Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Cirkus Columbia. Ivica Djkić

Una pequeña ciudad de provincias bosnia y sus diferentes voces que acogen, apuntan o destierran a sus habitantes, que los señala como amigos o enemigos, que los convierte en solitarios y desposeídos, en desertores o patriotas, una ciudad que se mueve a través de los cantos de los borrachos en la madrugada, de las diatribas patrióticas de las tabernas, de la pérdida de la belleza de las mujeres, de los que emigraron y regresan ricos y quieren presumir del cambio en su suerte, de aquellos que quieren salir porque las voces de la ciudad los acorralan o intimidan o se sienten fuera de su mundo, la pequeña ciudad de provincias que ve acercarse la guerra a principio de los noventa y la toma de posición de cada habitante, la tensión y el asesinato, la crueldad y los gestos solidarios, las ventanas abiertas y un tiovivo que gira sin parar y lleva a un solo pasajero, un hombre que es feliz dando vueltas con los ojos cerrados, una manera de invisibilizar la ciudad, los habitantes, el odio y la locura de la guerra.

Ivica Djikić mezcla voces y personajes para hablar de una tierra y unos habitantes que ven cómo su rutina se despedaza con el inicio de la guerra. Está el hombre que se enriquece en Alemania y regresa con su nueva mujer y un gato, está su hijo que descubre el amor en su madrastra y tiene que abandonar el pueblo, está un adolescente que capta los pequeños gestos de la ciudad, las confidencias y las charlas captadas en la oscuridad, está el antiguo alcalde que se encierra en su piso una vez empezada la guerra y el nuevo alcalde, un patriota croata que odia a la mitad de sus vecinos, está un muchacho que se transforma con la guerra y se convierte en un asesino despiadado y un antiguo jugador de fútbol convertido en alguien al margen, un solitario que se emborracha en su casa. Personajes que hablan a través de diarios y cartas, o se suceden las diferentes primeras personas, o una voz con la distancia justa que ve los acontecimientos en la ciudad y se pregunta por su destino, que describen el mundo antes de la guerra y cómo fue su llegada.



Antes de que estallase la guerra nos dejábamos todos nuestros ahorros en el Albatros jugando a la máquina de millón y ahí encendimos nuestros primeros cigarrillos. Ese era para nosotros el lugar más importante del mundo. Y la guerra ocurrió de la forma más sencilla posible, como cuando empieza a llover en el momento propicio. Al principio todo nos resultaba interesante y nuevo, no teníamos clase, en la ciudad había muchas caras nuevas, uniformes, rifles, había toque de queda... Durante esos días descubríamos sótanos en los que se hablaba de política y acciones militares, pero sobre todo se comía en grandes cantidades. Todo el mundo vomitaba solo para poder comer más. Sin embargo, al cabo de unos días echábamos de menos nuestras almohadas, nuestras camas limpias y nuestras cintas de vídeo. En los sótanos únicamente quedó la comida sobrante, que las ratas olfateaban a toda prisa.
Hamza y Daco eran vecinos míos de la calle Ðjuro Pucar Stari. Me llevaban tres años, pero eso no nos impedía ser los mejores amigos. Poco a poco la guerra se volvió aburrida: todo era siempre igual, solo los muertos eran nuevos. Nosotros pasábamos los días en el Albatros, intentando olvidar lo que estaba sucediendo fuera, y eso se nos daba bastante bien.
Entonces empezó a ocurrir algo extraño, pues a nuestros vecinos musulmanes se los empezaban a llevar a las cárceles y allí les pegaban y les torturaban. Todo el mundo lo decía y yo también lo sé, porque se llevaron a mi vecino Avdo. Todos sabían lo que ocurría en esas cárceles, pero nadie decía nada y nadie se atrevía a protestar. Aquel puñado de personas que no aprobaba que se llevaran a los musulmanes a la cárcel seguramente tenía miedo de que los proclamaran unos malditos traidores y los encerraran en el edificio de la escuela o del instituto, donde durante días los apalizarían.


Cirkus Columbia se acerca de una manera pausada, inteligente y reflexiva al conflicto de los Balcanes, sus retratos certeros sobre las diferentes culturas, la tensión entre los distintos bandos, el odio y la locura ilógicos y cómo la guerra saca a la superficie antiguas enemistades, una mezcla de personajes e historias, un retrato costumbrista que se rompe con la guerra, la ciudad que respira y se contrae y señala con el dedo a sus habitantes. Djikić habla de la estupidez de los extremismos, de las fronteras que nos separan, de la incomprensión, de no ver al otro.

Hay una imagen que perdurará de esta lectura. La llegada de un circo con un gran tiovivo y un hombre que se pasa los días do en él, los ojos cerrados, la sensación de que sólo es feliz dando vueltas a ciegas. Sentir el mundo que gira con los ojos cerrados, el vértigo y cierta vuelta a la infancia, una pizca de cordura dentro de una ciudad que ha estallado desde dentro.

Ivica Djikić ha sido un buen descubrimiento, una forma de acercarse a los Balcanes, de enlazar con Ivo Andrić, por ejemplo.







De hecho, a veces me pregunto por qué me fui de la ciudad. ¿Por qué deserté? No es que fuera un pacifista convencido. Tampoco es que el miedo fuera tan insoportable. Pero de repente me daba asco: no tanto la guerra que me tocaba hacer a mí, que consistía en pasar siete días aburrido en las trincheras y cabañas y luego otros siete de permiso en casa, sino todo lo demás que formaba parte de la guerra. Una vez, en su casa, hablamos de ello. La gente —más que nunca— se ha vuelto mala, peligrosa, acaparadora y a las primeras de cambio utiliza palabras duras. Sobre todo cuando empezó lo de los musulmanes... Todo se volvió todavía más estúpido y absurdo de lo que normalmente era y la ciudad decidió disfrutar hasta el final en la estupidez y el sinsentido: la gente creía sin reservas en los rumores y los transmitía con un ardor increíble, se tragaba los complots y añadía con habilidad detalles nuevos, creía firmemente que no había más víctimas que nosotros. Cualquiera que osara alzar la voz para contradecir la estupidez reinante era insultado y humillado. Usted bien lo sabe.
Ivica Djkić. Cirkus Columbia. Traducción de Maja Drnda. Sajalín editores.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

En el lago de los bosques. Tim O´Brien

John Wade se cree un mago, capaz de los mayores trucos, convertir monedas en ratones, desaparecer, olvidar el mayor de sus secretos dentro de un juego de espejos y apariencias. De niño, la magia le ayudó a superar el alcoholismo y suicidio del padre (también sus silencios y sus críticas), en Vietnam sentía estar en su elemento con aquellos túneles bajo sus pies y la sensación de ilusión en la realidad circundante, y tras Vietnam, el amor y la política, el intento último por olvidar una masacre en un poblado vietnamita, los cadáveres en una acequia, destrozados y mancillados, el zumbido de las moscas, el silencio extraño y cruel después de la barbarie. Wade, un muchacho que busca el amor (puro, sencillo, abarcador), acaba por convertirse en un hombre taciturno, fantasioso e inestable, la magia incapaz de tapar la locura de la guerra y una vida simulada.

En el lago de los Bosques se inicia con la derrota electoral de Wade, una derrota causada por la revelación de su secreto más temido, Vietnam y lo que ocurrió en un pequeño poblado. Wade y su esposa intentan aislarse del ruido en una cabaña en el lago, curar sus heridas y rehacer su matrimonio tras unos años frenéticos de magia, silencio y la obsesión de Wade por su mujer. Wade es alguien que busca el amor, pero no sabe cómo amar, y cómo recibir ese amor, su cara externa que habla de un hombre seguro y con principios, la cara interior, que esconde los secretos del pasado, la ausencia del padre, la baja autoestima, buscar al otro para tener una confirmación del propio ser. El lago, monumental, lleno de recovecos e islas, entre Estados Unidos y Canadá, que sirve para esconderse pero no para olvidar.

La mujer de Wade desaparece. La vida política, el descubrimiento del secreto de Wade, la pregunta sobre quién es su marido y cómo es su relación. Una mañana, Wade se despierta y Kathy no está. Surge la duda, si desaparición, huida, asesinato o truco de magia. Kathy que conocía la obsesión de Wade y se sabía espiada por él, que odiaba la política, que desconocía qué escondía su marido, la afrenta ante el secreto. Se inicia una búsqueda y una investigación, Wade en el centro de la sospechas, su carácter inestable, los delitos del que le acusaron en la batalla electoral, su mutismo y su alejamiento de todo. Ahí fuera, en las aguas del lago, entre sus cientos de canales e islas, en el fondo del agua, podría estar Kathy.

Tim O´Brien se acerca a Vietnam de una manera curiosa y sorprendente. La crisis de un matrimonio tras una derrota electoral y la desaparición de la mujer en los lagos. O´Brien mezcla testimonios, hipótesis, preguntas, deja el final abierto, sin respuestas, la desaparición de Kathy, la huida de Wade, no sabremos qué fue de ellos, qué ocurrió, un truco para desaparecer ambos, un accidente o un asesinato. En ese lugar paradisíaco, O´Brien hace que Wade, el Mago, recuerde Vietnam, la matanza de My Lai, aquellas horas donde una compañía entró en un poblado, mató a sus habitantes, la mayoría niños y mujeres, llevaron a cabo las mayoras depravaciones, un acto de depredación cruel y más allá de la locura donde los cuerpos humanos quedaban mutilados. Es ahí, en lo que Wade ha olvidado durante tantos años, donde radica la fuerza de En el lago de los Bosques. El narrador, anónimo, intenta reconstruir lo ocurrido con Wade y Kathy, se obsesiona con sus historias, quiere entender el horror de una guerra que también vivió, qué hace que aflore el mal dentro del hombre y la naturaleza.

En el lago de los bosques es una novela excepcional, una forma de acercarse a uno de los episodios más cruentos de Vietnam. Por momentos, el narrador anónimo parece querer reconstruir la vida de Wade como hizo Capote en A sangre fría con el asesinato de la familia Clutter, en otros momentos, En el lago de los Bosques es pura especulación sobre la vida de Wade y la desaparición de Kathy. O´Brien habla sobre el silencio y el olvido, un muchacho que se cree mago, que acaba mirando a una acequia llena de cadáveres y busca una redención última, cómo ese intento de olvidar destroza su vida y lo convierte en un espejo. Tan buena como Las cosas que llevaban.







John Wade fue a la guerra por amor. No fue para herir ni ser herido, ni porque era hombre de principios. Fue sólo por amor. Sólo para ser amado. Se imaginaba a su padre, que estaba muerto, diciéndole: «Bien, lo has hecho, has sido valiente y yo estoy orgulloso de ti, increíblemente orgulloso.» Se imaginaba que su madre le planchaba el uniforme, lo protegía con una bolsa de plástico y lo colgaba en un armario, tal vez para mirarlo de vez en cuando, tal vez para tocarlo. A veces, también, John se imaginaba que sentía amor por sí mismo. Y que nunca corría el peligro de dejar de ser amado. Y que se ganaba para siempre el amor de un público secreto, invisible: personas a las que conocería algún día, personas a las que ya conocía. A veces hacía cosas malas sólo para que lo amaran, y a veces se odiaba a sí mismo por necesitar tanto ser amado.

***

A sus pies yacía muerto un niño de pecho. Cerca había una mujer de mediana edad. Estaba tirada sobre un montón de paja, no del todo muerta, herida en las piernas y el estómago. Miraba el mundo con indiferencia. De repente, hizo un vago movimiento con la cabeza, una especie de reverencia poco elegante y, con un estremecimiento, se murió. Había aves acuáticas muertas y animales domésticos muertos. se oía cómo se iban muriendo los habitantes de la choza en forma de ele.
El Mago profirió algunos sonidos incoherentes:
-¡No! –dijo por fin, y luego, un segundo más tarde, agregó-: ¡Por favor!
Y luego fue absorbido por la luz del sol, que lo condujo al centro del poblado, donde encontró chozas incendiadas y brillantes figuras móviles dedicadas al asesinato. Weatherby mataba todo lo que se podía matar. A lo largo del camino, bajo la luz rosada que se volvía púrpura, había una hilera de cadáveres: adolescentes, ancianas, dos bebés, un niño. Unos estaban muertos y otros casi muertos. Los muertos estaban muy tiesos. Los casi muertos se contrajeron espasmódicamente de vez en cuando hasta que el soldado de primera Weatherby recargó su arma y los remató. El griterío era horripilante. La gente no moría en silencio. Había chillidos y gemidos por doquier.
-¡Por favor! –volvió a decir el Mago.
Se sintió ridículo. Treinta metros más adelante se encontró con Conti, Meadlo y Calley. Meadlo y el teniente disparaban contra un grupo de habitantes del pueblo. Estaban de pie el uno al lado del otro, y tiraban por turnos. Meadlo gritaba. Conti miraba. El teniente gritó algo y disparó contra una docena de mujeres y niños; volvió a cargar el arma y disparó, volvió a cargarla y disparó, volvió a cargarla y disparó… El aire estaba caliente y húmedo.

***

Tras un periodo en que su mente se quedó en blanco, que duró una hora o tal vez más, el Mago volvió a la realidad a gatas, detrás de una cerca de bambú. Unos pocos metros más allá, cerca de una torre de madera, había unos quince o veinte habitantes del poblado en cuclillas bajo el sol de la mañana. Hablaron entre sí con un rostro tenso hasta que alguien se les acercó, disparó una serie de ráfagas de metralleta y los mató.
Empezaba a notarse la presencia de las moscas: producían un zumbido bajo, monótono, que parecía provenir de las profundidades del poblado.
Entonces, por un momento, el Mago se dejó ir. Lo único que podía hacer era cerrar los ojos, quedarse de rodillas donde estaba y esperar que los males del mundo se curaran por sí solos. De repente, se le ocurrió que el peso de aquel día acabaría resultando excesivo para él y que más pronto o más tarde tendría que aligerar su carga.
Levantó los ojos al cielo.
Asintió con la cabeza.
Y luego, atrapado por la luz del sol, buscó el olvido.
-¡Desaparece! –murmuró. Esperó un momento, luego lo repitió con firmeza, mucho más fuerte, y el pequeño poblado comenzó a desvanecerse dentro de su propio brillo rosado. Aquél era, pensó, el truco más majestuoso de todos. Durante los meses y los años que siguieron John Wade recordaría a Thuan Yen del mismo modo que se recuerdan las pesadillas causadas por sustancias químicas: combinaciones imposibles, hechos imposibles, y, con el tiempo, sería esta la idea de imposibilidad lo que su memoria recordaría con más intensidad.
Aquello no podía haber sucedido. Por lo tanto, no había sucedido.
En el lago de los Bosques. Tim O´Brien. Traducción de María Sonia Cristoff. Anagrama.

martes, 13 de septiembre de 2016

Paz. Richard Bausch

Es la lluvia constante quien cerca a los soldados de Paz y los hace sentirse agotados y desesperanzados. La lluvia que acompaña a una patrulla norteamericana de reconocimiento a través de Italia, que se enfrenta con un enemigo que huye y un país del que dudar su lealtad o sus ideales, la lluvia a veces fina, a veces tormentosa que no limpia ni es redentora, sino que moja los uniformes y agria el carácter y socava el ánimo de un puñado de hombres que sienten miedo y se preguntan por un pequeña escaramuza en sus patrullas que acabó con disparos a quemarropa a un oficial alemán y una mujer desarmados, las reflexiones del cabo Marson, angustiado por matar a un soldado tan cerca, sus dudas sobre la moralidad de la guerra, de los soldados.

Paz es un pequeño gran descubrimiento. Con apenas doscientas páginas, Richard Bausch escribe sobre un grupo de hombres en la Italia de la segunda guerra mundial, sus encontronazos con los alemanes, el miedo en las emboscadas en la montaña, el recuerdo de los días antes del reclutamiento, antes de llegar a la guerra, cuando había otra luz y otro ánimo, y cómo esa luz y ese ánimo se transforman con la perspectiva del combate, de perderlo todo. Bausch se centra en las reflexiones del cabo Marson, su patrulla de reconocimiento, la lluvia que lo acompaña en sus misiones, lluvia que se convierte en nieve y frío (la naturaleza que se adecúa a los tiempos de guerra, que se vuelve gélida, que no limpia heridas sino que las acrecienta). Un encuentro con el enemigo lleva a Marson a asistir a un asesinato de un hombre y mujer alemanes tras matar él a un soldado alemán, la muerte cercana, vista cara a cara, sin la distancia de las trincheras.

La lluvia deja paso a la nieve. La patrulla de reconocimiento, formada por Marson, dos de sus hombres y un anciano italiano como guía, asciende una montaña en busca de restos del ejército alemán, el ascenso cada vez más complicado, los hombres como Sísifos incapaces de desterrar el peso que llevan a su espalda, las conversaciones sobre dios y la muerte, la necesidad del primero para explicar la segunda.



-¿Tú crees en Dios? –preguntó Asch.
-Sí.
-Yo creo que es todo la misma cosa. Quiero decir, una sola razón para todo: la religión, la filosofía y todo lo demás.
-¿Qué las religiones son todas verdaderas, quieres decir?
-Bueno, sí, que todas existen por una misma razón. Se trata de explicar la cosa: por qué tenemos que morir. Todo se reduce a un penoso intento de afrontar este hecho.
-Ya –dijo Marson-. Ésa es tu manera de verlo.
-Fíjate en las oraciones; siempre van sobre librarse de eso, de la gran y definitiva oscuridad. Hasta la última de las religiones. Yo creo que existen no porque exista un dios, sino porque existe la muerte. Todas intentan encontrar una explicación convincente a eso.
-No hay civilización o grupo social, o tribu, que no crea en Dios.
-¿En serio?
-Supongo que necesitamos un dios.
-¿Eso es todo? Y tú eres religioso. ¿Es una decisión práctica, entonces?
-Sí –dijo Marson. Y luego asintió-. Claro, ¿por qué no? Una decisión práctica.


El cabo Marson se transforma a lo largo del camino. Recuerda sus primeros días en Italia, la luz, el calor y la amistad de un muchacho, el hogar que pasa de ser refugia a algo distante, vuelve una y otra vez al hombre y mujer asesinados a sangra fría en una cuneta. La patrulla deja huellas en el suelo que la nieve borra, ve alejarse a los alemanes de un pueblo, son perseguidos por un francotirador, una especie de destino cruel. Es ahí donde Bausch consigue las mejores páginas de Paz, la naturaleza angustiosa, la tensión de unos hombres perseguidos, el recuerdo de un pasado cercano donde había luz, las preguntas sobre el qué se está haciendo.

Paz es penumbra y tensión, es la lluvia sobre la cara de un hombre y una escritura sencilla sobre el agotamiento físico y moral de un hombre.








Era de día. La luz se desparramaba por un cielo bajo. El cabo se puso de pie y echó a andar. Justo antes de tener a la vista la carretera, y el resto de la tropa, se detuvo. Notó que algo le subía por dentro. La lluvia arreciaba; ya no hacía viento. Las nubes empezaban a dejar huecos por donde el sol tal vez luciría, tal vez no. Se percató de que no sonaban disparos; el río discurría con su rumor continuo. Esperó, respirando despacio.
Era paz. Era el mundo mismo, agua lamiendo la ribera después de las tormentas, la nieve, la lluvia invernal. Casi se sentía a gusto. Pensó en casa, y esta vez pudo ver el edificio y también la calle y las personas. Había hallado el camino para visualizarlo de nuevo. Por un momento, le pareció posible quedarse junto al río, sin más. Deseó quedarse. Se le ocurrió pensar que jamás había deseado nada con tanto ahínco. Sería absolutamente sencillo. Se tumbaría en el suelo y dejaría que la guerra siguiera su curso, sin él, y cuando terminara y ya no hubiera más mortandad, se levantaría y se marcharía a casa. Pensó en seguir la dirección que había llevado el viejo, buscar otro sitio cualquiera. Lejos.
Giró sobre sí mismo y miró la hierba. Las rocas, el río, el cielo siempre lluvioso con sus jirones y sus rotos, la brillante corteza de los árboles mojados a su alrededor. No le venía ninguna oración a la cabeza, pero experimentaba cada instante como una especie de adoración.
Richard Bausch. Paz. Traducción de Luis Murillo Fort. Los libros del lince.

domingo, 11 de septiembre de 2016

Philip K. Dick en Valis



El hombre y el verdadero Dios son idénticos —como lo son el Logos y el verdadero Dios—, pero un loco creador enceguecido y su mundo demencial separan al hombre de Dios. Que el creador ciego crea sinceramente que él es el verdadero dios sólo revela el grado de obstrucción que padece. Esto es gnosticismo. De acuerdo con el gnosticismo, el hombre debe situarse en la misma categoría que Dios en oposición al mundo y al creador del mundo (que están los dos locos, se den cuenta o no). La pregunta de Fat «¿Es el Universo irracional y lo es porque una mente irracional lo gobierna?» recibe esta respuesta por intermedio del doctor Stone: «Sí, lo es; el Universo es irracional; la mente que lo gobierna es irracional; pero sobre todo eso se eleva otro Dios, el verdadero Dios, y él no es irracional; ha desafiado a los poderes de este mundo, además, y se ha aventurado en él para ayudarnos; y lo conocemos como el Logos», lo cual, de acuerdo con Fat, significa información viva.
Quizá Fat haya desvelado un gran misterio al llamar al Logos información viva. Aunque quizá no. Es difícil probar cosas de este tipo. ¿A quién preguntar? Fat, afortunadamente, le preguntó a León Stone. Podría haberle preguntado a algún miembro del personal, y en ese caso estaría todavía en la Sección Norte bebiendo café, leyendo y paseando con Doug.
Además, sobre cualquier otro aspecto, objeto o cualidad de ese encuentro con Dios, Fat había sido testigo de un poder benigno que había invadido este mundo. No había otro término que le cuadrara: el poder benigno, cualquiera que fuera su naturaleza, había invadido este mundo como un campeón dispuesto al combate. Eso le daba miedo, pero también lo alegraba. Había llegado ayuda.
Quizás el Universo fuera irracional, pero algo racional había irrumpido en él, como un ladrón nocturno irrumpe en una casa, inesperado en cuanto a lugar, inesperado en cuanto a tiempo. Fat lo había visto, no porque tuviera nada de especial, sino porque la racionalidad así lo había decidido.
Normalmente permanecía disimulada. Normalmente, cuando aparecía, nadie podía distinguirla del fondo; era fondo sobre fondo, como lo expresaba correctamente Fat. Tenía un nombre para designarlo.
Cebra. Porque se confundía con el escenario. Esto recibe el nombre de mimesis. Otro nombre es mimetismo. Ciertos insectos recurren a él; miman otras cosas: a veces a otros insectos —a insectos venenosos— o ramitas, etcétera. Ciertos biólogos y naturalistas han aventurado especulativamente que quizás haya formas más elevadas de mimetismo, puesto que formas inferiores —es decir, formas que engañan a quienes tienen por objeto engañar, pero no a nosotros— se han encontrado en todas partes del mundo.
¿Y si hubiese una forma elevada de mimetismo, tan elevada que ningún ser humano (o muy pocos) la habría detectado? ;Y si sólo se la detectara si ella así lo decidiera? Lo cual significa que
no se la detectaría realmente, pues en estas circunstancias habría abandonado el disimulo para desvelarse. «Desvelarse» en este caso equivaldría a «teofanía». El ser humano diría asombrado: «He visto a Dios»; cuando de hecho sólo habría visto una forma de vida ultraterrestre altamente evolucionada, una UTI, o una forma de vida extraterrestre (un ETI) llegada aquí en algún momento del pasado... y quizá, como lo conjeturaba Fat, habría dormitado dos mil años en forma de semilla latente como información viva en los códices de Nag Hammadi, lo cual explicaría por qué las noticias sobre estos códices se interrumpieron abruptamente alrededor del 70 DC.
Anotación 33 del diario de Amacaballo Fat (esto es, su exégesis):
Cada parte del Universo padece esta soledad, esta angustia de la mente desolada. Todas las partes tienen vida. Así, pues, los antiguos pensadores griegos eran hilozoístas.
Un «hilozoísta» cree que el Universo tiene vida; se trata aproximadamente de la misma idea del panpsiquismo, de que todo está animado. El panpsiquismo o el hilozoísmo comprende dos tipos de creencia:

1)      Todos los objetos tienen vida independiente.
2)      Todo constituye una entidad unitaria; el Universo es una cosa viva con una mente.

Fat había descubierto una especie de terreno intermedio. El universo es una vasta entidad irracional en la que ha irrumpido una forma de vida de orden elevado, disimulada mediante un refinado mimetismo; por tanto, mientras así lo decida, permanece inadvertida —por nosotros—. Mima objetos y procesos causales (esto es lo que Fat sostiene); no sólo objetos, sino lo que los objetos hacen. Cabe concluir que para Fat, Cebra es algo inmenso.
Al cabo de un año de haber analizado el encuentro con Cebra, o con Dios o el Logos o lo que fuere, Fat llegó ante todo a la conclusión de que Cebra había invadido nuestro Universo; y un año más tarde se dio cuenta de que estaba consumiéndolo; esto es, devorándolo. Cebra obraba mediante un proceso muy semejante a la transubstanciación. Éste es el milagro de la comunión por el que las dos especies, el vino y el pan, se convierten de manera invisible en la sangre y el cuerpo de Cristo.
En lugar de verlo en la iglesia, Fat lo había visto en el mundo; y no muy microformado, sino macroformado, lo cual significa, en una escala muy amplia, que parecía no tener límites. El Universo entero está convirtiéndose posiblemente en el Señor. Y de esta conversión nace no sólo la sensibilidad, sino la cordura. Para Fat esto significaría un bendito alivio. Había venido soportando la locura desde hacía demasiado tiempo, tanto en sí mismo como fuera de él. Nada podría haberlo complacido más.
Si Fat era psicótico, creer que uno se ha topado con una irrupción de lo racional en lo irracional es una especie de psicosis muy extraña. ¿Cómo tratarla? ¿Poner al paciente en punto cero? Esto sería quitarle lo racional. En términos de terapia no tiene ningún sentido; es un oxímoron, una contradicción semántica.
Pero aquí se plantea otro problema semántico aún más fundamental. Supóngase que yo le diga a Fat, o que Kevin le diga:
—No has tenido experiencia de Dios. Sólo has tenido experiencia de algo con las cualidades, los aspectos, la naturaleza, los poderes y la sabiduría de Dios.
Esto se asemeja a la broma sobre la proclividad de los alemanes a las dobles abstracciones; una autoridad alemana en literatura inglesa declara: «Hamlet no fue escrito por Shakespeare; fue simplemente escrito por un hombre llamado Shakespeare». En inglés la distinción resulta meramente verbal y carece de significado, aunque el alemán como lengua expresa la diferencia (lo que da cuenta de algunas características extrañas de la mente alemana).
«He visto a Dios», declara Fat, y Kevin, Sherri y yo le objetamos: «No, sólo viste algo como Dios. Exactamente igual a Dios». Y después de haber hablado, no nos detenemos a escuchar la respuesta, como un Pilatos bromista, cuando él pregunta «¿Qué es la verdad?».
Cebra irrumpió en nuestro Universo y disparó rayo tras rayo de luz coloreada y rica en información contra el cerebro de Fat; le atravesó el cráneo, cegándolo y dañándolo y deslumbrándolo, pero revelándole conocimientos inefables. Para empezar, así se salvó la vida de Christopher.
No irrumpió en verdad para disparar información; había ya irrumpido en cierta fecha pasada. Lo que hizo fue abandonar el estado de disimulo; se desveló destacándose del fondo y disparó información a un ritmo que nuestros cálculos no son capaces de calibrar; le disparó información contenida en bibliotecas enteras en cuestión de billonésimas de segundo. Y siguió haciéndolo durante ocho horas del tiempo real transcurrido. En ocho horas de TRT hay muchas billonésimas partes de segundo. A esa velocidad repentina se puede llenar el hemisferio derecho del cerebro humano con una titánica cantidad de gráficos.
Pablo de Tarso tuvo una experiencia similar. Esto ocurrió hace mucho tiempo. La contó años después, pero sólo una parte. De acuerdo con su propio testimonio, mucha de la información que le fue lanzada a la cabeza —justo entre los ojos mientras iba camino de Damasco— murió junto con él, silenciada. El caos reina en el Universo, pero San Pablo sabía con quién había hablado. Él lo mencionó. También Cebra se identificó ante Fat. Se llamó a sí misma «Santa Sofía», designación que a Fat no le era familiar. «Santa Sofía» es una inusitada hipóstasis de Cristo.
Los hombres y el mundo son mutuamente tóxicos. Pero Dios —el verdadero Dios— ha entrado en ambos, ha entrado en el hombre y en el mundo, con lo cual el paisaje parece más sereno. Pero ese Dios, el Dios del exterior, se topa con una feroz oposición. Abundan las estafas —los engaños de la insania— y se enmascaran reflejando la imagen opuesta: el ademán de la cordura. Las máscaras, sin embargo, se desgastan y la locura queda revelada. Es algo decididamente grotesco.
El remedio se encuentra aquí, pero también la enfermedad. Como Fat lo repite de modo obsesivo: «El Imperio nunca terminó». En una sorprendente respuesta a la crisis, el verdadero Dios mima al Universo, la región misma que ha invadido: asume la apariencia de ramas y árboles y latas de cerveza arrojadas en los vertederos; finge ser desechos descartados, basura que ya nadie advierte. Al acecho, el verdadero Dios le prepara una emboscada a la realidad y también a nosotros mismos. A decir verdad, en su papel de antídoto, Dios nos ataca y nos hiere. Como puede atestiguarlo Fat, ser sorprendido por el Dios Vivo es una aterradora experiencia. De ahí que digamos que el verdadero Dios tiene la costumbre de ocultarse. Transcurrieron veinticinco siglos desde que Heráclito escribió: «La estructura latente domina la estructura de lo obvio» y «La naturaleza de las cosas tiene por hábito el ocultamiento».
De modo que lo racional, como una semilla, se oculta en la masa irracional. ¿Qué objetivo satisface la masa irracional? Pregúntese uno mismo cuál fue la ganancia de Gloria al morir, no en relación con su propia muerte, sino en relación con quienes la querían. Ella pagó el amor de Fat con... Pues bien, ¿con qué? ¿Malicia? No está comprobado. ¿Odio? Tampoco está comprobado. ¿Con irracionalidad? Sí; eso está comprobado. En relación con el efecto que produjo en sus amigos —como Fat— no se satisfizo propósito lúcido alguno, pero por cierto que lo había: un propósito con despropósito, si eso es concebible. El motivo era la ausencia de motivo. Estamos hablando de nihilismo. Bajo toda cosa, aun bajo la muerte misma y el deseo de muerte, hay algo más y ese algo más es nada. El estrato básico de la realidad es la irrealidad; el Universo es irracional porque se alza no sobre arenas movedizas, sino sobre lo que no es.
Philip K. Dick. Valis. Traducción de Rubén Masera. Revisión de Manuel Figueroa. Editorial Minotauro.