Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 31 de marzo de 2017

La visita al maestro. Philip Roth

La visita al maestro, o un Bildungsroman, una novela de iniciación, donde Nathan Zuckerman recuerda su encuentro con el escritor E.I. Lonoff en su retiro en la naturaleza, una especie de Malamud o Bellow o Singer que poblaba sus relatos con judíos inmigrantes, tenderos y folclore, su condición de extranjeros, su manera de situarse en Norteamérica, sus raíces distantes, alguien apenas recordado en el presente, una especie de dinosaurio de la literatura, anquilosado en una escritura pasada. Zuckerman, en sus primeros pasos como escritor de relatos en revistas literarias, va al encuentro del gran maestro, se siente empequeñecido y extrañado, incapaz de creerse las palabras de Lonoff sobre su obra, la turbulencia que hay en ella, la forma de tratar el conflicto entre los judíos inmigrantes y los hijos nacidos en Norteamérica, la quiebra entre los tiempos y las costumbres en las distintas generaciones.

Zuckerman habla con Lonoff sobre literatura y judaísmo, la forma de afrontar la escritura y el peligro de anclarse a una mirada absorta y estéril, o escritores como Kafka o Babel, en qué grado de cercanía se encuentran con respecto a ellos. La visita al maestro parece ir hacia un diálogo entre dos escritores judíos, el cuentista principiante y el maestro asceta. Pero Roth  muestra algo más, la frialdad de Lonoff con su mujer y su propia obra, la presencia de una muchacha cuyo parecido con Anna Frank es inquietante, los propios relatos de Zuckerman donde reconstruye historias y gestos familiares y los lleva hacia lo tragicómico, algo que lo enfrentará con su padre, e iniciará las disputas que tendrán en las siguientes novelas protagonizadas por Zuckerman.

El enfrentamiento entre Zuckerman y su padre por su modo de mostrar a su familia judía y sus costumbres se inicia con un relato sobre una herencia donde los personajes y las anécdotas son caricaturas, el padre que siente una bofetada ante la obra de su hijo y cree que menosprecia sus raíces, que muestra a los judíos como perros, sus relatos que apenas difieren de los textos antisemitas, la defensa de Zuckerman de su obra, los intentos del padre por mostrarle la alegría en su infancia, de recordarle el buen hijo que fue, la importancia de defender las raíces y las creencias de las que proceden. Las discusiones entre padre e hijo antes de Carnovsky, el libro que dará fama a Zuckerman y acrecentará la distancia entre ambos.



—Mira, Nathan: en cuanto a los gentiles concierne, tu relato trata de una cosa, solamente una cosa. Escúchame antes de irte. Trata de los perros judíos. De los perros judíos y de su amor al dinero. Eso es lo único que verán tus amigos cristianos, te lo garantizo. No trata de cómo se hacen científicos y profesores y abogados, ni de todo lo que llegan a hacer por los demás. No trata de inmigrantes como Chaya ni de lo que tuvo que trabajar y ahorrar y sacrificarse para hacerse un sitio en Norteamérica. No trata de los maravillosos días y las maravillosas noches, llenos de paz, que pasaste en casa, mientras ibas creciendo. No trata de los estupendos amigos que siempre tuviste. No. Trata de Essie y de su martillo, de Sidney y de sus coristas, y del shyster de Essie y las palabrotas que decía, y, en el mejor de los supuestos, según yo lo veo, de lo estúpido que pude yo ser mendigándoles que llegaran a un arreglo aceptable antes de que toda la familia se viese arrastrada frente a un juez goy.
—No te describo como a un estúpido. Por Dios, en absoluto. Incluso pensé —dije, encolerizado— que te estaba enviando un enorme abrazo, si quieres que te diga la verdad.
—¿Ah, si? Bueno, pues no te salió bien. Mira, hijo, puede que yo fuera un estúpido empeñándome en introducir un poco de sentido común en esa gente. No me importa que se burlen un poco de mí. Me da igual, a estas alturas, con todo lo que llevo vivido. Pero lo que no puedo aceptar es lo que tú no ves, lo que tú no quieres ver. Este relato no somos nosotros y, peor aun, no es ni siquiera tú. Tú eres un chico cariñoso. No te he quitado el ojo de encima en todo el día, como un halcón. No te he quitado un ojo de encima en toda tu vida. Eres un buen chico, bondadoso, considerado. No eres la persona que escribe un relato como éste y luego pretende hacerte creer que es la verdad.
—Pues resulta que sí, que lo he escrito.


La muchacha que parece Anna Frank, que hace de secretaria de Lonoff, que se acuesta con él en la habitación encima de la biblioteca donde pasa la noche Zuckerman, la imaginación de Zuckerman donde la muchacha es realmente Anna Frank y cómo asiste al fenómeno de su diario y a la imagen de su persona, incapaz de decir quién es por miedo a destruir algo precioso. Ahí está el amor de la muchacha por Lonoff, la tristeza de la mujer, y Lonoff que va de una a otra. Ahí están las conjeturas de Zuckerman y su forma de trasgredir la realidad, de afrontar el judaísmo y la creación literaria desde otro lado, sin el peso de las raíces y costumbres, tomar lo cotidiano para llevarlo al extremo. Ahí está  final del libro, donde Lonoff sabe que Nathan escribirá un relato con las horas pasadas juntos.

Philip Roth muestra el inicio de su alter ego Nathan Zuckerman, sus primeros relatos antes de Carnovsky, sus primeras relaciones donde ya se deja llevar y naufraga una y otra vez, su relación con el padre sobre la manera de vivir y enfrentar el judaísmo, el escritor visto no sólo como artista, también como testigo y verdad.
Philip Roth. La visita al maestro. Traducción de Ramón Buenaventura. Galaxia Gutenberg.

lunes, 20 de marzo de 2017

El Sur seguido de Bene. Adelaida García Morales

Al inicio de El Sur, una mujer promete a su padre visitar su tumba en el cementerio, y es ahí, en esa promesa al padre muerto, donde empieza un diálogo que la coloca en el territorio de lo mítico, los recuerdos de la infancia y la figura paterna, el misterio de aquello que no llegamos a entender del todo siendo niños y que se abre ante nosotros con el paso del tiempo, los gestos y las emociones que no aún no dominamos, el pasado un paisaje a veces borroso o irreal, a veces reconstruido en la distancia del presente con un halo de silencio, magia, dolor y amor, el sur imaginado desde un norte extraño, un sur que se antoja mágico, que tiene la clave del secreto del padre, y de su tristeza y dolor.

Recuerdo se repite a lo largo de El Sur. Y en ese recuerdo está una casa aislada de la ciudad, un padre que busca agua con su péndulo y se esconde en su estudio, la niña Adriana que lo observa en una distancia que se estira y contrae según el humor del padre, la madre que bascula entre la queja y una vaga aceptación de la ausencia de amor y de una vida de reclusión, la niñez que se consume con los acercamientos de la niña Adriana hacia su padre, una sombra que aquieta aquello que la rodea, que tiene una cara oculta.

Es en la sombra, donde se mueve El Sur (que se abre con una cita de Hölderlin, ¿qué podemos amar que no sea una sombra?). El amor de Adriana por su padre, el padre distante, extraño, malhumorado, el dolor en su rostro, un dolor que llega del pasado, que es un eco de algo que no se quiere dejar marchitar, de una renuncia o un error que marca una vida entera y arrastra a seres inocentes. Adriana observa a su padre, su cercanía con el abismo y la muerte, su mirada ausente en otro tiempo, en otros seres, su capacidad para encontrar en la mayor oscuridad el más pequeño de los objetos sólo con un péndulo. Y es Adriana quien aprende primero a manejar el péndulo y encontrar agua, y luego a usar los recuerdos como una forma de encontrar aquello que perdimos, una presencia, un amor, un secreto.

El Sur es un hermoso texto, corto, pausado y sencillo, el poder de las imágenes de una casa solitaria y una niña que ve agrandarse el dolor en su padre, que encuentra algunas huellas de su dolor en una casa del sur y empieza a entender las diferentes caras del amor, la alegría, la ausencia, el sufrimiento, la carga, la patria, el destierro, el amor de la hija hacia el padre su deseo de tenerlo para ella, sólo para ella. Están el frío y la penumbra del norte, donde el padre se apaga, está la luz del sur, que ilumina los secretos desconocidos y ciega a Adriana cuando, por fin, viaja hacia las raíces y el amor de su padre.


Por las tardes, cuando no estaba contigo, sin que tú lo supieras, me dedicaba a rondar la puerta cerrada de tu estudio. Aquél era un lugar prohibido para todos. Ni siquiera querías que entraran a limpiarlo. Mamá me explicaba que aquella habitación secreta no se podía abrir, pues en ella se iba acumulando la fuerza mágica que tú poseías. Si alguien entraba, podía destruirla. Cuántas veces me había sentado yo en el sofá del salón contiguo, y contemplaba en la penumbra aquella puerta prohibida incluso para mí. Apenas me movía, para que tú no me descubrieras. Cerraba los ojos y me concentraba en captar cualquier sonido que pudiera surgir del interior, donde tú practicabas con tu péndulo durante horas que a mí se me hacían interminables. El silencio era perfecto. Jamás llegué a escuchar ni el más leve rumor. A veces me acercaba con sigilo y, sin tocar la puerta, miraba por el ojo de la cerradura. Escuchaba entonces los latidos de mi corazón, pero ni siquiera te veía a ti. Una vez le pregunté a mamá si aquella fuerza podía verse. Ella me respondió que tenía que ser siempre invisible, pues era un misterio y, si se llegaba a ver, dejaría de serlo. Es curioso cómo aquello no visible, aquello que no existía realmente, me hizo vivir los momentos más intensos de mi infancia. Recuerdo las horas que pasábamos en el jardín dedicados a aquel juego que tú inventaste y en el que sólo tú y yo participábamos. Yo escondía cualquier objeto para que tú lo encontraras con el péndulo. No sabes cómo me esforzaba en hallar algo diminuto, lo más cercano a lo invisible que pudiera haber. Escondía una miga de pan bajo una piedra, al pie de un rosal, dejaba flotar en el agua turbia de la fuente un pétalo de flor, o deslizaba a tus espaldas, en cualquier lugar, una piedrecita cualquiera que sólo yo podía reconocer. Y no es que tratara de confundirte. Lo que ocurría era que me maravillaba comprobar que tú acertabas siempre lo que a mí me parecía imposible de adivinar. Cuántas veces caía la noche mientras yo contemplaba cómo te movías lentamente en la dirección que el péndulo te señalaba, acercándote al lugar que yo había elegido en secreto. Me sumergía entonces en aquella quietud y en aquel silencio perfectos que reinaban en el jardín, convirtiéndolo, a mis ojos, en el lugar de un sueño.


Bene es otro texto corto donde también hay recuerdos y sombras y casas grandes en las que sentirse solo y perdido, Bene que se inicia con un sueño y sigue con la  confesión de Ángela, del recuerdo de un momento único y extraño, la llegada de la sirvienta Bene y las sombras que la acompañan, y es en el territorio entre sueño y realidad donde se mueve el texto de García Morales. Ángela, como Adriana, recuerda las presencias y los espacios que marcaron su infancia, Bene, que arrastra al caserón familiar algo sobrenatural, algo apenas entrevisto, y Santiago, el hermano al que pedir amparo y amor, al que buscar. Y es Ángela, la que entra en ese mundo sobrenatural y vedado, la que observa sombras en la noche que aguardan tras la valla de la casa y siluetas tan frágiles como humo, seres que vigilan a los vivos, que los esperan al otro lado. Y es Ángela quien siente el dolor por la distancia de su hermano Santiago.


Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene, ¿recuerdas? También ella aparecía en mi sueño. Vestía un traje gris de listas y un delantal blanco, su uniforme. Aparecía muy triste, clavando su mirada en el suelo, entre sus pies, con sus manos juntas, como una colegiala. Tú y yo caminábamos lentamente, y ella permanecía muy quieta a lo lejos. No llevaba la cesta de la merienda y parecía ocultarse de alguien o de algo, quizás de aquellos gritos tan desagradables que tía Elisa, tan dulce y correcta para todos los demás, le dirigía por cualquier insignificancia. Tú habías vuelto para quedarte conmigo aquí, en esta vieja casa donde los dos nacimos y donde yo vivo ahora, envuelta en las sombras de los que os habéis marchado. Venías con la misma edad que tenías entonces, cuando te fuiste. Al ver a Bene entre los eucaliptos, tú me cogiste fuertemente del brazo y me susurraste al oído con sobresalto: «¡Ya sé por qué se ha ido Bene!». Al acercarnos a ella descubrimos un objeto entre sus manos. Era un libro, parecía un misal. Pude ver entonces, en la portada, la huella quemada de una mano humana. Tú ya no estabas a mi lado. Me encontré sola con ella, con una Bene desconocida que levantaba su rostro hacia mí sin gesto alguno. Su mirada parecía surgir de un vacío infinito. Y sus ojos comenzaron a brillar con una intensidad extraordinaria. Intenté escapar a la angustia que me asfixiaba. El resultado de mi esfuerzo fue despertar. Y tú no habías llegado a comunicarme lo que sabías de su marcha repentina.


Me gusta la escritura de Adelaida García Morales en El sur y Bene, su poder evocador, su forma de hablar de las sombras, la capacidad de ensoñación, tristeza, infancia y pérdida que hay en sus textos.
Adelaida García Morales. El Sur seguido de Bene. Anagrama.

viernes, 17 de marzo de 2017

La vida breve. Juan Carlos Onetti

A veces ocurre. Que llegas a un autor y sientes que lo has hecho tarde, que deberías haberlo leído junto a Melville, Conrad o Rulfo, que hay una escritura que te atrae por su densidad y sus múltiples capas y la subversión de una realidad que se adentra en el sueño, o son la imaginación y la fantasía las que se adentran en la realidad, creando un mundo de espejos ilusorios. La vida breve es Onetti que crea a Brausen que a su vez imagina y da vida al doctor Díaz Grey en el pueblo de Santa María, y lo imagina mirando a la plaza y el río a través de una ventana, observando calles, estatuas y a todos sus habitantes, y, también, Brausen que se hace pasar por Arce, un hombre de acción, un revólver en el bolsillo y saberse capaz de matar.

Brausen anda entre dos mundos, en uno es un vendedor y escritor, está casado con Gertrudis, a la que acaban de extirpar un pecho, y es esa ausencia en su cuerpo la que hace que Brausen caiga en el extrañamiento y el vacío. Escucha una conversación en el departamento de al lado, un hombre y una mujer, e imagina cuerpos, gestos y pasados. Verá la silueta de la mujer, la Queca, escuchará sus conversaciones, entrará en su departamento vacío en el que se siente en un mundo desconocido, se hará pasar por Arce para estar a su lado, y ese hacerse pasar por otro lo lleva a desprenderse del Brausen que todos conocen, despidiéndose de las emociones, gestos y formas de actuar que lo definían, convirtiendo su grisura y austeridad en acción y violencia. En el otro mundo, es el creador del doctor Díaz Grey, su alter ego, un hombre pequeño e insignificante, silencioso y observador que vive en Santa María, la idea de Brausen de hacer un guión sobre la vida del doctor y su encuentro con Elena Salas, de cómo algo irrumpe en su vida y lo lleva hacia emociones y lugares ignotos. Brausen rompe la frontera entre realidad y ficción, transforma su vida en pensamientos y recuerdos del doctor o usa la vida inventada del doctor como anticipación de la suya propia.

Hay un momento, hacia el final de la novela, donde Brausen, en su papel de Arce, deshecho ya de su personalidad primigenia, se dirige a Santa María. Y ahí, en sus calles, se siente creador, busca el reconocimiento de sus habitantes, gestos previamente imaginados, la silueta inventada del doctor Díaz Grey. Se destruyen el concepto de identidad y realidad, si todo lo que ocurre en La vida breve no será otra cosa que aquello que inventa la mente de Brausen, desde la inicial conversación espiada en el piso de al lado, su decisión de cambiarse por Arce y abandonar la piel de Brausen, su huida que lo lleva a Santa María. Todo es un sueño, o algo fantasmagórico como esa Santa María inventada a partir del recuerdo de un lejano día pasado en sus calles, como sus habitantes que no son más que siluetas difusas.

Onetti es digresión y capítulos febriles, es el cambio de narrador, espacio y tiempo, es la realidad imaginada o los destellos de una mente caótica que busca un orden y un destino. Onetti dibuja las identidades de Brausen, el primer hombre gris al seco y el violento hombre de acción final, de Díaz Grey, que sucumbe al cuerpo de Elena Salas y su morfinomanía, las dibuja y las diluye, convirtiéndolas en sombras. Brausen, la parte de Brausen que hay en La vida breve y desaparece a lo largo de la novela, y su forma de entender la vida como un alma y una suma de vidas, un continuo empezar de cero, un fracaso.



Voy a vivir, simplemente. Otro fracaso, porque puede presumirse que hay una cosa para hacer, que cada uno puede cumplirse en determinada tarea. Entonces la muerte no importa, no tanto, no como definitiva aniquilación, porque el hombre con fe supone haber descubierto el sentido de la vida, haberlo obedecido. Pero para esta pequeña vida que empieza o para todas las anteriores si tuviera que empezar de nuevo, no conozco nada que me sirva, no veo posibilidades de fe. Puedo, sí, entrar en muchos juegos, casi convencerme, jugar para los demás la farsa de Brausen con fe. Cualquier pasión o fe sirven a la felicidad en la medida en que son capaces de distraernos, en la medida de la inconsciencia que puedan darnos.


Están el pesimismo y una realidad gris, está el deambular por ciudades fantasmales como sombras, están Gertrudis, mujer de Brausen, que tras su operación de pecho vuelve a Montevideo, busca en la mujer que fue en el pasado para sobrevivir en el presente, está la Queca, que al principio es voz y a lo largo de la novela parece una ensoñación de Brausen/Arce, una prostituta que dice sentir voces y presencias que la rodean y que llama “ellos”, está Elena Sala, la invención de Brausen que trastoca la vida de Díaz Grey, otra invención, sus piernas desnudas para los pinchazos de morfina, su búsqueda de un muchacho por el territorio de Santa María, está Mami, una mujer que vive con un amigo de Brausen, que sabe que su belleza pasó hace años, está el desamor, la desolación, la corrupción de vida y alma, la derrota, la sensualidad mortecina, está tristeza.



Ya no volví a tomar la lapicera. Estuve pensando en la mujer de al lado, en la Queca, en su perfil casi olvidado, su voz y su risa; en cada una de las cosas que yo conocía de su vida. Cuando terminara la noche, cuando yo me pusiera de pie y aceptara, sin rencor, que había perdido, que no podía salvarme inventando una piel para el médico de Santa María y metiéndome en ella; en un momento cualquiera del fin de la noche, cuando sólo fuera posible mantenerla cerrando ventanas y balcones, murmurando y cumpliendo palabras y actos nocturnos, la Queca, Enriqueta, iba a volver de la calle, sola o escoltada por los pasos y el silencio de un hombre. De regreso de alguna forma cualquiera de la compañía, cansada, un poco borracha, canturreando mientras se quitaba las ropas. Iba a estar allí, próxima sólo para mi oído, desnudándose el cuerpo ardiente, sudoroso, cubierto por la humedad nacida unas horas antes, mientras bailaba, o en cualquier improvisado rincón de fiesta —ligas, puntilla, bragueta y la orquesta repentinamente enmudecida en el disco.
Salí al pasillo y deslicé la carta bajo la puerta del departamento H. «Todo está perdido», repetía sin convencerme.
La Queca me despertó a la madrugada, riendo y sofocándose en el teléfono. Contaba una historia en la que intervenían dos hombres y un automóvil; una botella de guindado, un bosque con un lago; nuevamente los dos hombres, disimulando con arrogancia la cobardía creciente, la indecisión. La historia de un automóvil detenido bajo ramas gruesas y el perfume de las glicinas; de los golpes de la portezuela resonando en la soledad convencional del paisaje.
La oí acostarse y apagar la luz, desechar con un rápido murmullo el recuerdo de los pequeños errores de la noche. Entonces sonreí, crucé el borde de la tristeza, dilatada, prácticamente infinita, como si hubiera estado creciendo durante mi sueño y el corto monólogo de la mujer en el teléfono. No había podido escribir el argumento de cine para Stein; tal vez no podría nunca salvarme con el dibujo de la larga frase inicial que bastaría para devolverme nuevamente a la vida. Pero si yo no luchaba contra aquella tristeza repentinamente perfecta; si lograba abandonarme a ella y mantener sin fatiga la conciencia de estar triste; si podía, cada mañana, reconocerla y hacer que saltara hacia mí desde un rincón del cuarto, desde una ropa caída en el suelo, desde la voz quejosa de Gertrudis; si amaba y merecía diariamente mi tristeza, con deseo, con hambre, rellenándome con ella los ojos y cada vocal que pronunciara, entonces, estaba seguro, quedaría a salvo de la rebeldía y la desesperanza.


Onetti me gana por su forma de escribir densa y laberíntica, donde la invención y la realidad se unen en un mismo punto y la vida y el alma pasan del gris a algo indefinido y fantasmal.









Entonces descubrí que yo había estado pensando lo mismo desde una semana atrás, recordé mi esperanza de un milagro impreciso que haría para mí la primavera. Hacía horas que un insecto zumbaba, desconcertado y furioso entre el agua de la ducha y la última claridad del ventanuco. Me sacudí el agua como un perro, y miré hacia la penumbra de la habitación, donde el calor encerrado estaría latiendo. No me sería posible escribir el argumento para cine de que me había hablado Stein mientras no lograra olvidar aquel pecho cortado, sin forma ahora, aplastándose sobre la mesa de operaciones como una medusa, ofreciéndose como una copa. No era posible olvidarlo, aunque me empeñara en repetirme que había jugado a mamar de él, de aquello. Estaba obligado a esperar, y la pobreza conmigo. Y todos, en el día de Santa Rosa, la desconocida mujerzuela que acababa de mudarse al departamento vecino, el insecto que giraba en el aire perfumado por el jabón de afeitar, todos los que vivían en Buenos Aires estaban condenados a esperar conmigo, sabiéndolo o no, boqueando como idiotas en el calor amenazante y agorero, atisbando la breve tormenta grandilocuente y la inmediata primavera que se abriría paso desde la costa para transformar la ciudad en un territorio feraz donde la dicha podría surgir, repentina y completa, como un acto de la memoria.

***

Me apoyé en el respaldo, con los ojos cerrados, respirando con fuerza el aire, pensando: «A esta edad es cuando la vida empieza a ser una sonrisa torcida», admitiendo, sin protestas, la desaparición de Gertrudis, de Raquel, de Stein, de todas las personas que me correspondía amar; admitiendo mi soledad como lo había hecho antes con mi tristeza.
«Una sonrisa torcida. Y se descubre que la vida está hecha, desde muchos años atrás, de malentendidos. Gertrudis, mi trabajo, mi amistad con Stein, la sensación que tengo de mí mismo, malentendidos. Fuera de esto, nada; de vez en cuando, algunas oportunidades de olvido, algunos placeres, que llegan y pasan envenenados. Tal vez todo tipo de existencia que pueda imaginarme debe llegar a transformarse en un malentendido. Tal vez, poco importa. Entretanto, soy este hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz, no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro. El hombrecito que disgusta en la medida en que impone la lástima, hombrecito confundido en la legión de hombrecitos a los que fue prometido el reino de los cielos. Asceta, como se burla Stein, por la imposibilidad de apasionarme y no por el aceptado absurdo de una convicción eventualmente mutilada. Éste, yo en el taxímetro, inexistente, mera encarnación de la idea Juan María Brausen, símbolo bípedo de un puritanismo barato hecho de negativas —no al alcohol, no al tabaco, un no equivalente para las mujeres—, nadie, en realidad; un nombre, tres palabras, una diminuta idea construida mecánicamente por mi padre, sin oposiciones, para que sus también heredadas negativas continuaran sacudiendo las engreídas cabecitas aun después de su muerte. El hombrecito y sus malentendidos, en definitiva, como para todo el mundo. Tal vez sea esto lo que uno va aprendiendo con los años, insensiblemente, sin prestar atención. Tal vez los huesos lo sepan y cuando estamos decididos y desesperados, junto a la altura del muro que nos encierra, tan fácil de saltar si fuera posible saltarlo; cuando estamos a un paso de aceptar que, en definitiva, sólo uno mismo es importante, porque es lo único que nos ha sido indiscutiblemente confiado; cuando vislumbramos que sólo la propia salvación puede ser un imperativo moral, que sólo ella es moral; cuando logramos respirar por un impensado resquicio el aire natal que vibra y llama al otro lado del muro, imaginar el júbilo, el desprecio y la soltura, tal vez entonces nos pese, como un esqueleto de plomo metido dentro de los huesos, la convicción de que todo malentendido es soportable hasta la muerte, menos el que lleguemos a descubrir fuera de nuestras circunstancias personales, fuera de las responsabilidades que podemos rechazar, atribuir, derivar».

***

Descendí por Corrientes paso a paso, alternando la fatiga de las manos que sostenían la valija, encontrándolo todo bueno, apropiado todo a los méritos, las necesidades, lo que eran capaces de soñar las gentes. Crucé el círculo del obelisco con la decisión de reconstruir una noche de mi adolescencia en la que habría afirmado, en soledad o ante sordos, que el período de la vida perfecta, los rápidos años en que la felicidad crece en uno y desborda (en que la sorprendemos como a una hierba incontenible naciendo en todos los rincones de la casa, en cada pared de las calles, debajo del vaso que alzamos, en el pañuelo que abrimos, en las páginas de los libros, en los zapatos que embocamos por las mañanas, en los ojos anónimos que nos miran un instante), los días hechos a la medida de nuestro ser esencial, pueden ser logrados —y es imposible que suceda de otra manera— si sabemos abandonarnos, interpretar y obedecer las indicaciones del destino; si sabemos despreciar lo que debe ser alcanzado con esfuerzo, lo que no nos cae por milagro entre las manos.
«Toda la ciencia de vivir —estaba en el guardarropa del Empire, estaba resuelto a no separarme de la valija— está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser, simplemente, cada minuto».
«Abandonarse como a una corriente, como a un sueño», pensaba al adentrarme con la valija en la penumbra de la sala de baile, escuchando el tango desconocido, el solo del bandoneón sobre el distante piano. No pude ver a Stein en la pista ni en las mesas, puse la valija junto a mi pierna y pedí de beber; sabía que era imposible emborracharme, descubrí el cansancio de mi cuerpo al recostarlo en la silla, comencé a imaginar la expresión que tomarían en la muerte cada una de las caras que miraba: las dividí, de primera intención, en ceremoniosas e ingenuas, en la raza de las que se estirarán, duras, secas, adecuadas a la interpretación humana de la muerte, y la de las caras que se someterán, inexpresivas, dóciles.
Juan Carlos Onetti. La vida breve. Debolsillo.

sábado, 11 de marzo de 2017

William Saroyan en Las aventuras de Wesley Jackson

La segunda carta, que también leí a Victor a la mañana siguiente, mientras desayunábamos, decía: «Vamos a ver. Vuestro problema más gordo es qué hacer una vez que habéis comido. Parece que evitáis la verdad, y no hace falta que lo hagáis. En realidad no se puede evitar la verdad, pero al intentar evitarla os metéis de cabeza en la estupidez y en el desastre, mientras que si no intentarais evitarla empezaríais a desfrutar del sosiego que lleváis dentro pero que habéis perdido tras centenares de años de inquietud. Dejad ya de inquietaros, por favor. Veréis como no hay por qué preocuparse si os sentáis y empezáis a conoceros contando las cosas que tenéis a vuestro alrededor. Contar es una actividad pura, porque no pretende ser productiva. Eso ya vendrá luego. Primero debéis aprender a contar. La primera vez contad hasta nueve y no sigáis. No suméis, ni restéis, ni dividáis, ni multipliquéis aún. Lo entenderéis cuando empecéis a contar.
―¿Qué te parece? ―dije yo.
―¿Y yo qué quieres que te diga? ―dijo Victor―. Podríamos probar lo que dice. Ya hemos acabado de desayunar, vamos a contar.
―Esta cuchara―dije yo―. Uno. Pero antes de pasar al dos examinemos la cuchara, para ver cómo es.
―No―dijo Victor―. Él dice que no hay que hacer eso. Dice que hay que empezar a contar y nada más. Este plato con las sobras de los huevos revueltos, el jamón y las patatas, dos.
―Está bien―dije yo―. Esta taza de café, tres.
―El viejo de detrás de la barra, cuatro.
―¿Qué pasa? ―dijo que viejo de detrás de la barra.
―Usted es el cuatro ―dijo Victor.
―¿El cuatro? ―dijo el ruso―. ¿Y eso qué quiere decir?
―El número cuatro.
―¿Qué pasa? ¿Hoy no ponéis música? ―dijo el ruso.
―Esta moneda de cinco centavos para la máquina ―dije yo―, cinco. ―Eché la moneda en la máquina y la mujer empezó a preguntarle a su hombre por qué no se portaba bien con ella.
―Esta ventana ―dijo Victor―, seis.
―La ciudad entera ―dije yo―, siete.
―El mundo entero ―dijo Victor―, ocho.
―La Creación ―dije yo―, nueve.
―Ya está, los hemos logrado ―dijo Victor―. Hemos empezado con una simple cuchara y mira hasta dónde hemos llegado.
―No sé qué quiere decir este tipo ―dije yo.
―¿Qué te parece si le contestamos?
―¿Y qué le diríamos?
―¿Cómo que qué le diríamos? Pues que hemos recibido sus cartas, y le daríamos las gracias.
―Pero esas cartas están dirigidas a la gente del mundo.
―Eso es lo que somos tú y yo, ¿no? ―dijo Victor―. Alguien tiene que recoger las cartas del suelo y leerlas. No dice que no puedan leerlas un par de soldados del ejército que duermen en el hotel que hay al otro lado de la calle.
William Saroyan. Las aventuras de Wesley Jackson. Traducción de J. Martín Lloret. Acantilado.