Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 18 de noviembre de 2024

Los lunes de Anay. Scherzo...

Tengo El salto del ciervo en una de las columnas de lecturas pendientes/inminentes. Son seis, de diferentes alturas. Están los poemas de Marta Agudo y lo último de Cărtărescu, el Planeta Champú de Cuopland, la desmedida Exégesis de Dick y los relatos de Ribeyro, ensayos sobre la invención del norte, el silencio en la guerra, el mito de Sísifo o las guerras apaches, artículos de Leila Guerriero, las cartas de Séneca, un diario a los setenta de May Sarton y un diario de viajes de Leguineche. Y los poemas de Vallejo y la nueva novela de la salvaje Bonnie Jo Campbell y Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. Y obras descomunales como El plantador de tabaco, Maqroll el Gaviero, Los mitos de Cthulu, Circo familiar. Y la poesía de Irazoki, Moga, Darwish, Pérez-Sauquillo, José Luis Gallero, Bobin. Y Bette Howland, Arreola, Elizabeth Hardwick, Jean Genet. Y las columnas crecen. Y hay libros que compré hace diez años en un viaje a Madrid o en un encuentro en Barcelona que siguen ahí, entre las estanterías de los libros no-leídos. Y sé, no me engaño, que no acabaré con las lecturas pendientes. Pero, aún así, me siento contenido por esos libros que hojeé en una librería o en un puesto de segunda mano, esos libros que son tiempo condensado y una promesa. 


Los lunes de Anay. Scherzo…

"Los pájaros nunca estudiaron música"
                                                          JESÚS TERRÉS


YO SOLÍA PEDÍRSELO

Él raramente me cantaba,
no sé qué escala utilizaba, la árabe quizá,
diecisiete pulsaciones hasta la octava o la china,
cinco. Era microtonal, inarmónica,
su pentagrama era de clave baja,
pero no sé cuánto más baja que el barítono
iba, el do por debajo del do medio o
más bajo, descendiendo hacia aquellas regiones minerales, yo solía
pedírselo directamente, tumbada
a lo largo de él, y diciéndole,
suavemente, en confianza, "Hazme algunas notas graves",
y él,
abría su amplia boca, de labios delgados, sin oído musical,
y buscaba en las profundidades un aliento
cerca de los primeros yacimientos de pizarra,
haciendo los sonidos masculinos, y si yo hubiese estado
terminando, lo haría otra vez, una nota entera
surgiendo lentamente como la burbuja central
de un nivel. Creo que él amaba ser amado,
creo que esas eran las cadencias,
plagales, de una buena, vivida vida.
A él le gustó durante mucho tiempo, tónica,
dominante, subdominante, y ahora
yo quiero volver a aprender los intervalos,
viajar con un hombre entre las terceras y las quintas,
aumentadas, disminuidas, con un toque ligero,
sforzando, rallentando, agitato, las habituales
adoraciones y consentimientos, y evidentemente lo que yo realmente
quiero son algunas notas bajas.

                                                       SHARON OLDS
                                                       (Versión de Joan Margarit y Eduard Lezcano Margarit) 





Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 11 de noviembre de 2024

Los lunes de Anay. Diezmos...








"La cita no pactada"

                             PIEDAD BONNETT


SIN LLAVES Y A OSCURAS

Era uno de esos días en que todo sale bien.
Había limpiado la casa y escrito
dos o tres poemas que me gustaban.
No pedía más.
Entonces salí al pasillo para tirar la basura
y detrás de mí, por una correntada,
la puerta se cerró.
Quedé sin llaves y a oscuras
sintiendo las voces de mis vecinos
a través de sus puertas.
Es transitorio, me dije;
pero así también podría ser la muerte:
un pasillo oscuro,
una puerta cerrada con la llave adentro
la basura en la mano.

                                       FABIÁN CASAS



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 4 de noviembre de 2024

Los lunes de Anay. Sin título

"en este instante por el mundo"

                                               JULIETA VALERO


EL DOLOR

El dolor no humaniza, no ennoblece,
no nos hace mejores ni nos salva,
nada lo justifica ni lo anula.
El dolor no perdona ni inmuniza,
no fortalece o dulcifica el alma,
no crea nada y nada lo destruye.
El dolor siempre existe y siempre vuelve,
ninguno de sus actos es el último
y todos pueden ser definitivos.
El dolor más horrible siempre puede
ser más intenso aún y ser eterno.
Siempre va acompañado por el miedo
y los dos se alimentan uno a otro.

                                                   AMALIA BAUTISTA




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 28 de octubre de 2024

Los lunes de Anay. Lindes...

(Te) escribo junto a nuestro ventanal. Es una tarde lenta y silenciosa. Pasan algunas nubes altas ante la quietud los árboles y la ausencia de gorriones mientras espero la penumbra del atardecer. Podría contemplar este atardecer y ver dispersarse la luz sobre los tejados y las cumbres de los montes hasta el hasta la salida de las estrellas. Lo he hecho en otras épocas, en otros paisajes. Porque hay algo indecible en el extinguirse de la luz.

Este fin de semana tuvimos todo tipo de lluvia. Nuestro sirimiri lento, una lluvia contundente y una lluvia falsa siempre a punto de detenerse. Estaba solo, e. en un viaje con una amiga. En estos días de silencio, sin más ruido que mis gestos cotidianos y los maullidos de maritoñi, leí hasta la penumbra del atardecer sobre las páginas.

Las memorias de Abigail Thomas calan de a poco. Habla de su vida tras el accidente de tráfico que provocó un traumatismo craneoencefálico a su marido y lo despojó del tiempo y de quien era, anclado a una residencia, a temores, iras y alucinaciones. Abigail habla sobre su rutina, el cambio de domicilio, los perros que adopta y que contienen, la culpa y el seguir adelante, el amor en un gesto sencillo y reaprender a ver al hombre que ama. Es un libro delicado.

Ahora me encuentro en la estepa kazaja y el cosmos con Más de un siglo se alarga el día. Llevo casi doscientas páginas y Ediguéi aún está en camino para enterrar a su amigo Qazangap en un viejo cementerio de la estepa. Es en ese viaje a un cementerio donde Chinguiz Aitmátov habla sobre unos personajes solitarios en un paisaje extremo. Voy a lomos de un camello, como Ediguéi, y recorro un lugar mitológico. 

Leer con lluvia de fondo es mi momento predilecto de lectura.


Los lunes de Anay. Lindes…

"Lo sutil
 no puede ser buscado"

                                 MARGARA RUSSOTTO


Es ella. Toca la barandilla del paseo, esquiva las terrazas, señales,
y sale de la hilera de árboles, despacio, sin volverse, su sombra
verde todavía.

                                                           DAVID LOZANO MENA




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 21 de octubre de 2024

Los lunes de Anay. Bellas artes...

Una cadena poética, el Proyecto Nosotras, mujeres y poetas. Una poeta lee el poema de otra. Olga RT pone las imágenes y la música. Qué bien que se hagan estos proyectos, que se abran caminos. Y qué bien escuchar las palabras de Ángela Serna en la voz de Anay Sala Suberviola.




Tengo una pequeña anécdota con Ángela Serna. Encontré Pasos, el sueño de la piedra, en una feria de segunda mano. Dentro, una dedicatoria de Ángela escrita en 2010 en una librería de Bilbao y una postal con una foto suya. No pude resistirme. Hay varios libros en mi biblioteca que guardo por el rastro de otro que encontré en su interior. Dedicatorias, billetes de avión, fotos, calendarios, micro reseñas, recortes de periódico, dibujos de niños —y yo, a mi vez, replico fechas y micro reseñas escritas a lápiz, hojas secas, billetes de tren y avión y calendarios dibujados en mis libros—. En mi época de voluntariado, donde conocí a e. y se inició este presente, traían cajas y cajas de libros para donar. De lectores y lectoras ya muertos. Una madre o un abuelo. Se deshacían de los libros en busca de espacio —yo pensaba que estaban creando un vacío, en cambio—. A veces he dejado libros que no me han gustado o que tengo repetidos en el banco de un parque o el asiento de un tren. Para que encuentren a sus lectores. 


Los lunes de Anay. Bellas artes…

"¿Quién imprimió Carrara en mí
 y cinceló todas mis canciones?"

                                              EMILY DICKINSON


CHERRY BLOSSOMS

Oh, tienes que ver los cerezos, me decían.
Los cerezos, ya los verás;
vienen de todas partes para verlos;
no has visto cosa igual, los cerezos.
Y los cerezos llegaron por sorpresa,
un día, de la noche a la mañana,
y no rosados - más asombro - sino blancos,
(los del campus, al menos, me refiero)
blanco-canon, blanco deslumbrador,
que nunca había visto, no, jamás,
porque ya no hay bataneros en la tierra
ni quien pueda blanquear nada de ese modo.
Es un blanco, lo sabe quien lo ha visto,
que solo puede haber nacido de una mano.
Ah, el cerezo, esto no me lo advirtieron,
el árbol de la luz transfigurada.

                                                               MARCELA DUQUE




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 14 de octubre de 2024

Los lunes de Anay. Normativa...


Hace días que no me ubico en ninguna lectura, en ninguna escritura. Inicio novelas y poemarios que dejo a las pocas páginas, incapaz de sentir las palabras. Sólo algunas frases al azar, algunos versos, consiguen moverme. Los últimos versos de Oda Material de Sharon Olds, por ejemplo: “¡Ama solo donde seas amada! Oh, traje de recién nacido / con un gusano que sonríe sobre el corazón: está / prohibido amar donde no somos amados.” —cómo sobresaltan y estremecen estas palabras, ýb—. O estas frases del relato Nada que declarar de Richard Ford: “No un sonido que pudieras oír. Más bien una fuerza como el tiempo, o algo perpetuo” / “En aquella época simplemente pensaba en llegar a alguna parte. Es mucho mejor que partir”, frases que me hacen pensar en el tiempo como en el desierto de Cielo amarillo —“Un desierto es un espacio. Y los espacios se cruzan”—, o en las ensoñaciones adolescentes antes de que la vida se asiente. En estas épocas de no-lecturas lo fragmentario y los cruces me salvan.


Los lunes de Anay. Normativa…

"Ha llegado el momento de hacer algo
 parece que te dice todo el mundo
 y tú dices que sí, con la cabeza."

                                               ENRIQUE LIHN



Mientras sólo
nos observan de reojo,
nos acusan de irrealistas delirantes
y naufragamos
en las lavadoras.
¿Sobreviviremos
al sopor de las cocinas,
a la puntualidad de los recibos?
Seremos
personas cotidianas,
sólo cotidianas
pero no acudiremos a la cita.
Fingiremos morir.

                                       MARTHA KORNBLITH



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

miércoles, 9 de octubre de 2024

Ilse Aichinger. El atado


Es el primer domingo de agosto. Me levanto temprano, al final del amanecer. Hay un cielo nítido, sin nubes, y la primera luz tantea las ventanas y las paredes blancas de esta habitación —el canto nervioso de las golondrinas amplifica un silencio de abandono, ahí fuera—. Es mi momento favorito de lectura, la tregua, el silencio y la quietud del domingo y mi cuerpo por fin descansado. Tengo en mis manos un libro de relatos de Ilse Aichinger, a la que llego sin contaminar, sin referencias ni coordenadas previas más allá de los fragmentos aleatorios leídos en una librería un par de días atrás. Leo en la luz solitaria de estas horas inaugurales una escritura desconocida e intento encajar las piezas de un mundo nuevo y extraño. 

En el prólogo, Narrar en este tiempo, Aichinger define su escritura. Dice: Si lo entendemos de modo correcto podremos darle la vuelta a aquello que parece apuntar contra nosotros, podremos comenzar a narrar precisamente desde el final y hacia el final, y el mundo volverá a desvelarse para nosotros. Entonces hablamos, cuando comenzamos a hablar bajo la horca, sobre la vida misma. El último relato es precisamente eso, una voz apresurada y expeditiva que habla desde la horca: ¿Dónde estaríais si no tuvierais un final? ¿Dónde? En ninguna parte, porque es vuestro propio final el que os ha creado, lo mismo que a mí la soga en torno a mi cuello… Pero aún quedan horas de lectura fragmentada por delante antes de ese último relato en este primer domingo de agosto, un ir y venir del mundo relatado de Aichinger al mío —nuestros caminos cruzados en esos instantes de acercamiento y descanso—. Leo dos o tres relatos, luego mi alejamiento momentáneo y después mi aturdimiento al retomar el mundo modelado de Aichinger donde belleza muerte animalidad. 

Un hombre se despierta atado en el primer relato. Una voz habla con una soga al cuello en el último. En ambos casos, su mundo se redefine y recrea por un elemento externo, el hombre atado que descubre su fortaleza y libertad en su adaptación a la atadura —la cuerda que lo limita y a la vez le abre una nueva manera de entender la realidad—, la voz en la horca que clama por la importancia deudora del final, que nos crea y moldea y atrae de manera insondable. No sabemos quién ató al hombre ni la causa de la condena del ahorcado, sólo asistimos a la conclusión y, a partir de ahí, la necesidad de (re)descubrir nuestro mundo. Ambos personajes aislados de los demás por encontrarse fuera de nuestra realidad, en un espacio acotado y un tiempo extinto. 

Hay un cuento hermoso e hipnótico, Historia en espejo, que trastoca el sentido del tiempo y la realidad, y que siento como canto y congoja. Una mujer, tras su muerte, inicia el camino hacia su nacimiento, reordenando gestos, intenciones, muertes y amores, una muerte que ilumina el nuevo sentido de la vida. He leído otras historias de tiempos desordenados, Kanada o La flecha del tiempo, por ejemplo, pero en este relato Aichinger consigue en pocas páginas el asombro y la congoja. 

Un muchacho en el cartel de una estación de tren, sus brazos levantados y su carrera detenida por la eternidad en una playa bajo un cielo azul. El grito ¡No morirás! del hombre que pega los carteles que hace le preguntarse al muchacho, sólo una figura en un cártel,sobre la muerte —¿Es el morir cuando el mar por fin se moja? ¿Es el morir cuando el viento por fin sopla? ¿Qué es el morir?—, y desea que la muerte sea movimiento y piel. 

Y el movimiento perpetuo sobre un lago de un hombre incapaz de detener su barca, quedando aislado del mundo; o la mujer que se disuelve al quitarse las gafas de sol y se pregunta qué hará en invierno, también aislada: o el marinero que acompaña en un vapor a tres muchachas y que sufre sus bromas, aislado también, como las muchachas al quedarse atrapadas en el vapor por la eternidad, riendo a su pesar. Y ese aislamiento que podría traducirse en clave política, en aquellos sobre los que recae un porvenir fatídico, incapaces de maniobrar por voluntad propia. 

Salgo de El atado aturdido y asombrado ante una escritura precisa mientras, ahí fuera, el domingo atardece y se desvanece el tiempo.

(06.08.24)



¿Dónde estarías si no tuvierais un final? ¿Dónde? En ninguna parte, porque es vuestro propio final el que os ha creado, lo mismo que a mí la soga en torno a mi cuello… ¡Espera, hermano, espera por favor! Déjame terminar, déjame ensalzar el final en esta alba clara. Déjame amarte, hermano con cara de miedo, el miedo es el que convierte tu sonrisa en respetuosa, la luz previa a toda despedida, porque antes de que existieras ya estaba tu final, hermano. Y te ha dejado crecer, te ha acogido y cuidado y alimentado, te ha querido y ha hecho realidad tus mentiras y hoy mismo las sigue haciendo realidad y te sigue queriendo y te acoge y te cuida, y si se apartara de ti, ¡tú no existirías! Así, sin embargo, eres, eres porque pasas, porque has sido, por eso serás, y como el final nunca tiene un final, tampoco lo tienes. Por eso, ahorca a muchos más, hermano, cose parches en las suelas rotas o escribe versos… ¡Cuán inútil serías si no fuera inútil todo cuanto haces! ¿Saldría el sol si no se pusiera? Déjame amarte, hermano, déjame amar mi final, que me da la vida, que es el que vuelve blancas las blancas palomas… 
Ilse Aichinger. El atado. Traducción de Adan Kovacsics. Ediciones del subsuelo

lunes, 7 de octubre de 2024

Los lunes de Anay. Maresía...












"Tu herida ya tiene un sentido"

                                              LORETO SESMA


PATRONES

Te propongo,
Alma mía,
en esta travesía
de rabia y de tristeza
no rendirnos jamás.

Trimar todas las velas,
cantar en alta mar.

Es una forma de hablar.
Ser mejor que antes.

                                    ANAY SALA



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

jueves, 3 de octubre de 2024

notas sobre Una muerte roja. Walter Mosley


Calificabas de dulce a Mosley —no soy de detectives, decías, por eso cuando tengo ganas de ellos voy a Mosley, mi dulce Mosley—, cuando hablábamos de novela negra. Yo leía a Hammett, Chandler y Thompson en aquella época. El hombre delgado, Cosecha roja, 1280 almas, El sueño eterno. Eran libros rápidos y tensos, eran libros sin desvíos y febriles. Usaba aquellas lecturas para superar bloqueos lectores. Enganchaban en las primeras páginas y bajo la superficie de un atraco o una búsqueda de un objeto o un rastro perdidos encontraba novelas que desmontaban las apariencias y las máscaras tras las que vivimos, mostrando un mundo oculto, despiadado y egoísta, unas vidas descarnadas y encaminadas a un destino trágico. Te hice caso, en aquel momento, diez años atrás, y leí a tu dulce Mosley —me gusta su forma concreta y directa de narrar, te dije—. En este verano donde vuelvo a los géneros literarios, como de adolescente, y termino westerns y novelas negras y dejo a la vista los mitos de Cthulu y un par de libros de Łem y Dick, recupero a Mosley y su detective Easy Rawlins porque es una forma de rescatar el lector que fui y retomar un camino suspendido.

*

Es una sombra borrosa, un hombre reservado y lúcido, Easy Rawlings. Participó en la segunda guerra mundial porque, en aquellos días, recuerda Easy, los pobres respetaban la ley y un ente superior señalaba el enemigo a combatir —nazis, estalinistas, chinos, cada época un rostro nuevo—. Vive en una pequeña casa con jardín en un barrio donde los negros sobreviven en un ambiente hostil durante el inicio de la guerra fría, una época de persecución y psicosis. Posee varios edificios de apartamentos, pero se hace pasar por portero y hombre de mantenimiento entre gente trabajadora, y también, mujeres de mirada vencida y vidas echadas a perder por un poder externo. A veces, le llegan casos que investigar, alguien que desaparece, seguir a algún marido díscolo. Easy observa desde una especie de umbral las personas, las calles y la época que le rodean. Analiza los gestos y la realidad oculta tras las palabras pronunciadas.
Recuerda, Easy, aquellos días donde su vida pausada vuela por los aires. Hacienda anda tras él; el FBI le pide que investigue a un judío, superviviente de los campos de exterminio, por espionaje, un hombre que ayuda en la Primera Iglesia Baptista Africana y al que creen un comunista peligroso y agitador; y EttaMae, un antiguo amor, regresa al barrio, y tras sus pasos, su viejo amigo Mouse, un hombre impredecible y violento. Easy sabe que la rutina puede alterarse como el barrido de un terremoto.  

Me senté a esperar que me llamaran. Sin radio ni televisión. Encendí una luz en el dormitorio y luego fui al salón y me senté a oscuras. Estaba leyendo un libro sobre la historia de Roma, pero aquella noche no me sentía con ánimos como para continuar. La historia de Roma no me atraía como solía hacerlo otras veces. No me importaba que los godos y los visigodos saquearan el imperio; ni siquiera me importaban los vándalos, tan terribles que los romanos convirtieron su nombre en sinónimo de destrucción.
En verdad, ni siquiera creía en la historia. Lo real era lo que me estaba sucediendo a mí. Lo real era un dolor de muelas, y un hombre en quien confiaba y que había jugado sucio conmigo. Lo real, lo verdadero, era un estómago vacío, o una mujer diciendo sí, o diciendo no. Lo verdadero era lo que podíamos sentir. La historia era para mí como la televisión, no era la gran ola de la humanidad moviéndose a través de un océano de minutos y de horas, ni era tampoco la humanidad volviéndose cada día mejor. Había visto bastantes asesinatos en Europa como para saber que los nazis eran peores que los bárbaros a las puertas de Roma. Y si yo hubiera estado en Roma, me habrían llamado bárbaro; y en nuestros días, en Watts, nada había cambiado.

*

Aquí está la escritura directa y sin digresiones del primer Mosley que leí. En la superficie, un enredo donde mentiras y medias verdades como un río turbulento que arrastra y golpea a Rawlins. En el fondo, una mirada hacia una época y un poder —blanco— invisible que mantenía atrapados a sus ciudadanos negros, veía peligrosos espías comunistas en quienes querían tejer una red de solidaridad entre los desfavorecidos, y usaban la fuerza y la coacción para doblegar a espíritus frágiles. También, los tugurios en los que beber, sonsacar información, escuchar jazz; las iglesias donde se reúnen mujeres negras para preparar comidas caseras y sus manos y sus gestos como unas manos y unos gestos atemporales; los hombres y mujeres que aspiran volver a África —Yo ya tengo un hogar, les dice Rawlins. Puede que esté en tierra enemiga, pero es mío—; las mujeres sensuales y los hombres brutales; la muerte agazapada, los chivatos, traidores; la violencia seca y cruel; la amistad pura y un amor también puro y doliente, un amor que estalla y es inevitable. El destino trágico.

Lo que vi allí era una escena que se había repetido en mi vida desde que era niño. Mujeres negras. Un montón de mujeres negras que trabajaban en la inmensa cocina, riendo, charlando en voz muy alta, contándose cuentos. Pero lo que yo realmente veía eran sus manos. Manos de trabajadoras, que ponían platos, pelaban boniatos, doblaban trapos de cocina y manteles en cuadrados perfectos, que lavaban, secaban, apilaban y llevaban de aquí para allá. Mujeres que vivían para el trabajo. Que peinaban a sus propios hijos, o a un niño de la vecindad cuyos padres se habían marchado, por una noche o para siempre. También guisaban, sí, pero había muchos más trabajos para una mujer negra. Como curar las heridas de los hombres de los que al principio se habían sentido tan orgullosas. O reprender a los niños, blancos y negros. Y trabajar para el Señor, en Su casa y en el hogar.
Mi propia madre, a pesar de lo enferma que estaba, la noche en que murió hizo pasteles de boniato para una cena de la iglesia. Tenía veinticinco años.

*

Leí Una muerte roja en dos tardes, enganchado a los grandes personajes secundarios que pueblan esta novela, una historia en la que todo es frágil e incierto —el amor, la comunidad, la libertad— y donde Mosley nos recuerda las manos manchadas de sangre del poder blanco y el intento de supervivencia de la comunidad negra y de quienes estaban señalados en una lista negra. 

(coda) Mi ejemplar de Una muerte roja es de segunda mano. Hay un rastro de su anterior lector(a): un exlibris en la última página del libro. Es un dibujo en blanco y negro de unos músicos de jazz, contrabajo, piano y saxofón. Hay un cuervo junto al pianista y un suelo ajedrezado. En una habitación, al fondo, un hombre escribe agachado sobre una mesa y, a su lado, una mujer que parece una musa lo ilumina. El nombre del dueño está tachado con bolígrafo, y la parte inferior arrancada. Podría ser una escena de Mosley.

(03.08.2024)


Los días de semana la Primera Iglesia Africana parecía deshabitada. Cristo aún colgaba en la entrada, pero cuando los feligreses no estaban reunidos alrededor de las escaleras, la imagen semejaba un simple adorno. Yo, sin embargo, me detenía siempre a mirarlo. Entendía muy bien aquello de sufrir y morir a manos de otros hombres. Casi toda la gente de color lo entendía muy bien. La muerte de Poinsettia había sido terrible, pero no era la primera persona que yo veía colgada.
Había visto linchamientos, hogueras, ejecuciones a tiros y a pedradas. Había visto colgar a un hombre, Jessup Howard, por mirar a una mujer blanca. Y había visto a dos hermanos ahorcados en dos dogales a ambos extremos de la misma cuerda porque protestaron de que en el almacén del condado les cobraban precios más altos que a los blancos. Los hermanos, en su desesperación mientras los estrangulaban, se habían hecho profundos arañazos el uno al otro. Y luego, cuando los dejaron colgados, sus cuellos, rotos al fin, parecían horriblemente alargados.
El intenso amor que los negros sienten por Jesús se debe en parte a que comprenden su situación. Era inocente y lo crucificaron; alzó la cabeza para decir la verdad y murió.
Walter Mosley. Una muerte roja. Traducción de Susana Lijtmaier. Anagrama. 

miércoles, 2 de octubre de 2024

lunes en miércoles. Los lunes de Anay. Interruptores...












(09.09.24)

“Soy un sentimental de piedra”

                                             KARMELO C. IRIBARREN


APAGÓN

Un recordatorio para cuando lleguen
los momentos de tristeza:
al igual que durante los cortes de luz,
es recomendable salir a comprobar
si sólo somos nosotros
o es en todo el barrio.

                                GUSTAVO YUSTE





Feliz lunes.

Un beso,

Anay

martes, 1 de octubre de 2024

El sueño de la aldea Ding. Yan Lianke


A veces entro con el pie cambiado a una lectura. No encuentro ni un ritmo ni una voz a las que sujetarme, leo como un sonámbulo y siento esquivas las primeras páginas. Hay ocasiones donde me frustro, extrañado ante el impedimento de profundizar en aquello que leo, como si me despojaran de la capacidad para entender señales e imágenes, disociado de la palabra. Otras veces, como en esta novela de Lianke, sé que ese impedimento desaparecerá si me doy tiempo y dejo posarse su escritura en mi cabeza. 
Pensé en el sueño del título en ese parón lector de apenas un día: los sueños realistas y crudos del abuelo protagonista y que parecían otorgarle la capacidad de reproducir lo vivido o ver aquello que nunca presenció. O los sueños de una aldea cuyos habitantes vendieron su sangre años atrás por ese otro sueño de riqueza, de mejores casas y tierras y tumbas, y desaparecen de a poco hacia una muerte temprana. El sueño como letargo y suspensión, como búsqueda y fracaso, ese estar en un territorio-encrucijada entre incertidumbre e inexistencia, entre esta vida y una muerte donde se perpetuán odios y anhelos pasados. No hay tierra firme en la ensoñación.

*

Decías que este libro era brutal y bello, una combinación única. Lo hemos leído casi a la par en la última semana. Te hablé de mi dificultad para entrar en la narración y el narrador pero una vez lo hice me pareció duro, triste y con un lirismo delicado para describir el dolor, la corrupción, el amor, el miedo y la soledad en una aldea china durante los años noventa. Y te confesé que había símiles, a lo largo de la novela, que me descubrían una manera sutil y sensitiva de entender la escritura y la vida —“al ver los pellejos desprendidos, como alas de libélula…” fue uno de los ejemplos que te envié, el sufrimiento de quienes vendieron su sangre y con el tiempo contrajeron SIDA, viendo cómo sus cuerpos enflaquecían y se cubrían de pústulas—.
Ese narrador y esa narración que en un inicio sentí lejanos vienen desde la muerte, un territorio que no supone un final en las creencias de los habitantes de la aldea, sino otro tipo de vida, una forma de perpetuar la existencia desde otro lado. Como un sueño. Nos habla un muchacho de doce años, enterrado en una tumba junto a la vieja escuela —de la que su abuelo es bedel—, un muchacho envenenado como venganza contra su padre por lucrarse en el negocio de la sangre y que trajo la enfermedad de la fiebre y el extinguirse lento de la aldea. 
Un muchacho con una sensibilidad única, entre inocencia y asombro, para testimoniar la historia de los vivos, sus deseos íntimos, su egoísmo, su envilecimiento, sus miedos, sus diferentes soledades y, también, su intenso amor, su búsqueda de un día más de vida.
Un muchacho que entra en los sueños de su abuelo y que recorren el inicio de la venta de sangre, viajes a otras aldeas que florecieron por ese negocio o en los que el abuelo se adentra en el rastro de su hijo, convirtiéndose en testigo de su degradación e infamia.
Un muchacho que observa la vida adulta donde caos culpa dolor hostilidad.

Los habitantes de la aldea Ding
Morían, como hojas que caen de un árbol.
Se extinguían, como una luz que se apaga. 

Y
los días eran como cadáveres.


*

En las figuras del padre y la patria se simbolizan la corrupción, ambición y poder asfixiante. El abuelo, viejo profesor y bedel, asiste impotente a la deriva de su hijo y las imposiciones de un gobierno invisible pero férreo y vigilante. Su primer gesto es querer ahogar al hijo, al poder —luego, se encargará de los enfermos una vez confinados en la escuela e intentará un último gesto de humanidad—. El gobierno inicia la recolección de sangre, como décadas atrás ideó el gran salto hacia delante, y permite la aparición de mercaderes y oportunistas locales que medrarán ante las autoridades hasta alcanzar un reconocimiento e influencia perturbadores. El abuelo se opone a este devenir delirante donde se abandona cualquier atisbo de bondad y desaparece el sentido de comunidad. No hay hogar ni contención. Incluso en la escuela se disputa el mando entre los enfermos confinados, hombres sabiéndose muertos que no consiguen desprenderse de las viejas costumbres humanas, que destituyen al abuelo y permiten que el saqueo de la escuela para la construcción de ataúdes.
Y, luego, está el odio oculto y creciente.

*

Hay un momento, en esos capítulos donde los enfermos viven en la escuela, donde surge una tenue luz. Dos de ellos, ambos veinteañeros casados y repudiados por sus cónyuges, se decantan por un amor puro y último. Se encuentran en secreto para deshacerse de esa soledad que sienten los enfermos, incapaces de acercarse al otro, y cuyos días caen en una lenta tristeza ante la destrucción de su cuerpo y la agonía de los días.

Sin pronunciar palabra, caminaron hacia el cuarto que había junto a la cocina.
Entraros callados en la habitación, empleada como despensa para almacenar el grano de los enfermos.
Hacía buena temperatura y sus cuerpos entraron en calor.
Y al entrar en calor, se aferraron al sentido de la vida. 

Así de sencillo. 

Guardaron silencio. Era el suyo un silencio absoluto, un silencio de muertos, como si no hubiera ya nadie en el mundo, ni ellos siquiera. Parecía que estuvieran todos sepultados y sobre la superficie no quedaran más que la tierra, los cultivos, el viento, los insectos habituales de una noche de verano y el resplandor de la luna. Y bajo ese resplandor, el canto ahogado de las cigarras y de los grillos parecía colarse entre las rendijas del ataúd hasta helar la sangre y calar los huesos, como una fina corriente de aire gélido que alcanzara la médula y desencadenara un temblor incontenible. Pero Lingling no tembló, como tampoco lo hizo mi tío. Habían hablado tanto de la muerte que habían dejado de temerla.

*

Por instantes, Lianke me recordaba a uno de esos westerns de hechuras homéricas donde se enfrentaban la integridad contra la corrupción. O a los textos griegos donde padre e hijo se desafiaban hasta un destino trágico. El abuelo se horroriza ante las acciones de su hijo mayor. Primero la venta de la sangre, luego su escalada política y su falta de ética, donde vende ataúdes que el gobierno cedía a los enfermos de SIDA y, finalmente, las bodas entre quienes murieron solteros para que no estén solos en esa otra vida que se inicia con la muerte —y entre ellos su propio hijo, el narrador de esta historia de desapariciones, con apenas doce años—.  Los habitantes de las aldeas como una masa que dirigir y sacrificar.

*

Es conmovedora esta lectura. Y dolorosa. Aúna, como aquel libro de Kawabata, lo bello y lo triste. Desaparecen los vivos, las costumbres, las relaciones, desaparecen los campos y cultivos, la risa, desaparece la propia aldea. Quedan los sueños, sobrevolando las ruinas abandonadas, de un mundo nuevo.  

(15.07.2024)




Sobre el horizonte de poniente, en un extremo de la llanura, descansaban paralizados árboles y aldeas, como objetos pintados sobre el papel. Las pendientes soleadas del antiguo cauce, ya secas y convertidas en terraplenes, estaban cubiertas de frondosa vegetación, mientras las partes sombrías relucían peladas, blanquecinas y doradas. Bajo el sol crepuscular flotaban efluvios cálidos a hierba y a arena mezclados de un olor pastoso, sanguinolento y dulzón, como agua azucarada vertida sobre campos infinitos.
Se diría que la llanura se había convertido en un lago de agua templada, dulzona y ensangrentada.
Un lago sin confín del que emanaban efluvios de sangre, dulces y cálidos.
Era la hora del ocaso.
Un rebaño de ovejas avanzaba por el camino de la escuela en dirección a la aldea. Eran sus balidos como cañas de bambú que flotaran sobre las aguas del lago, empujadas por el viento, atravesando la calma de su superficie.
Era la hora del ocaso.
Un vecino conducía los bueyes de regreso a casa, después de un día pastando en los campos. Sus mugidos, en lugar de recorrer la llanura, se hundían en ella, como agua en la arena, fluyendo quedamente sobre los balidos de las ovejas.
Era la hora del ocaso.
Desde la entrada de la aldea, un vecino gritó hacia el trigal:
—¡Eh!, ¡¿tienes algo que hacer mañana?!
—¡No!... ¡¿qué ha pasado?! —contestó el del trigal.
—¡Se ha muerto mi padre!... ¡Mañana lo enterramos!
Tras un instante de silencio llegó la réplica:
—¡¿Cuándo se ha muerto?!
—¡Esta mañana!
—¡¿Tenéis el ataúd?!
—¡Sí! ¡Nos tocó un sauce en el reparto de Yuejin y Genzhu!
—¡¿Y la mortaja?!
—¡Mi madre la tenía preparada hace mucho!
—¡Vale! ¡Mañana me paso por tu casa a primera hora!
Como un inmenso lago sin brisa, la llanura volvió a sumirse en el silencio.
Yan Lianke. El sueño de la aldea Ding. Trad. Belén Cuadra Mora. Automática editorial.

lunes, 30 de septiembre de 2024

Los lunes de Anay. Preview...












"Y es que a veces soñar
 es tan sólo despertar lentamente"
             
                                                  DANIEL ROUSAUD


EL VIDENTE

Puedo ver el futuro, pero no demasiado:
algún matiz, una huella tan tenue
como el vaho borrado en el cristal
o la primera mancha del cáncer invisible.

Me acosa todo aquello que está a punto de ser,
me ensordece la música
que nadie toca.

Mira, el color del miedo.
Esto otro es el sueño que tendrás esta noche.
Esta forma eres tú, o yo, o cualquiera.
Y esta una página que no ha leído nadie.

Cada pregunta hace vibrar el aire
mucho antes de haberla formulado.
Yo descifro los signos del misterio en medio de esa
mortífera blancura.

                                                                        JOSÉ LUIS PIQUERO




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 2 de septiembre de 2024

Los lunes de Anay. Socavones...

A la memòria d'ÀlexSusanna.
                                                                             (Barcelona, 1957 - Gelida, 2024)

                                               
"Se derriban edificios enteros
 en las esquinas de tu ciudad.
 ¿No es esto lo que a menudo sucede en tu interior?"

                                                                             ÀLEX SUSANNA           


Arde esta ira irreal
y sin embargo
hay que soportarla

cruje el escenario al incendiarse
tu belleza cuando cae
y sin embargo
hay que soportarla.

arde el silencio
su fractura             

y las ramas
y los huesos
de los pájaros

sólo la fe calmará este fuego
esta ira

sin rama
sin hueso
sin pájaro.

                                   MARÍA GARCÍA ZAMBRANO




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 1 de julio de 2024

Los lunes de Anay. Lino...

Hace años, cuando niño y adolescente, los veranos empezaban con un viaje nocturno en autobús a las aldeas gallegas de mis padres. En aquellos viajes, entre sueños y mareos y amaneceres, anticipaba el tiempo suspendido y el desorden de los días, las caminatas por el camino blanco entre las casas, bajo el resplandor también blanco de la luna y las sombras de los árboles y los tejados de pizarra sobre nuestros pasos, la luz azulada y titilante de un cielo estrellado y profundo. Se confundías los días y se perdía el domingo entre los demás días —las campanas de la iglesia marcaban las horas entre el ruido de las cigarras y el motor de los tractores y el murmullo del río, campanadas que se alargaban casi a diario cuando llamaban a un funeral o un cabo do ano y parecía que la muerte, nuestra muerte, nos rodeaba y convocaba—. 

*

Hoy he empezado un western. Leo a primera hora, en el metro, primero, y luego el tren que me llevan al trabajo. Apenas cincuenta páginas donde sigo la preparación de una expedición de caza. Es una manera de no dejar marchar aquellos días de la infancia —de recoger migas de pan—, cuando, en los pocos tiempos muertos entre juegos, exploraciones y creerse adulto en los días de recogida y maya, compartía con mi padre novelas baratas del oeste o buscaba en otras bibliotecas historias de viajeros del tiempo y odiseas espaciales. La aventura por la aventura.

*

A veces me gusta pensar que la mirada es circular, que la vida es circular, y que si me detengo en un punto puedo ver todo aquello que fue con la claridad con la que observo mecerse los árboles al viento ahí fuera. Entonces, mi padre coge, ahora, unas flores violetas que llama trompetillas y hace música entre sus labios, mide y marca a lápiz tablas de madera de las que saldrán sillas para mis primos más pequeños, su caña de pescar aparece primero al otro lado del camino y luego él con su camisa abierta y la cesta de mimbre con truchas sobre hojas de eucalipto. Ahora, mi hermana pequeña toca el acordeón para nuestro abuelo sordo, que le pide la pieza —doce cascabeles—, y se escuchan los aullidos de los perros en la noche cuando aparece una nota en particular. Ahora, las partidas de tute hasta la madrugada y las tormentas que asustan a mis tías y esconden la cabeza entre los brazos, en la oscuridad de la cocina y la visita de un loco bueno de ojos azules en nuestra cocina. Ahora, las pocas ventanas intactas del molino abandonado entre zarzas y grietas y que intentamos romper con piedras del camino. Ahora, mi abuelo paterno cuenta una emboscada durante la guerra y mi abuela sonríe al recordar que tardó más de tres años en conseguir destetar a mi padre y mi tía corta con un golpe seguro el cuello de un pavo después de emborracharlo con aguardiente. Ahora, los abrazos de mi tío rodean y acogen a mi madre y mi madre tiene el pelo largo y moreno y el azul brilla en sus ojos y su vestido es colorido y puede andar erguida y sus gestos son seguros y certeros. Ahora, elijo unas alpargatas para el verano en un bar-supermercado y comparto mi primera cerveza con mi tía y mis hermanas y yo deshacemos el orden en la iglesia y nos sentamos juntos en los bancos de la iglesia y descubro que el cielo nocturno sobre mi cabeza también guarda un camino blanco. Ahora, busco las tumbas de mis abuelos entre lápidas en la tierra. Ahora, nuestro juego de lanzar piedras sobre la superficie del río y esas ondas que se expanden hasta desaparecer.


Los lunes de Anay. Lino…

"¿A un día de verano compararte?
 Más hermosura y suavidad posees."

                                                     WILLIAM SHAKESPEARE


HOSTAL ADRIANO

Tal vez el futuro sea esto.
Vivir una prosa más sencilla.
Robarle las sábanas al tiempo.
Ropa blanca tendida al sol.

                                           ANAY SALA



Feliz lunes y feliz verano.

Hasta septiembre, un beso.

Anay

lunes, 24 de junio de 2024

Los lunes de Anay. Sibaritas...


"aquí, ahora, yo. No hay más. Acepto."

                                                        VICENTE GALLEGO


EL RINCÓN DEL GOURMET

Una pizca de sal,
un poco de vinagre
balsámico,
un toque alegre
de pimienta.
El tacto
cuenta y el color
anima.

Basta un guiño
agridulce,
una roja
granada
desgranándose
sobre el verde
lecho de la vida.

No olvides
el dorado aceite
que todo lo liga y despierta
las buenas sensaciones,
oscuras,
luminosas.

Apaga la ventana,
amor,
cierra la luz.
Abre la boca.

                    ÁNGELES MORA



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 17 de junio de 2024

Los lunes de Anay. Arrieros somos...

Unas semanas después de la muerte de mi padre busqué en sus cajones y carpetas en busca de su letra apretada y torcida. Encontré poca cosa, su cartilla militar y profesional, los mensajes de amor y recuerdo escritos en el reverso de sus fotografías, recortes de periódicos que hablaban de los pueblos donde vivió. Poco más. En ese momento extrañé un diario o anotaciones en un cuaderno a lo largo de los años que me mostraran el mundo en el que vivió mi padre, el mundo que sólo él veía y sentía, ante el que se encontraba solo y desnudo. Mi padre es historia oral, son mis recuerdos de él sentado en un banco, al aire libre, o desnudo en una ducha mientras lo aseaba o en un café ante una cerveza sin alcohol mientras hablaba de un mundo hoy desaparecido —aún guardo tres audios de sus últimos días, donde se relataba los mismos recuerdos con una voz que parecía ajena a él, con un eco extraño y robotizado—. 
Escribo a ýb estas cartas con las que intento que este mundo mío no se pierda y compartirlo más allá de las conversaciones con e. Decía Cărtărescu que la única literatura a leer es la memorística. 
Hoy, por ejemplo, podría escribir sobre las lenguas africanas y asiáticas que escucho durante el reparto: el padre afgano o sirio, no me atrevo a preguntar, que responde a sus hijas en un idioma que desconozco y que siento hermoso y parte del pasado. Llevan apenas un año aquí, él ya habla español, su mujer apenas sabe decir hola y gracias y sus niños se despiden en euskera. O la mujer china que habla bajo y rápido cuando responde en su lengua a su marido. O el matrimonio magrebí y su acento musical. Escucho palabras de otros continentes y tiempos, palabras que desconozco y a las que podría dar el significado que yo quisiera.


Los lunes de Anay. Arrieros somos…

"Como la lengua
que siempre va
a la llaga de la boca
y escarba,

uno es consciente de la herida."

                                               CRISTINA SÁNCHEZ-ANDRADE


LA VENGANZA

La venganza
que sigue a todo gesto
de inventar
nuevas formas de desdén.

Al orgullo
no quieras convencer.

Son los hechos
la sal de la memoria.

                                 ANAY SALA




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 10 de junio de 2024

Los lunes de Anay. Amapolas...


"es la belleza sorpresiva,
 que no refleja el espejo"

                                      ÁNGELA GARCÍA


OCURRE

Ocurre
que un día voy amando sin ton ni son a todos.
Al vendedor,
al ciego (le compro una estampita),
a la señora gorda, al químico, al sastre,
a todos voy amando con un amor sin bordes,
un amor de Dios manso y justo, si lo hubiera.
Pero también ocurre
que el alma, madrugada,
es como un nervio expuesto a una tenaza.
Y hay escalones falsos
y el amigo que amamos rehúye la mirada.
Caminamos sombríos
sabiendo que el mesero escupe en nuestro plato,
que el profesor calumnia a su colega
y la enfermera
maldice al desahuciado y le sonríe.
Y ocurre
que un día me conmueve la llaga del mendigo,
y extiendo mi sonrisa como un tapete nuevo
para que todos pisen
y se limpien el barro de los pies maltratados,
y la muchacha baile su vals de dos centavos,
y el cartero sacuda sus zapatos deformes.

Ocurre
que al despertarme recuerdo un amigo
que murió hace ya tiempo,
o veo llorar a una mujer viajera
en el amanecer, ¡y es tan hermosa!
Y el amor se atropella, se amotina,
y voy amando a todos sin ton ni son, a todos.

                                                                    PIEDAD BONNETT




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 3 de junio de 2024

Los lunes de Anay. Little tales...

¿Podríamos sobrevivir sin engañarnos nunca,
nunca, a nosotros mismos?

                                                      ULPIANO ROS

EL OGRO DE PAPÁ

En papá hay un ogro. Una vez lo escuché gritar detrás
de la puerta. Decía ese niño, ese niño, ese niño,
con una voz que no era la de papá. Los ogros tienen
boca grande y dientes afilados y la piel verdosa
y el aliento fétido y echan chispas por los ojos. No se
parecen en nada a mi papá que siempre sonríe, y me
aúpa con sus brazos musculosos y me rodea con ellos
para protegerme de las criaturas de la noche.

En papá hay un ogro, pero no le tengo miedo, porque
papá es mucho más fuerte que él. Y si ese día papá
no está, viene la bruja de mamá con una escoba y lo
hace huir a un rincón desde donde me mira rencoroso
con toda la tristeza de que un ogro es capaz.

                                                                   SILVIA RINS
                                                                   (de "El mundo al revés")




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 27 de mayo de 2024

Los lunes de Anay. Senderistas...


Para Fernando y Elena. Zorionak.

"Te cojo de la mano. Me detengo.
 Somos raíz hundiéndose en la tierra."

                                                     JOSEP M. RODRÍGUEZ


UN POCO ANTES DEL ÚLTIMO RECODO

No es lo habitual
pero a veces
sucede
que una mujer y un hombre
acaban encontrándose
al final del camino,
                           un poco antes
del último recodo.

Ya no hay herida que les sea ajena
ni decepción
que pueda sorprenderles:

no perderán el tiempo equivocándose.

                                                      KARMELO C. IRIBARREN



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

jueves, 23 de mayo de 2024

ochenta y dos

Interrumpen su ascenso unos metros delante de mí. Durante un par de kilómetros, sólo sus voces y mis pisadas y el horizonte abierto. Las peregrinas buscan el inicio de este camino, abajo, en el valle, observan las cumbres que días atrás veíamos en el horizonte cuando el camino llaneaba entre campos segados y áridos, descubren aldeas y casas solitarias en los pliegues de las laderas, el silencio abrumador y la cercanía del cielo. Una de ellas extiende los brazos, como si buscara abarcar el paisaje entero entre ellos, y grita hacia la inmensidad alrededor. Es un grito de alegría y apasionamiento, un arrebato y una certeza, la armonía entre el mundo desnudo y nuestro corazón desnudo. Repite el grito, dos, tres veces, su eco adentrándose pendiente abajo, hacia los santuarios improvisados con piedras, fotografías, cartas de letra apretada, pequeños corazones de madera con las palabras family y faith escritas en su centro y hojas secas; hacia el camino bajo castaños y robles cubierto con las primeras hojas secas rojizas; hacia las rampas que nos doblegaron y frenaron nuestro paso; hacia el campanario de una iglesia encerrado entre árboles antes de la ascensión. Sus gritos me detienen en este camino despejado cerca de la frontera lucense, apaciguo mi marcha y encuentro en ese paisaje de cumbres y valles en sombra reflejos de aquel de mi infancia en tierras gallegas. 
Unas horas atrás, el silencio antes del amanecer y la oscuridad tras las últimas casas de Villafranca del Bierzo. El cielo estaba claro y el temblor de las estrellas me recordó el sonido de unas viejas campanas. Me adelantaban y adelantaba a otros peregrinos madrugadores y ahí fuera, entre los campos y los senderos mudos, las luces de nuestras linternas frontales formaban un camino de luciérnagas. Marchamos junto a una carretera comarcal, atravesamos una aldea de casas abandonadas en el albor del día, vimos purpurear las cumbres de los montes, la salida del sol a nuestra espalda y, delante, nuestras sombras alargadas, menguando a lo largo de la mañana y el camino.

Mi padre, antes de morir, nos repetía los mismos recuerdos una y otra vez. Jornadas de pesca, ruadas nocturnas, comidas memorables en la costa gallega, bromas pesadas a los furtivos. No eran significativos, creo —no hablaba, en esas últimas semanas de vida, de su primer amor o la primera vez en la gran ciudad, fuera de su aldea, ni de los años solitarios antes del reencuentro con mi madre en esta tierra vasca, el nacimiento de mis hermanas y el mío propio, los días de jubilación, antes de los temblores, en su mesa de carpintero—. Se relataba su propia vida con una voz que no parecía la suya, una voz ronca y de autómata. No importaba mucho si hacíamos preguntas; iniciaba uno de esos recuerdos y tiraba de él como las mulas de carga hasta exprimirlo por completo.  

Había días, sin embargo, donde permanecía en un silencio aislador. Sentado en un banco junto a casa, se inclinaba sobre sus rodillas con la mirada lejana y las manos cerradas en un gesto de rezo que intentaba ralentizar sus temblores. En ese silencio, creo, repasaba su vida entera, del chaval en una tierra y un tiempo míseros pero con recuerdos inesperadamente luminosos al hombre de cuerpo retorcido con miedo a morir y congoja ante su torpeza y desmaña, todos los recovecos secretos, todo el amor y la angustia y la ternura experimentados. Tal vez sintiera asombro por la vida recorrida o sólo estupor y desconcierto por su rapidez. Tal vez sólo dolor y miedo. Ese silencio, su silencio

Mi silencio es este camino que me acerca a su tierra. Hoy no pesa la mochila en mi espalda, ni siento el cansancio en mi cuerpo. No descanso, cruzo los pueblos a un ritmo endiablado y siento que la sangre tira de mí hacia esa frontera en las cumbres. Mi corazón late fuerte y rápido y acongojado, y el paisaje es invisible, apenas una mancha difusa y alejada. Me detengo en la última aldea, antes de la ascensión —despierto de mi aturdimiento al ver en lo lato del camino, entre los valles boscosos, un campanario gris entre los  árboles—. Me siento junto a un riachuelo, entre flechas amarillas y señales de otro camino entre valles y minas. El agua corre clara entre los cantos rodados. 

Olía a barniz y serrín, mi padre. Y a sudor y madera. Las mañanas de orballo y niebla veía su silueta negra en aquel taller bajo el hórreo donde herramientas y polvo. Fumaba ducados —el humo de sus cigarrillos, niebla—. Me asombraba el desorden alrededor de mi padre contra sus gestos seguros y equilibrados en su banco de carpintero. Mi padre guiñaba un ojo al pasar la escuadra por la superficie de una tabla, dejaba el cigarro en el borde del banco, cepillaba la madera y volvía a empezar, cigarro, escuadra, borde, cepillo, hasta que se sentía satisfecho —cada gesto, un convencimiento—. Era meticuloso, mi padre.

Asciendo por un camino de piedras y tierra blanca, como aquel que cruzaba las aldeas de mis padres para convertirse en una promesa. Entonces, me encuentro con un hito con una cruz roja de Santiago que marca la frontera castellano-lucense. Dejo la mochila a un lado del camino. Estoy a campo abierto, aún quedan unos kilómetros hasta la cumbre y el final de etapa, y la sangre tira como me decían en Argentina los hijos de andaluces y murcianos. Han dibujado un corazón rojo y han escrito mensajes y nombres en español, italiano, inglés en el hito —también en las piedras a su alrededor—. Este dejar señales de nuestro paso, este conversar con nuestro yo íntimo y con el otro, este creer que una piedra conservará nuestro recuerdo. Hace un año vi morir a mi padre, —hace un año de esta tristeza lenta y subterránea, de los sueños donde mi padre no tiembla al andar y me dice que me quiere o vuelve a ser un joven con cuerpo de titán; hace un año que sus palabras, su voz, sus gestos reverberan en mí, él río yo afluente; hace un año que su ausencia tiene la corporeidad de estas piedras—, y con él, el final del mundo que mi padre fundó un veintitrés de mayo de mil novecientos cuarenta y dos. Hoy, frente a esta frontera imaginaria y oculta, antes de proseguir este camino blanco hacia una iglesia en la cumbre donde escucharé una plegaria en lengua navaja, busco una piedra donde escribir el nombre de mi padre.


23.05.2022/23.05.2023

lunes, 20 de mayo de 2024

Los lunes de Anay. Narrativas...

Cae una lluvia firme y rápida, ahora. Abro la ventana para leer con su reverbero como compañía en esta tarde ensimismada. Es uno de mis tótems, la lluvia, como la primera luz de la mañana, los jirones de niebla sobre los montes o el polvo de un camino blanco. De niño, como todos los niños, saltaba sobre los charcos y daba patadas al agua, la lluvia hacia arriba y entre mis piernas, ajeno a las súplicas de mi madre. Hoy son los fugaces círculos de las gotas sobre la acera, rompiendo el reflejo del cielo y la ciudad sobre los charcos, quienes captan mi atención. Esta lluvia y el lento apenumbrarse de la tarde en las hojas de un libro.
*
Mis padres querían que bajase a la calle, creían que era un niño tranquilo y solitario, siempre delante de la televisión, armando rompecabezas y torres en el suelo o anotando en un cuaderno pautado hileras de números por la asombro de su dibujo sobre la hoja. Mi padre me invitaba a ir con él a su taller de carpintero, cosa que raras veces sucedía, mi madre me decía que saliese al barrio en una época donde éramos docenas de niños divididos por edades y habilidades. Los pequeños, como mis hermanas y yo, jugábamos a la comba, la rayuela o pintábamos con tiza un circuito quebrado para jugar a las chapas y ser Lejarreta, Alberto Fernández, Hinoult. Los mayores, que ocupaban el aparcamiento entre los edificios de ladrillo rojo y armaban partidos de béisbol que ojeábamos sin comprender, se cronometraban en carreras alrededor de uno de esos edificios que siguen siendo de ladrillos rojos —pero de un rojo deslucido, hoy— o lanzaban piedras hacia las huertas y las lejanas vías del tren en un concurso de fuerza y distancia. Eran hermosos, aquellos chicos y chicas en el inicio de su madurez, sus cuerpos ágiles y ligeros y fuertes, su confianza y energía impetuosas, el futuro delante de ellos, inmaculado y completo. Cuando veo a un par de ellos, hoy, es como la gota de lluvia que quiebra el reflejo en un charco —el resto orillaron las drogas, los accidentes de tráfico, las pérdidas. Son felices (o buscan una parcela de esa felicidad prometida) o se han acostumbrado a una rutina calmante—
*
Es una semana de encuentros repentinos, como la lluvia a lo largo de los días. V. lleva un caracol en el dedo índice. Lo ha encontrado en la acera, dice, y busca un jardín con hierba donde dejarlo. Se siente tonta, dice. Yo tuve un caracol durante cuatro años, le digo. Apareció en unas hojas de espinacas, apenas más grande que mi uña del dedo meñique. Lo llamé Sísifo, y sonríe. Hace poco descubrí que escribía poemas que editaron en una asociación cultural del pueblo, junto a otras vecinas de mi sección (Uno de ellos, titulado Lavadero, dice: Pozo poco profundo / donde se lava la ropa / y las miserias de uno. / Rodillas que se doblegan / como castigo / y manos endurecidas / de frotar en el frío.) . V. es una mujer de voz y gestos tranquilos, cuida de los gatos callejeros y en nuestras conversaciones fugaces en el umbral de su puerta me pregunta por el frío de la mañana y se lamenta de estado del mundo. En sus poemas habla del miedo, de seguir soñando a pesar de todo, del abandono. Como c., otra poeta aficionada de mi sección, acumula palabras e imágenes. El relato de su mundo. 
*
Se elevan nubes de vaho de la hierba y recorren las aceras tras la lluvia. Parecen pequeñas tormentas de arena o remolinos de aire, antes de desvanecerse. 

18.05.24 


Los lunes de Anay. Narrativas…

"Ese saldrá ganando."  
                                     PAUL CELAN


PARÁBOLA DE LA BESTIA

El gato ronda por la cocina
con un pájaro muerto,
su nueva posesión. 

Alguien debería hablarle
de ética al gato mientras este
husmea el lacio pajarillo:

en esta casa
no ejercemos
la voluntad de este modo.

Cuéntale eso al animal,
con sus dientes ya
clavados en la carne de otro animal. 
                                                              
                                                              LOUISE GLÜCK 
                                                                 (versión de Andrés Catalán)




Feliz lunes.

Un beso,

Anay