Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 23 de junio de 2017

Los pichiciegos. Rodolfo Fogwill

Viven bajo tierra. Como aquellos bichos, los pichiciegos. En un refugio/madriguera. Durante el día se cuentan historias protagonizadas por judíos. Hablan de Gardel. De culear. De los milicos y los montoneros. Y recuerdan su vida fuera de Las Malvinas. Sienten las bombas que tiran los aviones sobre la tierra, la guerra desencadenada en la superficie. De noche buscan provisiones. Hacen intercambios con los ingleses o los argentinos. Se esconden tras las rocas para que no les peguen un tiro y se cagan de frío. Ven descender los aviones y las trayectorias extrañas de los misiles. No quieren ser un soldado helado (un muerto). Ni acarrear fríos (heridos). Regresan al calor del refugio y esperan. Su comunidad se divide entre los Reyes Magos, aquellos que construyeron la madriguera y se escondieron en ella para no participar en la guerra, los almaceneros, que apuntan y distribuyen los víveres, cigarros, alcohol, comida, los que salen en misiones nocturnas para abastecerse, los que callan y duermen porque se saben prescindibles. Son los pichis. Son jóvenes, soldados, desertores. Y tienen miedo.

Fogwill escribe sobre un puñado de soldados argentinos y la guerra de las Malvinas sin necesidad de escenas de combates ni parlamentos antibelicistas. Muestra a un grupo de desertores, su madriguera, su espera al final de la guerra, muchachos rosarinos, cordobeses, tucumanos embarcados en una guerra que les es ajena, su miedo a ser descubiertos, a morir, sus días bajo tierra y las noches a la intemperie en busca de víveres en una isla fantasmal donde sólo parecen quedar ovejas, hablan de la situación argentina, los militares en el poder, los aviones sobre el mar y los hombres y mujeres lanzados al mar desde miles de pies de altura, ven la guerra desde otro lugar, el sonido de los aviones y misiles, las explosiones lejanas, los días finales de largas colas de soldados rendidos. Forman una pequeña comunidad fuera de la guerra y apartados de la vida, sólo les quedan la espera y el final.

Y mientras esperan, es miedo lo que sienten los soldados. Miedo a una bala, algo tangible y momentáneo, y miedo al mismo miedo, algo que no se separa de la piel, que condiciona cada instante de la vida de los pichis y hace salir el instinto de cada uno a la superficie, acumular cosas, ser más inteligentes o más cautos, hacerse invisibles. Los pichiciegos es ese miedo constante, es la angustia del momento, es la claustrofobia del encierro, es saberse en suspenso y sentir dentro del pecho ansiedad por una bala perdida, una misión de abastecimiento fallida, ser expulsados del refugio al día y la intemperie. Y en ese miedo visiones de monjas entre nubes.

El miedo: el miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. Una cosa es el miedo a algo —a una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida—, y otra distinta es el miedo de siempre, que está ahí, atrás de todo. Vas con ese miedo, natural, constante, repechando la cuesta, medio ahogado, sin aire, cargado de bidones y de bolsas y se aparece una patrulla, y encima del miedo que traes aparece otro miedo, un miedo fuerte pero chico, como un clavito que te entró en el medio de la lastimadura. Hay dos miedos: el miedo a algo, y el miedo al miedo, ése que siempre llevas y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó.
Despertarse con miedo y pensar que después vas a tener más miedo, es miedo doble: uno carga su miedo y espera que venga el otro, el del momento, para darse el gusto de sentir un alivio cuando ese miedo chico —a un bombardeo, a una patrulla— pase, porque esos siempre pasan, y el otro miedo no, nunca pasa, se queda.

Los pichiciegos queda como una novela extraña y atrayente, un acercamiento subterráneo a la guerra de Las Malvinas y a un puñado de muchachos que deciden no tomar parte de ella. Y alrededor de esa decisión, la política argentina, la vida que han dejado atrás los soldados y el destino que les espera.










Llamaban helados a los muertos. Al empezar, las patrullas los llevaban hasta la enfermería del hospital del pueblo; después se acostumbraron a dejarlos. Iban por las líneas, desarmados, llevando una bandera blanca con cruz roja, cargando fríos. Fríos eran los que se habían herido o fracturado un hueso y casi siempre se les congelaba una mano o un pie. A ésos los llevaban a la enfermería, y si había jeeps y gente apta los llevaban después a la enfermería de la pajarera, donde bajaban los aviones a buscar más heridos y a traer refuerzos de gente, remedios y lujos para los oficiales. Para llegar hasta la pajarera había que cruzar el campo donde siempre pegaban los cohetes: se veía desde lejos un avión solitario que parecía quedarse quieto en el aire, después se lo veía girar y volverse para el lado del norte, y enseguida llegaban uno o dos cohetes que había disparado. Pegaban en el campo echando humo, hacían una pelota de fuego y después una explosión que trepidaba todo y el aire se enturbiaba con un ácido que ardía en la cara. ¿Quién iba a querer cruzar el campo para llevar heridos? La explosión repercute adentro, en los pulmones, en el vientre; hasta pasado mucho tiempo sigue sintiéndose un dolor en los músculos que se torcieron adentro por el ruido, por la explosión.
Cruzar el campo a pie da miedo, porque se sabe que allí pegan los cohetes y se arrastran por el suelo —todo quemado— como buscando algo. Los que andan por ahí están siempre temiendo y se les notan los ojitos vigilando a los lados. Muchos se vuelven locos. Un cohete explotó a un jeep: cuentan que cada uno de esos cohetes británicos les cuesta a ellos treinta veces más caro que los mejores jeeps británicos.

( … )

Los Reyes no rezaban, nadie rezaba. Casi nadie creía en Dios. Él dudaba: Viterbo decía no creer. El Turco seguro que no creía en nada y el Ingeniero, que era hijo de evangelistas, decía creer cuando sentía miedo; después no.
Y entre los pichis, nadie rezaba. Aunque: ¿quién puede descartar que cuando se iban a dormir y se acostaban callados, pensaban y rezaban para adentro?
Nadie lo puede descartar. ¿Verdad? Los Magos decían que Pugliese se estaba volviendo loco porque una noche, volviendo con Acosta de un viaje a la Intendencia, contaron que mientras esperaban la oscuridad para entrar al tobogán sin delatar el sitio donde lo habían disimulado, cuando estaban todavía enterrados en la sierra, habían sentido voces de mujeres. Que no eran malvineras, dijo Acosta, y que hablaban casi como argentinas, con acento francés. Él no las vio, las escuchó. Pero Pugliese dijo que él corrió a verlas, que se desenterró de la arenilla para verlas porque sintió que estaban cerca, y se asomó entre las piedras y vio dos monjas, vestidas así nomás de monjas, en el frío, repartiendo papeles en medio de las ovejas que les caminaban alrededor.
El Turco dijo que Pugliese se estaba volviendo loco. Los otros dijeron que eran visiones que se les producían por el cansancio. Acosta, que había estado en las piedras al lado de Pugliese, dijo que podía ser, pero que él había oído a las mujeres hablar y a las ovejas balar y que lo que se oye no es una visión, y que después sí vio a Pugliese acercarse haciendo un ruido con los dientes que le dio miedo; más miedo del que siempre llevaba.
Los Magos convencieron a todos de que Pugliese estaba medio loco. Muchos se vuelven locos. El Turco los puteaba porque con la historia de las monjas habían perdido no sé qué paquetito que les mandaban los de Intendencia:
—Lentos y mentirosos. ¡Y para colmo boludos y ahora locos! —recriminaba el Turco.
Pero la noche siguiente, después de la comida, llegó Viterbo con García. Habían salido a campear un cordero.
De vuelta en el calor, tomando media botella de Tres Plumas, todavía temblaban.
Miraban a Pugliese. Lo miraban al Turco. Miraban a los otros y hablaban muy bajito. Contaba Viterbo:
—Las vi yo, las vio él. Hablaban. Así, como dijo Pugliese la otra noche. Dos monjas. ¡Hacía diez grados bajo cero, al menos! Le hablaron a él, a García.
El estudiante quería interrumpir, castañeteaba, hacía que sí con la cabeza y trataba de dibujar con las manos una monja en el aire.
—¿Qué eran?
—Eran monjas. ¡Las vimos! —tartamudeaba Viterbo—. Hablaban. Había corderos con ellas: las seguían.
—¿Y por qué no agarraste uno? —jodió alguien.
—Aparecieron de repente, del aire, de esa neblinita que flota arriba del suelo cuando se para el viento, nacieron.
Rodolfo Enrique Fogwill. Los pichiciegos. Editorial Periférica.

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