Fante habla de sí mismo, de su vida, su familia ―su mujer embarazada del
primer hijo, las chifladuras de sus padres y sus pequeños rituales para que
nazca el primer nieto varón de los Fante―,
su carrera como escritor y guionista ―o
cómo pasa de escribir libros a la comodidad del cheque mensual de los estudios
de cine―, y lo hace
tanto con cariño como con cierta amargura, la ilusión de lo que está por llegar
―una vida acomodada
y agradable en una casa espaciosa―,
y lo que se ha quedado en el camino ―la
lucha ante la máquina de escribir, los libros protagonizados por Bandini, la
renuncia a una vida impulsiva.
Fante consigue una emoción sencilla y pura en el dibujo
de los personajes y el costumbrismo de su historia. Está el propio Fante, un
escritor reconvertido en guionista y que asiste sorprendido al embarazo de su
mujer y sus reacciones inesperadas, de la ternura al distanciamiento, de la
actividad frenética a la ensoñación, de las lágrimas a una euforia desatada.
Está Joyce, su mujer, su emoción y miedos ante el primer hijo y una recuperada
religiosidad que hará que se planteé su matrimonio y sus ideas previas, está el
padre de Fante, que quiere su primer nieto varón, un hombre entrañable y terco,
alguien capaz de conseguir que un vagón de tren miré con desdén al hijo por
cómo trata al padre, un italiano sentimental y manitas. Está la casa espaciosa
y que será la base del nuevo hogar de los Fante, una casa con termitas que
hunden no sólo el suelo de la cocina sino también la fe y los sueños del
matrimonio, el hueco en el suelo que parece hacer zozobrar a John y Joyce, las
termitas que obligan a Fante buscar a su padre para que le eche una mano y
sienta que apenas pinta nada en su casa.
No hay más en Llenos
de vida, un embarazo, una casa que se cae por las termitas, un matrimonio y
un padre que conviven y se acercan y alejan los unos de los otros según el día
y los sentimientos de cada uno de ellos, un escritor continuamente sorprendido
ante la vida, alguien que recuerda los viejos tiempos con nostalgia y extrañeza
y que mira los nuevos con igual extrañeza. Lo que sorprende, lo que hace de Llenos de vida una buena lectura, es la
escritura de Fante, su emoción y sencillez para hablar de lo cotidiano, su
humor desopilante y su ternura que tienen algo de congoja. Y el padre de Fante
que se adueña de la historia, un viejo italiano con arranques sentimentales y
una manera de entender la vida simple y campechana.
Fante se detiene en un momento de inflexión, un momento
donde todo parece nuevo en su vida: la ilusión por la casa recién comprada y la
espera del primer hijo, y cierra una época dominada por los sueños y la
libertad de un camino aún sin elegir y sentirse dueño del mundo y de un destino
especial. La euforia de la paternidad, la sorpresa ante los cambios en su mujer
y la valentía en su mirada contrapuesta a la tristeza por no acabar de
comprender del todo esos cambios en su vida y creer que ha cerrado una puerta
que no volverá a abrir, que hay algo que siente se ha perdido.
Yo no era tan ignorante como se figuraba. Había aprendido
mucho de mi familia, desde la infancia, un inapreciable acervo de sabiduría que
nuestros antepasados de los Abruzos habían transmitido de generación en
generación. Pero gran parte de aquel conocimiento me resultaba inútil. Por
ejemplo, sabía desde hacía muchos años que la mejor manera de burlar a las
brujas era llevar un pañuelo de flecos, porque cuando la bruja te atacaba se
distraía contando los flecos y no acababa de pasar a la acción. Y también sabía
que la orina de vaca era mano de santo para que a los calvos les saliera el
pelo, pero hasta el momento no había tenido ocasión de comprobarlo. Sabía, como
es lógico, que el sarampión se curaba con un pañuelo rojo y que con un pañuelo
negro se curaba el dolor de garganta. Cuando era pequeño y tenía fiebre, mi
abuela me ataba una rodaja de limón a la muñeca; todas las veces me bajaba la
temperatura. Sabía igualmente que el mal de ojo producía dolor de cabeza y,
cuando llovía, mi abuela me mandaba que saliese y clavara un cuchillo en
tierra, para alejar los rayos. Sabía que si dormía con la ventana abierta,
todas las brujas de la comunidad entraban en la casa, y que si era obligatorio
dormir al fresco, un poco de pimienta negra, espolvoreada en el alféizar de la
ventana, hacía estornudar a las brujas y las ahuyentaba. Sabía asimismo que
para evitar el contagio cuando se visitaba a un amigo enfermo había que escupir
en su puerta. Hacía muchos años que sabía estas y otras cosas, y no las había
olvidado. Pero las personas viven y aprenden, y el método del ajo y la sal en
el lecho conyugal era algo fuera de lo común. Seguramente mi padre tenía razón:
yo no era tan listo después de todo. Pero aún tenía dudas acerca de que el
embarazo de Joyce hubiera empezado aquella noche de noviembre, en el sofá cama
de mi madre.
***
Para mí fue una temporada extraña. Me sentaba con ella,
incapaz de rezar, de expresar ningún sentimiento relacionado con Cristo. Pero
los recuerdos llegaron en tropel, imágenes de la infancia, de la época en que
aquel espacio frío y melancólico significaba mucho para mí. Joyce había
supuesto desde el principio que yo volvería a la fe católica con ella. Parecía
lo más lógico. De un modo u otro yo recuperaría los antiguos sentimientos,
alargaría los dedos de mi alma y asiría la abundante y magnífica alegría de
creer.
De un modo u otro yo había sabido siempre que estaba
allí, que para acercarme a ella me habría bastado murmurar el deseo, y en aquel
punto y hora me habría cobijado la inmensa paz del útero de Dios. Y era el perfume
del incienso, el crujido de los bancos y reclinatorios, los haces de luz que se
filtraban por los vitrales, la tibieza del agua bendita, la risa de las velas,
el impresionante transporte a la antigüedad, la pasmosa percatación de que
antes que yo habían estado allí infinitos millones de personas, y se habían
ido, y de que después de mí llegarían y se irían muchos más millones, durante
un millón de mañanas. Estos pensamientos tenía yo sentado junto a mi mujer.
Estos pensamientos más la creciente convicción de que me había equivocado, de
que no era fácil volver a la religión de siempre, de que la Iglesia no había
cambiado pero yo sí. Y los años de incredulidad me habían cubierto como una
montaña de arena. No era fácil volver a la superficie. No era fácil emitir una
débil llamada y creer que se me oía. Estaba sentado junto a ella y sabía que
iba a ser muy difícil. Es más, sabía que iba a ser casi imposible.
John Fante. Llenos
de vida. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama.