Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 19 de septiembre de 2015

En algún lugar del tiempo. Richard Matheson



Una enfermedad terminal, la dirección de un viaje decidido por una moneda al aire, un viejo barco varado que parece la puerta a otro tiempo y mezcla el presente y el pasado en un punto extraño, un antiguo hotel junto al mar, un hombre que espera su muerte y una fotografía que trastoca sus planes, una mujer de otro siglo y la pregunta de cómo poder viajar en el tiempo para conocerla, descubrir en los archivos del hotel que aquella moneda lanzada al aire para buscar un destino donde morir no era azar sino destino, una pregunta sin respuesta, ¿desde dónde viniste?

En algún lugar del tiempo no sale de los tópicos de la novela romántica, a veces, incluso, sonroja por su propuesta sensiblera (que no sensible). El inicio promete, Richard Collier decide vivir sus últimos días en la carretera, un viaje dejado al azar y la espera de la muerte. Describe cada cosa que ve para fijarla antes de perderla para siempre, las casas, los cruces de camino, las tiendas de los pueblos, su visita el Queen Mary y su habitación en un antiguo hotel (la extrañeza por las huellas del pasado que se cuelan en el presente). Su vida se desliza lentamente hacia el final esperado. Hasta que se enamora de la fotografía de Elise McKenna, una  actriz de finales del siglo XIX. Y es ahí, en ese enamoramiento, donde Collier se pregunta por la posibilidad de los viajes en el tiempo.

En El hombre menguante un hombre pierde varios centímetros al día y conoce submundos que le estaban vetados. En Soy leyenda, el último hombre vivo descubre que en un mundo de vampiros él es el monstruo. En En algún lugar del tiempo, es la autohipnosis la que propicia los viajes temporales, no hay máquinas como en Wells y Bradbury sino una conciencia que se desprende del tiempo. Y es aquí, en la búsqueda de una solución para viajar en el tiempo, donde se terminó mi interés en el libro. Collier en la cama convenciéndose de estar en 1896 para conocer a la mujer de la fotografía, desvaneciéndose en una neblina y apareciendo años atrás. Después de eso, un folletín previsible. Collier ha investigado la vida de Elise McKenna, su trayectoria teatral y vital, los hechos extraños que ocurrieron en el mismo hotel donde se aloja y que convierten a Elise en otra mujer, en otra actriz (más real, más dolorosa), su soledad final, las referencias a un hombre misterioso y no saber desde dónde venía. Collier se desprende del tiempo y encuentra a Elise en la playa cercana al hotel y, a partir de ahí, las frases melosas, los personajes folletinescos, los supuestos giros inesperados que no son tal, una historia que no es azar sino destino y cuyo final conocemos desde el inicio.

Es decepcionante este libro de Matheson. No funciona como historia de ciencia-ficción (salvo alguna simpática referencia a H.G. Wells y la mariposa de Bradbury) ni como historia de amor (no hay contención o intimismo, sencillez o profundidad, sólo una sucesión de tópicos y párrafos desmañados). De Matheson esperaba otra cosa diferente a una historia previsible y aburrida.







Maurice Nicoll afirma que toda la historia es un hoy viviente. No disfrutamos de un fogonazo de vida en medio de un extenso y desierto yermo. En vez de eso, existimos en algún punto «del vasto proceso de los vivos que todavía piensan y sienten pero que son invisibles para nosotros».
Sólo tengo que subirme a un punto panorámico desde donde pueda ver y llegar al punto de ese desfile al que me quiero sumar.
El último capítulo. Después depende de mí.
Priestley habla de tres Tiempos. Los denomina Tiempo 1, Tiempo 2 y Tiempo 3.
El Tiempo 1 es la época en la que nacemos, crecemos y morimos; es el tiempo físico, propio del cuerpo y del cerebro.
El Tiempo 2 diverge del camino recto. Su campo de visión abarca unos coexistentes pasado, presente y futuro. No son el reloj ni el calendario lo que determinan su existencia. Al entrar en él, nos salimos del tiempo cronológico, al cual vemos como una unidad fija en lugar de como una seria de momentos en movimiento.
El Tiempo 3 es esa zona donde existe «el poder de conectar o desconectar lo que puede ser y lo que es».
El Tiempo 2 podría darse tras la muerte, asegura Priestley. El Tiempo 3 podría ser la eternidad.
Richard Matheson. En algún lugar del tiempo. Traducción de Raúl Campos. La Factoría de Ideas.

jueves, 17 de septiembre de 2015

leyendo La conjura contra América. Philip Roth



Los resultados de las elecciones de noviembre ni siquiera estuvieron igualados. Lindbergh consiguió el cincuenta y siete por ciento del voto popular y, con un triunfo aplastante, ganó en cuarenta y siete estados. Los únicos donde perdió fueron Nueva York, el estado natal de FDR, y, tan solo por dos mil votos, Maryland, donde la gran población de funcionarios federales votó abrumadoramente por Roosevelt, mientras que el presidente pudo retener —como no le fue posible en ningún otro lugar por debajo de la línea Mason-Dixon— la lealtad de casi la mitad de los votantes demócratas del viejo sur. Aunque a la mañana siguiente a las elecciones predominaba la incredulidad, sobre todo entre los encuestadores, el día después todo el mundo pareció entenderlo todo, y los comentaristas de radio y los columnistas de la prensa presentaron la noticia como si la derrota de Roosevelt hubiera estado predeterminada. Según sus explicaciones, lo ocurrido era que los norteamericanos no habían sido capaces de romper con la tradición de los dos mandatos presidenciales que George Washington había instituido y que ningún presidente antes de Roosevelt se había atrevido a cuestionar. Por otro lado, después de la Depresión, la renaciente confianza tanto de jóvenes como mayores se había visto estimulada por la relativa juventud de Lindbergh y su aspecto elegante y atlético, en tan marcado contraste con los serios impedimentos físicos con los que FDR cargaba como víctima de la poliomielitis. Y estaba también el prodigio de la aviación y el nuevo estilo de vida que prometía: Lindbergh, que ya era el dueño del aire y había batido el récord de vuelo de larga distancia, podía conducir con conocimiento de causa a sus compatriotas al mundo desconocido del futuro aeronáutico, al tiempo que les garantizaba con su conducta puritana y anticuada que los logros de la ingeniería moderna no tenían por qué erosionar los valores del pasado. Los expertos llegaron a la conclusión de que los norteamericanos del siglo XX, cansados de enfrentarse a una crisis cada década, ansiaban la normalidad, y lo que Charles A. Lindbergh representaba era la normalidad elevada a unas proporciones heroicas, un hombre decente con cara de honradez y una voz normal y corriente que había demostrado al planeta entero, de un modo deslumbrante, el valor para ponerse al frente, la fortaleza para moldear la historia y, naturalmente, la capacidad de trascender la tragedia personal. Si Lindbergh prometía que no habría guerra, entonces no la habría: para la gran mayoría de la población era así de sencillo.
Peores aún para nosotros que el resultado de las elecciones, fueron las semanas que siguieron a la toma de posesión, cuando el nuevo presidente norteamericano viajó a Islandia para entrevistarse personalmente con Adolf Hitler y, tras dos días de conversaciones «cordiales», firmar un «acuerdo» que garantizaba unas relaciones pacíficas entre Alemania y Estados Unidos. Hubo manifestaciones contra el Acuerdo de Islandia en una docena de ciudades norteamericanas, y discursos apasionados en la Cámara Baja y el Senado pronunciados por congresistas demócratas que habían sobrevivido a la aplastante victoria republicana y que condenaban a Lindbergh por tratar con un tirano fascista asesino como su igual y aceptar como lugar de su reunión un reino insular históricamente fiel a una monarquía democrática cuya conquista los nazis ya habían llevado a cabo, una tragedia nacional para Dinamarca, claramente deplorable para el pueblo y su rey, pero que la visita de Lindbergh a Reykjavik parecía aprobar tácitamente.
Cuando el presidente regresó a Washington desde Islandia (una formación de vuelo de diez grandes aviones de patrulla de la armada que escoltaban al nuevo Interceptor Lockheed bimotor que él mismo pilotaba), el discurso que dirigió a la nación constó solo de cinco frases. «Ahora está garantizado que este gran país no participará en la guerra en Europa.» Así comenzaba el histórico mensaje, y proseguía hasta su conclusión del modo siguiente: «No nos uniremos a ningún bando bélico en ningún lugar del globo. Al mismo tiempo, seguiremos armando a Estados Unidos y adiestrando a nuestros jóvenes de las fuerzas armadas en el uso de la tecnología militar más avanzada. La clave de nuestra invulnerabilidad es el desarrollo de la aviación norteamericana, incluida la tecnología de los cohetes. De este modo, nuestros límites continentales serán inexpugnables a los ataques desde el exterior, mientras mantenemos una neutralidad estricta».
Diez días después, el presidente firmó el Acuerdo de Hawai en Honolulú con el príncipe Fumimaro Konoye, primer ministro del gobierno imperial japonés, y con Matsuoka, el ministro de Asuntos Exteriores. Como emisarios del emperador Hirohito, ambos habían firmado ya en Berlín, en septiembre de 1940, una triple alianza con los alemanes y los italianos, un acuerdo en el que los japoneses refrendaban el «nuevo orden en Europa» establecido bajo el liderazgo de Italia y Alemania, que, a su vez, refrendaba el «Nuevo Orden en el Gran Este Asiático» establecido por Japón. Asimismo, los tres países prometieron ayudarse militarmente en caso de que alguno de ellos fuese atacado por una nación no comprometida en la guerra europea o en la sino japonesa. Al igual que el Acuerdo de Islandia, el Acuerdo de Hawai convertía a Estados Unidos en un miembro, en todos los aspectos salvo el nombre, de la triple alianza del Eje, al extender el reconocimiento norteamericano a la soberanía de Japón en Asia oriental y garantizar que Estados Unidos no se opondría a la expansión japonesa en el continente asiático, incluida la anexión de las Indias holandesas y la Indochina francesa. Japón prometió reconocer la soberanía de Estados Unidos en su propio continente, respetar la independencia política de la mancomunidad norteamericana de las Filipinas (programada para que entrara en vigor en 1946) y aceptar los territorios norteamericanos de Hawai, Guam y Midway como posesiones estadounidenses permanentes en el Pacífico.
En el período subsiguiente a los acuerdos, se alzaron por doquier los gritos de norteamericanos que decían: «¡No a la guerra, no a que los jóvenes luchen y mueran, nunca más!». Decían que Lindbergh podía tratar con Hitler, que este le respetaba por ser quien era, que Mussolini e Hirohito le respetaban por ser quien era. Los únicos que estaban contra él, afirmaba la gente, eran los judíos. Y, en efecto, así era en Norteamérica. Todo lo que los judíos podían hacer era preocuparse. En la calle, nuestros mayores especulaban sin cesar acerca de lo que nos harían, y en quién podíamos confiar para que nos protegiera y cómo podríamos protegernos a nosotros mismos. Los niños como yo volvíamos a casa de la escuela asustados y perplejos, incluso llorosos, debido a lo que los chicos mayores comentaban entre ellos, lo que, durante sus comidas en Islandia, Lindbergh le había dicho de nosotros a Hitler y lo que este le había dicho a Lindbergh de nosotros. Uno de los motivos por los que mis padres decidieron mantener los planes, trazados mucho tiempo atrás, de visitar Washington fue el de convencernos a Sandy y a mí, tanto si ellos mismos se lo creían como si no, de que no había cambiado nada aparte de que FDR ya no era el presidente. Estados Unidos no era un país fascista y no lo sería, al margen de lo que Alvin había predicho. Había un nuevo presidente y un nuevo Congreso, pero uno y otros estaban obligados a respetar la ley tal como figuraba en la Constitución. Eran republicanos, eran aislacionistas y, entre ellos, sí, había antisemitas (como también los había entre los sureños del propio partido de FDR), pero había una gran distancia entre eso y la condición de nazi. Además, uno solo tenía que escuchar a Winchell los domingos por la noche, cuando arremetía contra el nuevo presidente y «su amigo Joe Goebbels», o escuchar su enumeración de los terrenos que el Departamento de Interior estaba considerando para levantar en ellos campos de concentración (terrenos situados principalmente en Montana, el estado natal del vicepresidente partidario de la «unidad nacional» de Lindbergh, el demócrata aislacionista Burton K. Wheeler) para no tener duda del entusiasmo con que la nueva administración estaba siendo escrutada por los reporteros favoritos de mi padre, como Winchell, Dorothy Thompson, Quentin Reynolds y William L. Shirer, y, desde luego, por la redacción de PM. Incluso yo esperaba mi turno para echar un vistazo a PM cuando mi padre lo traía a casa por la noche, y no solo para leer la tira cómica de Barnaby u hojear las páginas de fotografías, sino para tener en mis manos una prueba documental de que, pese a la increíble rapidez con que parecía estar alterándose nuestra condición de norteamericanos, seguíamos viviendo en un país libre.
Después de que Lindbergh jurase su cargo el 20 de enero de 1941, FDR regresó con su familia a la finca de Hyde Park, Nueva York, y desde entonces no se le había vuelto a ver ni escuchar. Puesto que fue en la casa de Hyde Park, en su infancia, donde empezó a interesarse por el coleccionismo de sellos (cuando su madre, según se decía, le dio sus propios álbumes de cuando era niña), yo le imaginaba allí dedicando todo su tiempo a ordenar los centenares de ejemplares que había acumulado durante los ocho años pasados en la Casa Blanca. Como sabía cualquier coleccionista, ningún presidente anterior había encargado la emisión de tantos sellos nuevos, corno tampoco había habido ningún otro presidente involucrado de una manera tan estrecha con el Departamento Postal. Prácticamente, mi primer objetivo cuando tuve mi álbum fue acumular todos los sellos de los que me constaba que FDR había intervenido en su diseño o sugerido personalmente, empezando por el de tres centavos de Susan B. Anthony, emitido en 1936, que conmemoraba el decimosexto aniversario de la enmienda que autorizaba el voto a las mujeres, y el de cinco centavos de Virginia Dare, emitido en 1937, que señalaba el nacimiento en Roanoke trescientos cincuenta años atrás del primer inglés nacido en Norteamérica. El sello del día de la Madre, emitido en 1934 y diseñado originalmente por FDR, en cuyo ángulo izquierdo figuraba la leyenda «En memoria y honor de las madres de América» y, en el centro, el célebre retrato de su madre realizado por el artista Whistler, me lo dio mi propia madre en una hoja de cuatro para contribuir al avance de mi colección. Ella también me había ayudado a comprar los siete sellos conmemorativos que Roosevelt aprobó durante su primer año en la presidencia, y que yo deseaba tener porque en cinco de ellos destacaba la cifra «1933», el año en que nací.
Antes de partir hacia Washington, pedí permiso a mis padres para llevarme el álbum de sellos. Ella se negó al principio, por temor a que lo perdiera y luego me sintiera desolado, pero luego se dejó convencer cuando insistí en la necesidad de llevar por lo menos los sellos del presidente, es decir, la serie de dieciséis que poseía desde 1938 y que progresaba secuencialmente y por valor desde George Washington hasta Calvin Coolidge. El sello dedicado al Cementerio Nacional de Arlington, de 1922, y los del Lincoln Memorial y los edificios del Capitolio, de 1923, eran demasiado caros para mi presupuesto, pero de todos modos ofrecí como una razón más para llevarme la colección en el viaje el hecho de que los tres famosos lugares estaban claramente representados en blanco y negro en la página del álbum reservada para ellos. La verdad es que tenía miedo de dejar el álbum en el piso vacío debido a la pesadilla que había tenido, temeroso de que, ya fuese porque no había extraído el sello de correo aéreo de diez centavos en el que figuraba Lindbergh, ya porque Sandy había mentido a nuestros padres y sus dibujos de Lindbergh seguían intactos debajo de la cama, o porque una traición filial conspiraba con la otra, durante mi ausencia se produjera una maligna transformación y mis desprotegidos Washingtons se convirtieran en Hitlers y hubiera esvásticas impresas sobre mis parques nacionales.
Philip Roth. La conjura contra América. Traducción de Jordi Fibla. Random House Mondadori

domingo, 13 de septiembre de 2015

Un paseo. Raymond Carver



Fui a dar un paseo por la vía del tren.
La seguí durante un rato
y me salí en el cementerio del pueblo.
Allí descansa un hombre entre
sus dos esposas. Emily van der Zee,
Esposa y Madre Amantísima,
está a la derecha de John van der Zee.
Mary, la segunda señora van der Zee,
Amantísima Esposa también, a su izquierda.
Primero se fue Emily, luego Mary.
Al cabo de unos años, el propio John van der Zee.
Once hijos nacieron de esas uniones.
También estarán muertos a estas alturas.
Éste es un lugar silencioso. Un lugar tan bueno como
cualquier otro para descansar del paseo, sentarme y
pensar en mi propia muerte, que se acerca.
Pero no lo entiendo, no lo entiendo.
Todo lo que sé de esta vida llena de sudor y delicadezas,
de la mía y de la de los demás,
es que dentro de poco me levantaré
y dejaré este lugar tan insólito
que ofrece amparo a los muertos. Este cementerio.
Me iré. Andando primero sobre un raíl
y luego sobre el otro.
Raymond Carver. Un paseo en Todos nosotros. Traducción de Jaime Priede. Bartleby editores.



A Walk

I took a walk on the railroad track.
Followed that for a while
and got off at the country graveyard
where a man sleeps between
two wives. Emily van der Zee,
Loving Wife and Mother,
is at John van der Zee's right.
Mary, the second Mrs. van der Zee
also a loving wife, to his left.
First Emily went, then Mary.
After a few years, the old fellow himself.
Eleven children came from these unions.
And they, too, would all have to be dead now.
This is a quiet place. As good a place as any
to break my walk, sit, and provide against
my own death, which comes on.
But I don't understand, and I don't understand.
All I know about this fine, sweaty life,
my own or anyone else's,
is that in a little while I'll rise up
and leave this astonishing place
that gives shelter to dead people. This graveyard.
And go. Walking first on one rail
and then the other.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Natsume Soseki en La herencia del gusto



Cada año por esta fecha el ginkgo muda todas sus hojas; queda completamente pelado como la cabeza rasurada del bonzo, y sus ramas alisadas por el viento otoñal emiten sonidos quejumbrosos. Pero este año, como la temperatura todavía era cálida y suave, aún lucía hojas en sus ramas más altas. Si uno se sitúa al pie del árbol y levanta la mirada, puede ver las formas doradas sumergiéndose en la suave luz, centelleando como conchas. Era una visión fascinante. Aunque no soplaba el viento, aquellas estrellitas doradas susurraban a mi alrededor. Como las hojas eran muy finas caían sobre la tierra despacio, en silencio. Desde que se desgajaban de la rama hasta que llegaban al suelo, iban reflejando la luz de diferentes maneras, según incidieran los rayos solares. Parecían no tener prisa mientras irradiaban la gama de variaciones luminosas. Era una danza graciosa esa caída de las hojas. Al contemplarlas daba la impresión de que no caían, sino que se divertían planeando en el aire. Reinaba una calma absoluta.
Es erróneo pensar que una tranquilidad absoluta requiere la ausencia total de movimiento. Cuando un objeto se mueve en un espacio de tranquilidad total es cuando percibimos mejor la calma que lo rodea. Aún más, si el objeto en movimiento oscila lo suficiente, sin exagerar, o si el movimiento en sí mismo expresa calma y nos hace percibir esa tranquilidad en todas partes, en ese momento experimentaremos una vivencia de profundo sosiego. Tal era el efecto preciso que creaban las hojas de ginkgo meciéndose en el aire, sin que las perturbase la brisa. Como caían noche y día sin cesar, las pequeñas hojas con forma de abanico cubrían el pie del árbol, de modo que la base de tierra negra apenas se podía ver. Me preguntaba si los monjes habían decidido no barrer esta parte porque les resultaba trabajoso, o si tal vez habían dejado amontonarse intencionadamente las hojas porque les complacía admirarlas. En todo caso, era una visión espléndida.
Natsume Soseki. La herencia del gusto. Traducción de Emilio Masiá y Moe Kuwano. Ediciones Sígueme