Tenía setenta y cinco años cuando aprendí a leer y escribir,
señorita. Lo hice por mi nieta. Se llama Mara y es muy despierta. Cuando Mara tenía
cinco años me inventaba cuentos antes de dormir. Érase una vez unos seres de
lluvia que vivían en las nubes. Así empezaba su cuento favorito, señorita. Mi
nieta abría sus ojos castaños y suspiraba nerviosa bajo la manta. Yo imitaba el
idioma de los seres de lluvia, un silbido que aprendí en mi niñez y que parece
viento. Mi nieta trataba de silbar como yo y se reía. Quise aprender a leer
cuando mi nieta me pidió una noche que leyese Caperucita Roja. Cogió el libro
de su mesita y me lo puso en las manos. Me dijo con su voz de dibujos animados:
lee, abuelito. Señorita, se me rompió el corazón. Nací en los años cuarenta del
siglo pasado. ¡El siglo pasado, señorita! Había una escuela donde estudiábamos
los niños de la zona. La escuela sólo tenía una clase, señorita. Los niños
mayores aprendían matemáticas y los pequeños las letras y los números. Yo sólo
fui unos pocos días. Mi padre me llevaba a cavar al monte o a recoger piñas
para el invierno o le ayudaba con sus trabajos de carpintería. No había tiempo
para libros. Una vez tardamos cincuenta y dos días en hacer un armario. Madera
de nogal, señorita, la mejor para esos trabajos. Hace poco mi hija me enseñó
una foto de ese armario. Seguía en pie. Mi hija tocó su madera negra y sintió
que nos abrazaba a mí y a su abuelo. Eso me dijo, señorita. Mi hija tiene alma
de poeta. Vine joven a la ciudad. En aquellos años no faltaba trabajo. Si pasea
por la avenida Trueba fíjese en los edificios más viejos. Los construí yo.
Quiero decir, señorita, trabajé en ellos. Usábamos arena de playa para el
cemento. ¡Qué cosas! Me casé pronto y tuve cuatro hijos. No tuve tiempo para
aprender a leer y escribir. Me decía a mí mismo: Antonio, el año que viene
podrás. Tampoco tuve tiempo para ver crecer a mis hijos. Imagine, catorce o
dieciséis horas diarias levantando casas. Y los años pasaron hasta el día que
mi nieta me puso aquel libro en las manos y se me rompió el corazón. Por eso
vine a sus clases, señorita. Antes me las arreglaba como podía. Firmaba los
certificados con una cruz o con tres rayas. Pedía a mi mujer o a alguno de mis
hijos que me acompañasen al banco y al médico. Aprendía las calles por sus
edificios más raros. Sentía un poco de vergüenza, no se lo niego, señorita,
todos aquellos signos y dibujos eran garabatos para mí. Recuerdo mi primer día
de clase. Tenía miedo a hacer el ridículo y a que no se me quedase la lección
en la cabeza. Pero había otros hombres y mujeres mayores que querían aprender
como yo. Lloré al llegar a casa por lo que no viví en mi infancia, por tantos
años perdidos y por reconocer las cinco vocales entre todas las letras. ¡Llorar
a mis años por ver lo que había sido invisible tantos años! Usted nos avisó,
señorita, nos dijo que poco a poco descubriríamos el mundo que se ocultaba ante
nuestras propias narices. Y tanto que fue así. Iba por la calle y me paraba
ante cada placa, leía los nombres de las cafeterías, los anuncios en las
paredes, las estaciones del tren. En mi casa hice un hallazgo tras otro, las
cartas con la letra redonda y grande de mi hija o la torcida y apretada de mi
hijo el pequeño ya no eran un guirigay. Los libros dejaron de ser objetos sin
título y pasaron a tener un nombre: La isla del tesoro, Rebeca, El guardián
entre el centeno. Podía leer los informes médicos, las facturas, las revistas
del corazón, ¡las etiquetas del champú, los medicamentos y la mayonesa! Y mi firma,
señorita, con mi nombre y mis apellidos y no una x. Me sentía como de niño,
cuando me despertaba y había niebla. Miraba por la ventana y sólo distinguía
sombras borrosas tras aquel blanco tan espeso. Luego la niebla se desvanecía y
se formaban las casas, los bosques, los campos, los pájaros, el camino.
Visitaba a mi nieta y me sentaba con ella a repasar nuestras lecciones. Porque
ella también había empezado a leer, señorita. Teníamos el mismo gesto: el dedo
índice bajo las frases que leíamos en voz alta y con mucho cuidado. Y la misma
letra grande y torpe. Nos ayudábamos el uno al otro, sobre todo con las
palabras largas que no terminábamos de leer: arquitectura, extraterrestre,
perversidad. Ahora mi nieta lee que es un primor y apenas se equivoca. Una cosa
más antes de terminar mi redacción, señorita. Cuando me detengo ante las
estanterías de la biblioteca municipal y escojo un libro que llevarme a casa,
entiendo a mi nieta cuando tenía cinco años y me miraba ilusionada por la historia
que me iba a inventar y pienso en todas las vidas que me esperan tras la
niebla.
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