Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 11 de mayo de 2018

La hermandad de la uva. John Fante

Hay una verdad en Fante, una fuerza arrolladora, una pasión y comicidad que me resulta difícil descubrir en otros escritores. Leer sus novelas, ya estén protagonizadas por Arturo Bandini, Henry Molise o él mismo, es encontrarse con un humor entre socarrón y tierno, es un narrador que aspira a ser un gran escritor porque la literatura es el espacio donde se mide con el mundo, es sentir las viejas supercherías y hechicerías de la sangre italiana, la nostalgia por los pueblos de los Abruzos, las broncas, homéricas, entre padres e hijos entre el nuevo y el viejo mundo—. La escritura de Fante es diáfana y poderosa, es cómica e intimista a partes iguales. Sus historias pueden parecer pequeñas, y no, porque en sus personajes anclados a unas raíces que son refugio y conflicto, en los relatos de disputas familiares, escritores que aspiran a la gloria o la vida alrededor de una cocina, en la habitación de una pensión o la desnudez de una mujer en la orilla del mar hay sinceridad y autenticidad, historias que muestran a seres humanos vulnerables y complejos, que tienen tanto de locos visionarios como de poetas. Fante se muestra tosco y sublime al mismo tiempo en La hermandad de la uva, tiene un puñado de personajes y situaciones brillantes, habla de aquello que define el cine de Ford, la gloria en la derrota. Porque no hay un grupo más admirable, desaliñado y estrambótico como el del septuagenario Nick Molise y sus colegas, emigrantes italianos de vuelta de todo que ven en el vino, los recuerdos y las mujeres la base de su filosofía personal, viejos amigos que juegan y beben hasta desfallecer, que aman las venganzas, las peleas, las resacas y las trampas y creen en una amistad pura y sencilla. Es esta hermandad de la uva el adversario con quien pelea Henry Molise, saliendo victorioso en algunas ocasiones y derrotado en la mayoría, una derrota que le sirve para preparar la siguiente pelea. Henry, el hijo escritor, el que renunció a seguir los pases del padre, el que vive en una buena casa y trabaja ante una máquina de escribir, algo inaudito y extraño para el bueno de Nick, regresa a la casa paterna para arreglar una trifulca entre sus padres; y es en esa visita donde su familia teje una poderosa telaraña en la que Henry quedará atrapado: los recuerdos de su infancia, sus primeros trabajos en Los Ángeles, los enfrentamientos con el padre y el olor de los platos de la madre, las pullas con los hermanos. Henry accederá a acompañar a su padre, el autodenominado mejor cantero de América, en su último trabajo la última locura de Nick Molise, el cierre a lo grande de toda una vida. Y ahí están, Nick y Henry, padre e hijo, viejo y nuevo mundo, deslomados tras acarrear piedras, incapaces de levantar un secadero en la montaña, peleándose, bebiendo o quedándose en silencio, es decir, haciendo por fin algo juntos, una cercanía inusitada que permitirá al hijo tranquilizar a su padre en las noches que se duerme entre lágrimas por el recuerdo de la madre muerta. Mi admiración hacia Fante y sus relatos costumbristas, sus padres malhablados y pendencieros que cargan con una tristeza casi infinita, sus hijos que luchan delante de una página en blanco, sabedores de que ése es su combate posible, los momentos donde la historia se detiene para hablar de la culpa católica, el sentido del hogar, las raíces. La hermandad de la uva es una novela eufórica y entrañable, se acerca a la vida y a la muerte sin las pretensiones sesudas de otros autores, muestra a ambas con naturalidad, congoja y valentía.







Había ocho o nueve alrededor de una mesa cubierta de fieltro verde que había al fondo. La baja bombilla iluminaba a cinco jugadores sentados, mientras el resto, de pie, miraba y hacía sugerencias. Mi padre estaba entre los mirones. Era un grupito de jubilados que vivían del subsidio, gruñones, irascibles, amargados, viejos cabrones endurecidos, renegones y más bien mezquinos, que disfrutaban con su ingenio cruel, su iconoclastia y su camaradería. Allí no había filósofos, ningún venerable oráculo que hablara desde las profundidades de la experiencia vital. No eran más que ancianos matando el tiempo, esperando que se le acabase la cuerda al reloj. Mi padre era uno de ellos. Al pensarlo sufrí una sacudida. No se me había ocurrido enfocarlo de aquel modo hasta que lo vi con los de su especie. Ahora incluso parecía mayor que los viejales con los que estaba.

***

La cocina. La cucina, la verdadera patria, la cálida gruta del hada buena en las entrañas de la sombría tierra de la soledad, cazos de pociones dulces al fuego, gruta de hierbas mágicas, romero, tomillo, salvia y orégano, bálsamo de loto que devolvía la cordura a los lunáticos, la paz a los afligidos, la alegría a los tristes, pequeño mundo de treinta y cinco metros cuadrados donde el altar eran los quemadores, el círculo mágico el mantel de cuadros donde comían los niños, los niños crecidos, atraídos a sus orígenes, el sabor de la leche materna flotando aún en la memoria, perfume en las fosas nasales, los ojos relampagueando, y el mundo malvado quedaba lejos porque la vieja hada madre protegía a su camada de los lobos de fuera.

***

—Mamma mia, mamma mia…
Se puso a sollozar. ¿Qué forma de dormirse era aquella, llamando a su madre? Por un momento creí que no callaría jamás. Me puso los nervios de punta. Yo no sabía nada de su madre. Llevaba muerta más de sesenta años y había fallecido en Italia, cuando mi padre estaba ya en Estados Unidos, pero el viejo seguía evocándola en sueños como si dormido estuviera más cerca de ella, como si vagara perdido y la llamara llorando.
Yo me tiraba de los pelos y pensaba. Basta, padre, estás borracho y lleno de compasión por ti mismo, debes parar, no tienes derecho a llorar, eres mi padre y el derecho a las lágrimas es de mi mujer y mis hijos, de mi madre, porque me resulta escandaloso que llores, me humilla, y tu dolor me matará, no puedo soportar tu dolor, no lo quiero, porque ya tengo bastante con el mío. Habrá más dolor para mí, pero nunca lloraré delante de otros, seré fuerte y afrontaré mis últimos días sin lágrimas, anciano. Necesito tu vida y no tu muerte, tu alegría y no tu desánimo.
Entonces también yo me eché a llorar, me levanté, me acerqué a él. Apoyé su fláccida cabeza en mis brazos (como había visto hacer a mi madre), le enjugué las lágrimas con la punta de la sábana, lo mecí como a un niño y no tardó en dejar de llorar; lo puse suavemente sobre la almohada y durmió en silencio.
John Fante. La hermandad de la uva. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama.

2 comentarios:

Lucas Despadas dijo...

Se nota lo mucho que la has disfrutado. Brillante reseña. Este febrero leí "Llenos de vida". Es lo único que he catado de Fante, pero me quedé muy satisfecho. Comparte muchos puntos que has señalado aquí. "La hermandad de la uva" puede ser un bonito segundo paso. Gracias por descubrírmela.

caminos que no llevan a ningún sitio dijo...

Es fácil recomendar este libro, parece escrito en estado de gracia. Llenos de vida también es una buena lectura, como los protagonizados por Arturo Bandini. Fante se ha convertido en uno de mis favoritos.
¡Un saludo!