Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 17 de agosto de 2016

Sin lengua. Vladimír Korolenko

Sin lengua es la inocencia, quijotismo y ternura de Matvéi, un campesino ruso que acompaña a su amigo Iván en su aventura americana y descubre un mundo nuevo y desconocido, un lugar donde se siente extranjero y desubicado, fuera de sus costumbres de campo, de su lengua natal, incapaz de comunicarse con aquellos que le rodean y, también, de abandonar los gestos que le son propio, su ropa de campesino, sus expresiones rusas, su forma pausada de mirar el mundo. Matvéi no comprende Nueva York la ciudad que lo acoge al inicio de su viaje, no sólo el lenguaje, también la forma de calles y edificios, las vías en el cielo, las prisas, los ruidos nuevos, las habitaciones donde se apiñan otros extranjeros como él que buscan una oportunidad, asiste atónito a la transformación de su amigo Iván, capaz de adaptarse a la ciudad y el idioma, sus tretas para sobrevivir y cierta picaresca.



-¡Quien crea en Dios, que me salve!
Por supuesto, nadie le entendía. Si en una gran ciudad americana se oyesen ahora gritos semejantes, alguien los comprendería, porque en los últimos años llegan una tras otro barcos cargados de gente de nuestras tierras, polacos, dujobori, judíos. Los inmigrantes se dispersan por toda la costa, prueban a cultivar la tierra en colonias, se contratan en las fábricas y en otras empresas. Hay quien tiene suerte, quien se hace rico, quien se adapta a la agricultura; y al cabo de unos años es imposible reconocer a los chiquillos judíos, convertidos en robustos labradores en las granjas. Pero muchos fracasan, y entonces, empobrecidos y atemorizados, regresan a las ciudades; éstos venden en una carretilla candados y cuchillos herrumbrosos; aquéllos trafican con baratijas diversas; los otros, con postales de Nueva York, del Niágara y de la Gran Ruta; y los de más allá hacen de recaderos de sus compatriotas o de otros señores. Muchos desdichados deambulan con sus ridículas mercancías, tratando de ocultar su miseria. Van harapientos, desharrapados y sucios, con la mirada perdida y melancólica, denotando su condición de judíos de nuestras tierras, sólo que mucho más infelices en aquel país extraño, donde la vida es más cara y no a todos sonríe la fortuna.


Hay momentos donde Sin lengua parece una novela de ciencia-ficción, la llegada y exploración de una tierra nueva, el asombro ante las nuevas costumbres, la forma de intentar encajar las piezas de un rompecabezas indescifrable, las máquinas y ruidos desconocidos, Matvéi como una especie de King Kong en la gran ciudad, el tiempo en un poblado ruso del siglo XIX tan diferente al de una Nueva York en continuo crecimiento. Korolenko habla de un hombre sencillo, de un viaje que lo aísla y le hace añorar su tierra, de la lengua propia que desaparece entre la marabunta de otras lenguas y otros seres, de su resistencia a cambiar en una ciudad como Nueva York, en cambio perpetuo, su mirada entre sorprendida y temerosa ante un a tierra y unos hombres que no comprende. Ve la estatua gigantesca de una mujer a la entrada de la ciudad y Matvéi empequeñece.



Allá lejos, en la oscuridad azulada, comenzó a destacarse algo, a centellear, a blanquear, a agigantarse y a mostrar sus múltiples colores. Pasaron islas con árboles y un largo espigón con arena blanca. En el espigón había algo que daba golpes estruendosos, y una alta chimenea expelía borbotones de humo negro.
Iván dio con el codo a Matvéi:
-¿Lo ves? El checo dijo la verdad.
Matvéi miró hacia adelante. Allí, sobresaliendo entre los altos mástiles de los buques más altos, se alzaba una enorme figura de mujer con un brazo en alto. Empuñaba una antorcha, mostrándola a todos los que llegaban a tierras de América.
El barco avanzaba lentamente entre otros buques que pululaban en el golfo como escarabajos acuáticos. El sol se había puesto, y la ciudad continuaba aproximándose. Las casas se agrandaban; se encendían las luces en hileras, temblaban desordenadamente en el agua, se entrecruzaban abajo, en la tierra, y fulguraban arriba, en el cielo, que estaba ya oscuro, pero en el que se dibujaba todavía netamente, a gran altura, la fina redecilla de un enorme puente.
Casas gigantescas de seis y siete plantas se alzaban en la orilla, al pie del puente; las chimeneas de las fábricas no podían llegar hasta él por la humareda: pendía sobre el agua, de orilla a orilla, y enormes barcos pasaban por debajo como piraguas insignificantes, porque aquél era el puente más grande del mundo. Estaba a la derecha. Por la parte de la izquierda, muy cerca ya, se alzaba la estatua de la mujer; en su frente, haciendo competencia a los últimos rayos de la luz del día, brillaba una diadema de oro; y una corona de luces resplandecía en su mano, levantada en alto.


Korolenko bascula entre el documento, la aventura, el humor y la ternura. Muestra el camino que iniciaron sus compatriotas allá por el siglo XIX (y usó sus experiencias vividas en un viaje a Estados Unidos), la extrañeza y fascinación ante un mundo diferente. Dos amigos, dos campesinos rusos en la gran urbe norteamericana, Iván que se adapta rápido y ve oportunidades nuevas de salir adelante y hacerse rico, Matvéi que extraña su pueblo, que viste con su abrigo de lana y deambula por la ciudad como algo anacrónico y extranjero, que se pierde y, ahí, el laberinto de la gran ciudad, su frustración, las manifestaciones obreras en los parques en un idioma que desconoce, sólo el acento del orador que lo acerca a su significado. Matvéi pierde su idioma, la capacidad de comunicarse, de estar en el mundo, y, errante entre el cemento, está fuera de todo y de todos.

Korolenko le da una esperanza a Matvéi. Un tren, un viaje hacia el interior, unas tierras que le recuerdan a su pueblo, la pausa y la belleza perdidas en la ciudad que se asoman desde la ventana del tren, otros compatriotas, los diferentes mundos dentro del nuevo mundo, Matvéi que encuentra un reflejo. Sin lengua es un libro excepcional, inteligente, divertido y tierno.
                                                                                          







Las ciudades que se veían eran más pequeñas y sencillas. El tren pasaba por bosques, riachuelos, extensos campos y plantaciones de maíz. Y a medida que cambiaba el paisaje y penetraba por las ventanillas el viento de los campos y de los bosques, Matvéi se asomaba más a menudo para contemplar los familiares cuadros de la apacible vida rural que iban apareciendo ante él.
Entre tanto, el rencor de la persona ofendida y acorralada que anidó en su alma comenzaba a disiparse poco a poco. En una ocasión, Matvéi llegó hasta a sacar el pecho en su afán por ver más tiempo un campo en el que hombres y mujeres hacían gavillas de trigo. En otra, unos braceros robustos y curtidos, que estaban arrancando los tocones de un bosque talado, se quedaron mirando al tren, apoyados en picos y palas. Matvéi conocía aquella faena y hubiera querido saltar del vagón, coger un hacha o un pico y demostrar a aquella gente lo que un lozischano era capaz de hacer
Pero el tren volaba sin parar, cambiando los paisajes a cada instante. Los días tristes alternaban con noches más tristes aún. Y a medida que la naturaleza se iba haciendo más sencilla y comprensible, a medida que el alma del lozischano iba dulcificándose y abriéndose a la serena belleza de una vida pacífica y accesible a su mente, a medida que el rencor ciego fue dejando paso primero a la curiosidad y luego a la sorpresa y a la reconciliación, su nostalgia se tornó más aguda y profunda. Ahora comprendía que también él hubiera podido encontrar un puesto allí de no haber vuelto la espalda inmediatamente a aquel país, a sus hombres y a sus ciudades, de haber mostrado un interés mayor por compenetrarse con sus costumbres y con su lengua, de no haber rechazado de antemano lo bueno y lo malo.
Vladímir Korolenko. Sin Lengua. Traducción de Luis Abollado Vargas. Ediciones Barataria.

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