— ¡Un fantasma! -gritó Tom.
— No -dijo una voz-, soy yo.
La luz lívida flotaba en el oscuro dormitorio, que olía a
manzanas. En un frasco que parecía suspendido en el espacio, centelleaban
innumerables copos de luz crepuscular. Bajo esta débil luz, los ojos de Douglas
parecían pálidos y solemnes. Estaba tan quemado por el sol que la cara y las
manos se disolvían en la oscuridad y el camisón parecía un espíritu
desencarnado.
— ¡Dios! -siseó Tom-. ¡Dos docenas, tres docenas de
luciérnagas!
— ¡No grites!
— ¿Para qué las cazaste?
— Nos pescaron muchas veces mientras leíamos con una
linterna entre las sábanas, ¿no es cierto? Pero nadie sospechará de un frasco
de luciérnagas. Pensarán que es un museo nocturno.
— Doug, ¡eres un genio!
Pero Douglas no respondió. Muy gravemente, puso la luz
intermitente sobre la mesa de noche, tomó el lápiz y empezó a escribir en la
libreta. Las luciérnagas ardieron, murieron, ardieron, murieron, y en los ojos
de Douglas se reflejaron tres docenas de fragmentos de pálido color verde
mientras escribía durante diez y luego veinte minutos, clasificando y
ordenando, una y otra vez, los hechos que había reunido demasiado rápidamente
durante la estación. Tom miró hipnotizado la pequeña hoguera de insectos que
saltaba y se recogía en el interior del frasco, hasta que se quedó dormido,
apoyado en el codo. Douglas escribió un poco más y al fin resumió todo en una
última página:
NO PUEDES DEPENDER DE LAS COSAS PORQUE...
...como las máquinas,
por ejemplo, se rompen o se oxidan o se pudren, o a veces ni siquiera se
fabrican... o acaban guardadas en un garaje...
...como los zapatos de
tenis, sólo puedes usarlos hasta cierto punto, con cierta rapidez, y luego
tocas tierra nuevamente...
...como los tranvías.
Los tranvías, aunque sean tan grandes, llegan siempre al fin de la línea...
NO PUEDES DEPENDER DE LA GENTE PORQUE...
...todos se van. Los
desconocidos mueren.
...los conocidos
mueren. Los amigos mueren.
...unos matan a otros,
como en los libros.
...hasta tus propios
padres mueren.
Así que...
Douglas tomó dos veces aliento, dejó escapar lentamente un
poco de aire, que siseó entre los dientes apretados, y terminó de escribir con
letras mayúsculas:
ASI QUE SI LOS TRANVÍAS Y LOS COCHES Y LOS AMIGOS Y LOS CASI
AMIGOS SE VAN POR UN RATO O PARA SIEMPRE, O SE OXIDAN O SE ROMPEN O MUEREN, Y
SI LA GENTE PUEDE SER ASESINADA, Y SI ALGUIEN COMO LA ABUELA QUE IBA A VIVIR
SIEMPRE, PUEDE MORIR... SI TODO ESTO ES CIERTO... ENTONCES... YO, DOUGLAS
SPAULDING, ALGUN DÍA DEBERÉ...
Pero las luciérnagas, como extinguidas por los sombríos
pensamientos de Douglas, se apagaron suavemente.
No puedo escribir más, pensó Douglas. No escribiré más. No
quiero, no quiero terminar esta noche.
Miró a Tom, que dormía con la cara apoyada en la mano. Le
tocó la muñeca y Tom se derrumbó suspirando sobre la cama.
Douglas recogió el frasco de vidrio con sus oscuras manitas
frías y las luces se encendieron otra vez como animadas por su mano. Acercó el
frasco a la libreta. Había que escribir las últimas palabras. Pero fue en
cambio a la ventana y empujó el marco con la tela de alambre. Desenroscó luego
la tapa del frasco y arrojó las luciérnagas en un pálido rocío de chispas a la
noche en calma. Las luciérnagas abrieron las alas y se alejaron.
Douglas miró cómo se iban. Parecían pálidos fragmentos en el
último crepúsculo de la historia de un universo moribundo. Se alejaban como
últimos jirones de esperanza. Le dejaban a oscuras las manos, la cara, el
cuerpo, y el interior del cuerpo. Lo dejaban vacío como el frasco de vidrio que
ahora, sin advertirlo, se llevaba con él a la cama donde trataría de dormir…
Ray Bradbury. El
viento del estío. Traducción de Francisco Abelenda. Ediciones Minotauro
1 comentario:
Grasias, es una linda historia!
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