Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 30 de octubre de 2015

La fuga de todo. Fernando Luis Chivite




Una habitación pequeña y austera, cinco cigarrillos al día, cuadernos pautados, lápices y tinta, una ventana hacia el patio del sanatorio, los locos que saludan con la mano y una mujer sentada cada mañana en la tapia (siempre el mismo lugar). Y un hombre que se encierra para exorcizar demonios de la juventud y tomar conciencia de que ya no es la misma persona, la escritura como una forma de repasar los recuerdos y olvidarlos, de reflexionar sobre un momento que creímos decisivo y sacar a la superficie emociones desconocidas incluso para la propia persona, el tiempo la distancia adecuada para vernos con mayor claridad, para sabernos al otro lado de la frontera (de los sueños e ideales de juventud, de los primeros hogares, de amores mudos y fugas), para ver derrotas, naufragios, momentos de felicidad pura, lecturas y escritores pasados que hablan de inmovilidad y negación y un mundo degenerado.

El narrador de La fuga de todo vive un doble encierro, el manicomio donde ingresa voluntariamente y el pasado que parece atenazarlo y que intenta olvidar a través de la escritura, volver por última vez a aquellos días donde huyó sin destino junto a Estanis e Ione, una fuga que les llevó a cafés de gasolineras y estaciones de autobús, puertos, playas y calles anochecidas, habitaciones de pensión y portales, la geografía de una lucha y una pérdida, lugares solitarios y sórdidos que les ocultan, los tres amigos sentados bajo las ventanas iluminadas en la noche y sintiéndose fuera de una sociedad acomodada que no entienden, el movimiento continuo como única opción para renegar de horarios, trabajos, los deseos que no van más allá del siguiente destino y siguiente libro.

Por la noche nos metimos en una estación abandonada y dormidos allí. Creíamos que todo lo que hacíamos nos embellecía. Que nos mejoraba de algún modo. Que aquella precariedad y aquel dormir en campamentos y estaciones abandonadas y aquel despertarse con las ropas húmedas y el olor del humo adherido al pelo formaba parte de algo: de una especie de autenticidad: de una educación sentimental que nos estaba predestinada. Porque, en algún sentido, nos considerábamos elegidos. No teníamos que pensar en lo que hacíamos o en las consecuencias de las decisiones que tomábamos, ya lo he dicho. Sucedía lo que tenía que suceder. Pretender intervenir nos parecía absurdo, un atrevimiento peligroso. Cualquier pretensión y cualquier intervención empeoraría las cosas, eso pensábamos. Bastaba con dejarse llevar para estar a salvo, eso era lo que pensábamos.
Éramos demasiado conscientes de nuestra juventud. Y de la incuestionable y fanática autoridad que emanaba de esa maravillosa y venenosa palabra.

Y en ese movimiento, el encuentro con otros seres extraviados, solitarios que viven en una casa junto a un acantilado o en pequeñas habitaciones, el acento una mezcla de docenas de lugares, el principio de locura en algunos de ellos, la amargura de una vida que ha pasado sin victorias ni grandes recuerdos.

Chivite habla sobre la soledad, la memoria y la decepción que acarrea todo regreso (y aún sabiéndolo, la necesidad de afrontarlo, de volver a un lugar importante de nuestro pasado, un lugar que puede ser físico, la casa paterna, o el pasado en sí mismo, algo inalcanzable y ante el cual nos encontramos indefensos). La fuga de todo como un diario de un regreso, un hombre en la soledad de una habitación que vuelve al pasado, a los días pensiones y estaciones, y busca olvidarlos de una vez, saber que aquel pasado no es exacto, que hay que vivir con los espacios en blanco, con la natural desubicación, con las mentiras que nos creemos.

En La fuga de todo hay un tono comedido y reflexivo, los pensamientos errantes de un hombre que escarba en su pasado y busca cerrarlo. Se mezcla el presente en el sanatorio, la vista de una tapia (esa que es encierro o que nos salva del exterior, esa que remite a una novela anterior de Chivite, La tapia amarilla), el cambio de la luz, con la memoria y los recuerdos, un viaje donde indagar sobre la juventud y la vida y sentirse al margen, en una frontera extraña y distante. Y con el recuerdo de viejas lecturas y escritores, Camus, Beckett, Bernhard, Melville, las citas que se suceden, que entran dentro del juego de la memoria, que expresan un sentimiento trágico y pesado de la vida, la escritura como algo que sale a la luz y algo que se queda siempre en la oscuridad.









Siempre he tendido a la inmovilidad y por eso comprendo bien a los que se quedan quietos. A los que un buen día se niegan a seguir colaborando. A los que retiran la mirada y prefieren no saber nada. A los que desertan. A los que, de pronto, inesperadamente, se niegan a dar su consentimiento. A los enclaustrados. A los que pueden permanecer durante horas mirando tranquilamente una pared.

***

Probablemente Camus fuera un melancólico que se resistía a serlo. De hecho estoy seguro de que lo era por la manera en que ilumina los lugares de su pasado: por cómo se demora en todo lo que supone luz y tiempo. Pero es no significa, de ninguna manera, que fuera un ingenuo: sabía muy bien de qué hablaba. Sabía que ese regreso es necesario y que es preciso hacerlo completamente en serio por lo menos una vez.
A los veinte años, todo el mundo lo sabe, ocurre una cosa: de pronto, uno ama la vida. De pronto parece caer en la cuenta: se siente vivo. Y no se sabe bien por qué. No se sabe explicarlo. Pero es así. Es lo más parecido a una experiencia de plenitud. La recordamos como lo mejor que tuvimos. E incluso tratamos de comprender por qué ocurrió: cuáles fueron las condiciones concretas que la propiciaron. Y ahí es precisamente donde se oculta la gran estafa de la memoria.
Para los ingleses, revisitar puede ser lo mismo que releer. Lo mismo dicen “revisitar un lugar” que “revisitar a un autor”. Se trata de volver a algo que en el pasado tuvo mucho sentido. Es un movimiento arriesgado porque de repente se agitan partículas muy profundas, substancias a menudo peligrosas. Sin embargo, muchas veces, como digo, ese regreso es necesario para librarse de las falsificaciones de la memoria. Porque, por supuesto, de eso se trata a los cuarenta o cuarenta y pocos años, que son los que yo tengo ahora. De desenmascarar el pasado. De zanjarlo de una vez, si en verdad es posible. De librarse de él definitivamente.

***

Cuando permanecemos en un único lugar y organizamos nuestra vida en ese lugar, y más si ese lugar es también el lugar de nuestros antepasados, el lugar de nuestros muertos, el lugar de nuestros fantasmas, todo cobra una apariencia de necesidad. Las cosas se asocian unas a otras. Establecen relaciones sutiles, redes invisibles, artificios cada vez más tupidos en los que se supone que todo adquiere un sentido profundo. En los que todo remite a algo que está muy por encima de nosotros. A algo anterior que ni siquiera está permitido cuestionar.
Los muertos quieren tenernos a su lado. Nos otorgan protección, susurran sus ensalmos. Nos retienen. Pero nos retienen porque nos necesitan. Así de claro. Su única ambición es ser recordados. Conservar su hueco. Conservar su lugar.
Al alejarnos nos desligamos de los muertos. Nos desembarazamos del peso de los muertos. De esa trama de los muertos. Nosotros nos libramos de todo eso y nos quedamos solos. Porque nos quedamos solos. Eso sí. Nos quedamos completamente solos. Y lo primero que sentimos es esa levedad. La intemperie del azar. La suave brisa del azar. El viento en la cara del azar. Y a veces también, naturalmente, todo el mundo lo sabe, la tempestad y la furia del azar.
Fernando Luis Chivite. La fuga de todo. Ediciones Bassarai.

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