Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 2 de febrero de 2018

tras la niebla

Tenía setenta y cinco años cuando aprendí a leer y escribir, señorita. Lo hice por mi nieta. Se llama Mara y es muy despierta. Cuando Mara tenía cinco años me inventaba cuentos antes de dormir. Érase una vez unos seres de lluvia que vivían en las nubes. Así empezaba su cuento favorito, señorita. Mi nieta abría sus ojos castaños y suspiraba nerviosa bajo la manta. Yo imitaba el idioma de los seres de lluvia, un silbido que aprendí en mi niñez y que parece viento. Mi nieta trataba de silbar como yo y se reía. Quise aprender a leer cuando mi nieta me pidió una noche que leyese Caperucita Roja. Cogió el libro de su mesita y me lo puso en las manos. Me dijo con su voz de dibujos animados: lee, abuelito. Señorita, se me rompió el corazón. Nací en los años cuarenta del siglo pasado. ¡El siglo pasado, señorita! Había una escuela donde estudiábamos los niños de la zona. La escuela sólo tenía una clase, señorita. Los niños mayores aprendían matemáticas y los pequeños las letras y los números. Yo sólo fui unos pocos días. Mi padre me llevaba a cavar al monte o a recoger piñas para el invierno o le ayudaba con sus trabajos de carpintería. No había tiempo para libros. Una vez tardamos cincuenta y dos días en hacer un armario. Madera de nogal, señorita, la mejor para esos trabajos. Hace poco mi hija me enseñó una foto de ese armario. Seguía en pie. Mi hija tocó su madera negra y sintió que nos abrazaba a mí y a su abuelo. Eso me dijo, señorita. Mi hija tiene alma de poeta. Vine joven a la ciudad. En aquellos años no faltaba trabajo. Si pasea por la avenida Trueba fíjese en los edificios más viejos. Los construí yo. Quiero decir, señorita, trabajé en ellos. Usábamos arena de playa para el cemento. ¡Qué cosas! Me casé pronto y tuve cuatro hijos. No tuve tiempo para aprender a leer y escribir. Me decía a mí mismo: Antonio, el año que viene podrás. Tampoco tuve tiempo para ver crecer a mis hijos. Imagine, catorce o dieciséis horas diarias levantando casas. Y los años pasaron hasta el día que mi nieta me puso aquel libro en las manos y se me rompió el corazón. Por eso vine a sus clases, señorita. Antes me las arreglaba como podía. Firmaba los certificados con una cruz o con tres rayas. Pedía a mi mujer o a alguno de mis hijos que me acompañasen al banco y al médico. Aprendía las calles por sus edificios más raros. Sentía un poco de vergüenza, no se lo niego, señorita, todos aquellos signos y dibujos eran garabatos para mí. Recuerdo mi primer día de clase. Tenía miedo a hacer el ridículo y a que no se me quedase la lección en la cabeza. Pero había otros hombres y mujeres mayores que querían aprender como yo. Lloré al llegar a casa por lo que no viví en mi infancia, por tantos años perdidos y por reconocer las cinco vocales entre todas las letras. ¡Llorar a mis años por ver lo que había sido invisible tantos años! Usted nos avisó, señorita, nos dijo que poco a poco descubriríamos el mundo que se ocultaba ante nuestras propias narices. Y tanto que fue así. Iba por la calle y me paraba ante cada placa, leía los nombres de las cafeterías, los anuncios en las paredes, las estaciones del tren. En mi casa hice un hallazgo tras otro, las cartas con la letra redonda y grande de mi hija o la torcida y apretada de mi hijo el pequeño ya no eran un guirigay. Los libros dejaron de ser objetos sin título y pasaron a tener un nombre: La isla del tesoro, Rebeca, El guardián entre el centeno. Podía leer los informes médicos, las facturas, las revistas del corazón, ¡las etiquetas del champú, los medicamentos y la mayonesa! Y mi firma, señorita, con mi nombre y mis apellidos y no una x. Me sentía como de niño, cuando me despertaba y había niebla. Miraba por la ventana y sólo distinguía sombras borrosas tras aquel blanco tan espeso. Luego la niebla se desvanecía y se formaban las casas, los bosques, los campos, los pájaros, el camino. Visitaba a mi nieta y me sentaba con ella a repasar nuestras lecciones. Porque ella también había empezado a leer, señorita. Teníamos el mismo gesto: el dedo índice bajo las frases que leíamos en voz alta y con mucho cuidado. Y la misma letra grande y torpe. Nos ayudábamos el uno al otro, sobre todo con las palabras largas que no terminábamos de leer: arquitectura, extraterrestre, perversidad. Ahora mi nieta lee que es un primor y apenas se equivoca. Una cosa más antes de terminar mi redacción, señorita. Cuando me detengo ante las estanterías de la biblioteca municipal y escojo un libro que llevarme a casa, entiendo a mi nieta cuando tenía cinco años y me miraba ilusionada por la historia que me iba a inventar y pienso en todas las vidas que me esperan tras la niebla. 

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