Recuerdo una conversación con una librera y escritora
aficionada que me definió los relatos de Carver como pinchacitos de realidad —y me hundía uno de sus
dedos en el pecho para reforzar sus palabras—. Luego, me habló de la escena culmen de uno de sus propios relatos, los intestinos de un hombre atados a un parachoques. Soy muy heavy, me decía —y le brillaban los
ojos, orgullosa—. Mientras la librera me hablaba de sus clases de escritura
creativa pensaba que Carver, para ella, sólo podía darle, efectivamente,
pinchacitos de realidad porque la violencia y la tensión en sus relatos estaban soterradas y sus historias eran estar ante el umbral de una certeza —algo captado por el
rabillo del ojo, definición que leí no recuerdo dónde sobre alguno de los
libros de Carver—.
Releer supone, para mí, una lucha. Hace años que manejo una
lista de relectura y volver a aquellos clásicos que siento leí demasiado pronto
para captar por entero sus diferentes significados ocultos —Moby Dick, Caballería roja, El buen soldado, Luz de agosto, El cero y
el infinito en manos de un adolescente ante un mundo aún diáfano sólo
podían mostrar, creo, una parte de su fuerza y sus interpretaciones—, o reencontrarme con algunos de mis
libros favoritos —y ahí el recelo y la duda sobre si aquellos libros
sobrevivirían a una segunda lectura o si no acabaría por sentir un desencanto
que me haría perder la primera emoción—.
Y luego están las columnas de libros sobre las estanterías, docenas de novelas,
poemarios y ensayos que esperan su turno y me hacen posponer las relecturas sine die. Gordon Lish y Mi romance fue
el hilo que me devolvió a Carver. Y como dice una amiga, hay que tirar del
hilo.
Empecé Tres rosas amarillas con todo el miedo
—como me pasó con Matadero 5 o Rock Springs en los últimos meses—.
Siempre que me hacen esa pregunta inquietante sobre mi escritor favorito
respondo, sin dudar, Raymond Carver. Y cuando me preguntan la razón no sé qué
contestar más allá de la desnudez de sus relatos y personajes, de la realidad
turbadora de la que me habla, de los hombres y mujeres en busca de un acto que
los defina, o de una epifanía que, aunque no sirva para cambiar sus vidas, al
menos los delimite en el mundo. Las primeras páginas de Tres rosas amarillas me devolvieron al territorio Carver, no sólo
estaba ante la lectura recordada, sino que ahondaba en las emociones que su escritura,
sucinta y escueta, tanto apreciaba: el recelo, la turbación, las aristas del
amor, las relaciones que se agotan o se entrelazan unas con otras en un
rompecabezas extraño y demoledor, la vida que, por momentos, parece
escurrírsenos entre los dedos de las manos, el instante donde un personaje
abandona la penumbra en la que está por un momento y realiza un improvisado
acto de valentía o siente la tristeza por la asunción de una verdad dolorosa. Y
no importa las versiones que lea de sus caballos en la niebla, ya sea en poemas
o en relatos, me sigue sacudiendo esa escena de una pareja que se despide,
sabiendo perdido su amor por siempre, tras acariciar unos caballos que aparecen
en su jardín entre la niebla —la irrupción de lo inesperado en medio de una
vida que se extingue—. Carver, a través de sus relatos, me transmite una
tristeza inquietante.
Cada
relato es una pequeña confesión —no tiene por qué ser crucial, sólo constatar
un hecho, un recuerdo, una conversación, una pérdida, una pregunta a la que no sabemos
responder—: alguien que habla de una madre que vagabundea de ciudad en ciudad y
lo difícil que es convivir con sus continuas mudanzas y sus irrupciones que
trastocan su vida; alguien que se encuentra en una encrucijada y no sabe qué
amor escoger, la mujer, la amante, y se sabe echado a perder; una conversación de madrugada sobre
últimas voluntades entre una pareja que parece ya no tiene mucho que decirse;
la brutal escena donde una mujer recrimina a su ex marido escritor la imagen
que da de ella en sus relatos y que sabe que su visita y su monólogo servirán para un nuevo relato, como si el escritor necesitase seguir escarbando en su
antigua vida en pareja para no quedarse seco; un hombre ahogado por los cheques
mensuales a su familia, madre e hijos que sobreviven gracias a su dinero, la
tensión de quien no da más de sí, de quien se siente culpable por no haber estado
en el pasado por un lado y la falta de libertad por el otro, que sueña cuando de niño estaba en los hombros de su padre y que acaba por aceptar su destino; la mujer que se
despide de su marido tras ver caballos en la niebla. Las voces de estas
historias, hombres que observan y relatan un momento concreto de su vida, se
parecen entre sí, describen un instante cotidiano, busca una respuesta,
reflexiona sobre el amor, la felicidad, la pérdida, el coraje, lanzan una
última mirada alrededor —las casas vecinas, los porches iluminados— para captar
algún significado oculto.
Cuando Molly y yo crecimos juntos ella era parte de mí y, por supuesto, yo parte de ella. Nos amábamos. Era nuestro destino. También yo lo creía entonces. Pero ahora ya no sé en qué creer. No estoy quejándome, sólo constato un hecho. Ahora estoy inmerso en el vacío. Y he de seguir así. No existe ya destino. Sólo hechos sucesivos a los que se les da el sentido que uno cree que tienen. Impulsos y yerros, como el más común de los mortales.
Y luego
está el relato que da nombre al libro, donde Carver rompe con el narrador en
primera persona, los acontecimientos cotidianos de personajes anónimos y la
tensión soterrada del resto de relatos para centrarse en los últimos días de
Chéjov y que tiene un par de actos cumbre: la despedida con champaña del
escritor y su esposa en una habitación de hotel y la escena entre la mujer de
Chéjov y un botones, ya muerto el escritor: la mujer, una vez abandonada
su mudez, le pide al botones que vaya a la funeraria, el botones que observa la
habitación tras la puerta entrecerrada, los vasos vacíos de champaña, el corcho
a sus pies, tres rosas amarillas en su mano. Chéjov dice en el relato: … tendré que conformarme con describir la
forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan.
Y eso es algo que, también, se puede aplicar a Carver.
Catedral espera entre los libros de
Walser o Angelu. Sin miedo.
No sé
por qué, pero entonces recuerdo el apelativo cariñoso que mi padre solía
emplear cuando era amable con ella (es decir, cuando no estaba borracho). Es
algo ya muy lejano, de cuando yo era un niño, pero al oírlo siempre me sentía
mejor, con menos miedo, más esperanzado ante el futuro: Querida mía, decía. La llamaba «querida mía» algunas veces… Un
apelativo tierno. «Querida mía —le decía—, si vas a la tienda, ¿podrás traerme
unos cigarrillos?». O bien: «Querida mía, ¿estás mejor de ese resfriado?».
«Querida mía, ¿has visto mi taza de café?».
Las
palabras brotan de mis labios antes de pensar incluso qué decir a continuación:
«Querida mía».
Las
repito. La llamo «querida mía». «Querida mía, procura no tener miedo», le digo.
Le digo que la quiero y que sí, que le escribiré. Luego le digo adiós y cuelgo
el teléfono.
Durante
un rato no me muevo de la ventana. Me quedo allí de pie, mirando hacia las
casas iluminadas del vecindario. Un coche deja la carretera y entra en el
jardín de una casa. Se enciende la luz del porche. Se abre la puerta de la casa
y sale alguien y se queda en el porche, esperando.
Raymond Carver. Tres rosas
amarillas. Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama.
4 comentarios:
Al terminar de leer los relatos solo queda unavdecepción y un sentimiento de no saber qué quiere decir el autor. Quiza eso es exactamente lo que buscaba. Esa sensación. La verdad es que lo logra. Te quedas pensando el absurdo de la condición humana, la inanudad. En todo caso algo que no me llama a repetir la lectura.
Inanidad.
Relatos que no llevan a ningún sitio estos de Carver.
En cambio, a mí siempre me llevan a algún sitio, la culpa, la derrota, la supervivencia, las preguntas sobre el amor y los gestos cotidianos. Una de las cosas buenas de la literatura es que hay un mundo casi infinito de autores, y cada uno de nosotros podemos encontrar a aquellos que nos dicen algo o nos planteen incertidumbres y preguntas. Un saludo
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