porque me resulta escandaloso que llores, me humilla, y tu dolor
me matará, no puedo soportar tu dolor, no lo quiero, porque ya tengo bastante
con el mío. Habrá más dolor para mí, pero nunca lloraré delante de otros, seré
fuerte y afrontaré mis últimos días sin lágrimas, anciano. Necesito tu vida y
no tu muerte, tu alegría y no tu desánimo.
Entonces también yo me eché a llorar, me levanté, me acerqué
a él. Apoyé su fláccida cabeza en mis brazos (como había visto hacer a mi
madre), le enjugué las lágrimas con la punta de la sábana, lo mecí como a un
niño y no tardó en dejar de llorar; lo puse suavemente sobre la almohada y
durmió en silencio.
John Fante. La
hermandad de la uva. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama.
2 comentarios:
Se nota lo mucho que la has disfrutado. Brillante reseña. Este febrero leí "Llenos de vida". Es lo único que he catado de Fante, pero me quedé muy satisfecho. Comparte muchos puntos que has señalado aquí. "La hermandad de la uva" puede ser un bonito segundo paso. Gracias por descubrírmela.
Es fácil recomendar este libro, parece escrito en estado de gracia. Llenos de vida también es una buena lectura, como los protagonizados por Arturo Bandini. Fante se ha convertido en uno de mis favoritos.
¡Un saludo!
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