Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 28 de agosto de 2016

hacia el fin del mundo XI



La última mañana.
El cielo sin nubes.
La ausencia de viento.
Los barcos junto al muelle.
Y una pequeña cala.
Nos tumbamos al sol.
Y escuchamos los pasos de los peregrinos,
sus bastones y sus lenguas extranjeras.

Conocemos a un viejo artista francés.
Nos regala una postal.
Parece un gnomo con su barba blanca y su sombrero.

Soñamos con una vida en el fin de la tierra,
hacer abalorios o guiar a los peregrinos,
amanecer frente al océano,
tumbarnos desnudos en la arena,
andar entre las casas de piedra.

Días más tarde me desnudé en una playa.
E hicimos el amor.
Recuerdo cómo deseaba tu cuerpo, amor,
y recuerdo el camino blanco entre tu pecho,
y el viento y el rumor del mar.

miércoles, 24 de agosto de 2016

La quinta esquina. Izraíl Métter

Un pequeño gesto, la luz de una ventana que se apaga, que habla de la tristeza por un amor extraño y cambiante, un amor hecho a trompicones, a encuentros fugaces, a rabia, deseo, hondura y melancolía, un amor en el umbral, nunca cruzado, de la felicidad o la espera dichosa, que lleva a Boria, el narrador de La quinta esquina, a realizar cualquier acto por o contra su amor, cada gesto encadenado a la figura y la idea de Katia, a los momentos puros y sencillos, a los celos, a la huida como medio de intentar rehacer la propia vida, en otro lugar, en otra mujer, un amor que es más ausencia y lucha que comprensión, y por eso mismo, por la ausencia, por la distancia, un amor engrandecido y nostálgico, un amor que camina por el filo de la navaja de lo irreal, de lo incorpóreo.



Katia se alegraba tanto cuando yo llegaba que me quedaba paralizado de felicidad. Tomaba el té con ellos, deteniendo el tiempo: nada que no fuera aquella mesa a la cual ella estaba sentada en ese momento me hacía falta. Ni siquiera la presencia de Astájov me oprimía demasiado. Había aprendido a persuadirme con palabras de Katia:
—¡Cuándo comprenderá, por fin, que usted es especial! ¿Le parece poco?
Lo decía con tal vehemencia, con un poder tal de convicción, que yo me ablandaba y me rendía. Pero en cuanto me separaba de ella, turbias oleadas de celos me azotaban contra los muros de los edificios. Aquella misma mesa para tomar el té, donde acababa de ser tan feliz, aquel mismo Astájov, de cuyas amables bromas me había reído hacía apenas unos instantes, y Katia, la misma Katia, siempre la misma Katia que pertenecía a otro, me desgarraban. Daba vueltas por el callejón Oziorni, ocultándome a la sombra de los edificios; se iluminaban para el mundo entero las tres ventanas de la esquina, la puerta de la entrada principal golpeaba, impulsada por un fuerte resorte, la gente entraba y salía de esa casa sin enterarse de en qué casa entraban ni de dónde salían, y allá, en el cielo, seguía colgado el balcón señalado por mi tortura. Era el único que había de un lado al otro del horizonte. Se apagaba una ventana, luego otra: eso aún se podía soportar. Pero la tercera ventana, la del dormitorio, retumbaba dentro de mí con su luz y, cuando la luz se debilitaba, yo, como muerto, me levantaba de la tierra y me arrastraba hasta mi callejón Sapiorni.


Y este amor entre Boria y Katia está narrado de manera fragmentada dentro de un espacio y un tiempo delimitados, los primeros años de la Rusia comunista y la segunda guerra mundial. Boria, el narrador, ya alejado de su vida, intenta recuperar los momentos significativos que lo definen a través de sus recuerdos, la idea de ver el pasado descontaminado del presente (sin la base del conocimiento), su vejez como una nueva niñez. Boria recuerda su calle, su amistad con Sasha, desaparecido en combate, sus intentos infructuosos por ingresar en la universidad (pertenecía a la quinta categoría, pequeñoburgués), el asentamiento del comunismo, el nuevo nombre, Stalin, los primeros amores y Katia, que lo transforma todo a su paso, que se convierte en un centro y en un vértigo.

Boria escribe desde un presente que siente amargo, intenta volver al pasado como forma de “errar entre tumbas”, la suya propia, las de aquellos con los que convivió durante un instante en su vida, racionalizar el pasado, hablar de aquella época donde se suprimió el yo por el nosotros colectivo y la delación formaba parte de la rutina, como el miedo, el vagabundeo y la obediencia ciega. Boria ajusta cuentas con su yo pasado, testigo de los primeros años de Stalin, del cerco de Leningrado, de la dictadura de comisarios y agentes, las deportaciones a campos de trabajo o la muerte en las celdas, buscando una quinta esquina de una habitación cerrada. Boria habla de sombras, el pueblo que se convierte en rebaño, Katia que aparece y desaparece por capricho o necesidad, su propia sombra que vaga entre institutos y que no acaba de materializarse, de tomar posición, Boria como un hombre translúcido, como alguien que se pregunta qué hacía mientras Katia era torturada en una celda.

Y con el tiempo, los recuerdos se difuminan. Boria que no guarda nada de Katia, fotos o cartas, apenas distingue rasgos, pero queda la esencia de un encuentro que tanto le podía destruir como salvar. Boria bascula entre esos recuerdos de un amor loco con los de una Rusia que avanzaba hacia la guerra y un nuevo mundo con un dios único. Izraíl Métter se sirve del ajuste de cuentas de Boria para mostrar la vida cotidiana en la Rusia comunista, el organigrama, las creencias colectivas, las delaciones, las maneras de formar al pueblo, las matemáticas capaces de apuntar hacia los traidores. La quinta esquina, novela poética y política, fragmentada y reflexiva, es un largo monólogo, un lamento por las ausencias, el amor, las cobardías, la vejez y la memoria.






A los diecisiete años me quedé ciego y mudo de amor. Aún tengo que hacer un esfuerzo para convencerme de que logré liberarme. Aquella fiebre me tuvo tiritando durante quince años, hasta el año 1941. El tiempo se había retirado, tenía la impresión de que solo bañaba mis tobillos.
Resulta imposible reconstruir en la memoria las sensaciones exactas de un amor violento, como es imposible recordar un estallido, la sensación de volar durante un sueño, una fiebre alta.
En esos quince años, hiciera yo lo que hiciera, lo hacía ya por ella, o contra ella. Perdí la capacidad de realizar actos neutrales. El amor se convirtió en mi profesión.

***

En la memoria de un viejo hay cierta mística: a mí no me parece que mi niñez haya terminado para siempre; existió y ha de volver. Compro los libros que devoraba en aquellos remotos años: Mayne Reid, Fenimore Cooper, Louis Jacolliot y, contra toda lógica, estoy convencido de que aún me serán de utilidad. Deseo que mi futura infancia sea más confortable, que no me tome por sorpresa; todo lo necesario debe estar al alcance de la mano: los seductores libros, la pelota de fútbol, la bicicleta. Sufrí mucho por su ausencia en mi infancia pasada. ¿O tal vez sea ahora cuando creo haber sufrido mucho?
¿Y si en realidad volviera? ¿Seré capaz de comportarme como si no supiera cómo terminó todo? La experiencia que tengo ahora se me vendrá encima, me llegará al cuello. Pero es curioso que esa experiencia no incluirá los logros universales de la ciencia ni de la técnica. En mi infancia futura, como en la precedente, me contentaré con la alfombra voladora, el submarino Nautilus y una sencilla espada en la mano de D’Artagnan. Que queden con Dios los reactores atómicos y los cohetes intercontinentales. No son ellos los que han enriquecido mi larga existencia ni los que han pesado sobre ella.
¿Y qué hacer con las ilusiones perdidas? ¿Qué hacer con aquello en lo que yo creía? ¿Qué hacer conmigo mismo, con aquello que quise decir y hacer y no hice ni dije? Y no porque no hubiera tenido tiempo. Lo tuve. Tuve tiempo de reflexionar. Y llegué a conclusiones que me asustaron.

***

Los acontecimientos históricos, o simplemente los hechos que no están coloreados por las emociones, no nos dejan huellas precisas en el recuerdo. La memoria del sentimiento es más fuerte que la memoria de la lógica.
En los periódicos —lo recuerdo con claridad—, comenzó a aparecer el apellido Stalin. No sabíamos de quién se trataba. Recuerdo con gran agudeza el sentimiento de perplejidad que experimentamos entonces.
Desconocíamos el nombre de Stalin, no porque fuéramos ignorantes en asuntos políticos, sino sencillamente porque ese nombre nunca había aparecido junto al de Lenin. Junto a él había nombres muy diferentes. Y muchos.
Incluso diría que esa época, para nosotros, no tenía un nombre de persona. Para nosotros no tenía más que un apellido: Poder soviético.
Y ante nuestros ojos surgió un seudónimo del tiempo: Stalin.
Quizá porque yo no estudié en ninguna parte, y nadie tuvo la oportunidad de inculcarme, desde mis años de inmadurez, su autoritario punto de vista sobre la vida, yo gozaba de libertad de elección y de valoración. Nunca he tenido que exponer, en exámenes ni pruebas, mis ideas acerca de la realidad que nos circunda, ni mi concepción del mundo. Y como no he tenido que exponerlas, esos pensamientos eran míos, me pertenecían orgánicamente; no esperaba por ellos calificaciones en un sistema de cinco puntos. Tenía derecho a no comprender y también a equivocarme.
Eran los años en los que se acostumbraba a llamar a las personas como yo «pequeñoburguesas». Si el pequeñoburgués dudaba de algo, lo acusaban con desprecio de propagar los chismes del tranvía o los de las colas que se formaban frente a los almacenes. A propósito, tanto en los tranvías como en las colas de los almacenes es donde se encuentra el pueblo.
La persona a quien se acostumbra llamar pequeñoburgués se encuentra en una situación difícil. Siempre está equivocada. Aun si tiene razón. Ya porque juzga las cosas demasiado pronto —antes del decreto correspondiente—, o demasiado tarde, es decir, después del decreto del gobierno, cuando se considera que el asunto se ha resuelto.
Para el pequeñoburgués existe una sola satisfacción, y a título póstumo: que los historiadores lo llamen «pueblo».
La magnitud de la falsificación que se ha generado con el concepto «pueblo» es inmensa. A partir de los años treinta, se comenzó a llamar pueblo a ciertas personas y a excluir del pueblo a otras. En realidad el título de «pueblo» lo poseía una sola persona: Stalin.
Izraíl Metter. La quinta esquina. Traducción de Selma Ancira. Libros del Asteroide.

martes, 23 de agosto de 2016

Ernesto Sabato en Sobre héroes y tumbas


—Creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza. Además ¿sabemos acaso lo que es la verdad? Si yo le digo que aquel trozo de ventana es azul, digo una verdad. Pero es una verdad parcial, y por lo tanto una especie de mentira. Porque ese trozo de ventana no está solo, está en una casa, en una ciudad, en un paisaje. Está rodeado del gris de ese muro de cemento, del azul claro de este cielo, de aquellas nubes alargadas, de infinitas cosas más. Y si no digo todo, absolutamente todo, estoy mintiendo. Pero decir todo es imposible, aun en este caso de la ventana, de un simple trozo de la realidad física, de la simple realidad física. La realidad es infinita y además infinitamente matizada, y si me olvido de un solo matiz ya estoy mintiendo. Ahora, imagínese lo que es la realidad de los seres humanos, con sus complicaciones y recovecos, contradicciones y además cambiantes. Porque cambia a cada instante que pasa, y lo que éramos hace un momento no lo somos más. ¿Somos, acaso, siempre la misma persona? ¿Tenemos, acaso, siempre los mismos sentimientos? Se puede querer a alguien y de pronto desestimarlo y hasta detestarlo. Y si cuando lo desestimamos cometemos el error de decírselo, eso es una verdad, pero una verdad momentánea, que no será más verdad dentro de una hora o al otro día, o en otras circunstancias. Y en cambio el ser a quien se la decimos creerá que ésa es la verdad, la verdad para siempre y desde siempre. Y se hundirá en la desesperación. 
Ernesto Sabato. Sobre héroes y tumbas. Austral.

domingo, 21 de agosto de 2016

hacia el fin del mundo X



Llegamos al final del camino.
Entre peregrinos, niebla y polvo.
Entramos en el bar la Galería.
Había piedras y libros y postales y buzos en el techo.
Y el cuadro de un músico tocando la armónica.
Observo el reflejo de las ventanas y la luz y el puerto en el cuadro.
En un punto se unen cuadro y el mundo reflejado.

Hay un lugar donde te encuentro siempre, amor.
Estoy a solas, en silencio, en cualquier lugar,
una calle, una cafetería, este hospital.
Si alguien me mirase detenidamente en los ojos
vería tu cuerpo reflejado.
Si alguien pudiese ver mi corazón,
te descubriría dentro.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Sin lengua. Vladimír Korolenko

Sin lengua es la inocencia, quijotismo y ternura de Matvéi, un campesino ruso que acompaña a su amigo Iván en su aventura americana y descubre un mundo nuevo y desconocido, un lugar donde se siente extranjero y desubicado, fuera de sus costumbres de campo, de su lengua natal, incapaz de comunicarse con aquellos que le rodean y, también, de abandonar los gestos que le son propio, su ropa de campesino, sus expresiones rusas, su forma pausada de mirar el mundo. Matvéi no comprende Nueva York la ciudad que lo acoge al inicio de su viaje, no sólo el lenguaje, también la forma de calles y edificios, las vías en el cielo, las prisas, los ruidos nuevos, las habitaciones donde se apiñan otros extranjeros como él que buscan una oportunidad, asiste atónito a la transformación de su amigo Iván, capaz de adaptarse a la ciudad y el idioma, sus tretas para sobrevivir y cierta picaresca.



-¡Quien crea en Dios, que me salve!
Por supuesto, nadie le entendía. Si en una gran ciudad americana se oyesen ahora gritos semejantes, alguien los comprendería, porque en los últimos años llegan una tras otro barcos cargados de gente de nuestras tierras, polacos, dujobori, judíos. Los inmigrantes se dispersan por toda la costa, prueban a cultivar la tierra en colonias, se contratan en las fábricas y en otras empresas. Hay quien tiene suerte, quien se hace rico, quien se adapta a la agricultura; y al cabo de unos años es imposible reconocer a los chiquillos judíos, convertidos en robustos labradores en las granjas. Pero muchos fracasan, y entonces, empobrecidos y atemorizados, regresan a las ciudades; éstos venden en una carretilla candados y cuchillos herrumbrosos; aquéllos trafican con baratijas diversas; los otros, con postales de Nueva York, del Niágara y de la Gran Ruta; y los de más allá hacen de recaderos de sus compatriotas o de otros señores. Muchos desdichados deambulan con sus ridículas mercancías, tratando de ocultar su miseria. Van harapientos, desharrapados y sucios, con la mirada perdida y melancólica, denotando su condición de judíos de nuestras tierras, sólo que mucho más infelices en aquel país extraño, donde la vida es más cara y no a todos sonríe la fortuna.


Hay momentos donde Sin lengua parece una novela de ciencia-ficción, la llegada y exploración de una tierra nueva, el asombro ante las nuevas costumbres, la forma de intentar encajar las piezas de un rompecabezas indescifrable, las máquinas y ruidos desconocidos, Matvéi como una especie de King Kong en la gran ciudad, el tiempo en un poblado ruso del siglo XIX tan diferente al de una Nueva York en continuo crecimiento. Korolenko habla de un hombre sencillo, de un viaje que lo aísla y le hace añorar su tierra, de la lengua propia que desaparece entre la marabunta de otras lenguas y otros seres, de su resistencia a cambiar en una ciudad como Nueva York, en cambio perpetuo, su mirada entre sorprendida y temerosa ante un a tierra y unos hombres que no comprende. Ve la estatua gigantesca de una mujer a la entrada de la ciudad y Matvéi empequeñece.



Allá lejos, en la oscuridad azulada, comenzó a destacarse algo, a centellear, a blanquear, a agigantarse y a mostrar sus múltiples colores. Pasaron islas con árboles y un largo espigón con arena blanca. En el espigón había algo que daba golpes estruendosos, y una alta chimenea expelía borbotones de humo negro.
Iván dio con el codo a Matvéi:
-¿Lo ves? El checo dijo la verdad.
Matvéi miró hacia adelante. Allí, sobresaliendo entre los altos mástiles de los buques más altos, se alzaba una enorme figura de mujer con un brazo en alto. Empuñaba una antorcha, mostrándola a todos los que llegaban a tierras de América.
El barco avanzaba lentamente entre otros buques que pululaban en el golfo como escarabajos acuáticos. El sol se había puesto, y la ciudad continuaba aproximándose. Las casas se agrandaban; se encendían las luces en hileras, temblaban desordenadamente en el agua, se entrecruzaban abajo, en la tierra, y fulguraban arriba, en el cielo, que estaba ya oscuro, pero en el que se dibujaba todavía netamente, a gran altura, la fina redecilla de un enorme puente.
Casas gigantescas de seis y siete plantas se alzaban en la orilla, al pie del puente; las chimeneas de las fábricas no podían llegar hasta él por la humareda: pendía sobre el agua, de orilla a orilla, y enormes barcos pasaban por debajo como piraguas insignificantes, porque aquél era el puente más grande del mundo. Estaba a la derecha. Por la parte de la izquierda, muy cerca ya, se alzaba la estatua de la mujer; en su frente, haciendo competencia a los últimos rayos de la luz del día, brillaba una diadema de oro; y una corona de luces resplandecía en su mano, levantada en alto.


Korolenko bascula entre el documento, la aventura, el humor y la ternura. Muestra el camino que iniciaron sus compatriotas allá por el siglo XIX (y usó sus experiencias vividas en un viaje a Estados Unidos), la extrañeza y fascinación ante un mundo diferente. Dos amigos, dos campesinos rusos en la gran urbe norteamericana, Iván que se adapta rápido y ve oportunidades nuevas de salir adelante y hacerse rico, Matvéi que extraña su pueblo, que viste con su abrigo de lana y deambula por la ciudad como algo anacrónico y extranjero, que se pierde y, ahí, el laberinto de la gran ciudad, su frustración, las manifestaciones obreras en los parques en un idioma que desconoce, sólo el acento del orador que lo acerca a su significado. Matvéi pierde su idioma, la capacidad de comunicarse, de estar en el mundo, y, errante entre el cemento, está fuera de todo y de todos.

Korolenko le da una esperanza a Matvéi. Un tren, un viaje hacia el interior, unas tierras que le recuerdan a su pueblo, la pausa y la belleza perdidas en la ciudad que se asoman desde la ventana del tren, otros compatriotas, los diferentes mundos dentro del nuevo mundo, Matvéi que encuentra un reflejo. Sin lengua es un libro excepcional, inteligente, divertido y tierno.
                                                                                          







Las ciudades que se veían eran más pequeñas y sencillas. El tren pasaba por bosques, riachuelos, extensos campos y plantaciones de maíz. Y a medida que cambiaba el paisaje y penetraba por las ventanillas el viento de los campos y de los bosques, Matvéi se asomaba más a menudo para contemplar los familiares cuadros de la apacible vida rural que iban apareciendo ante él.
Entre tanto, el rencor de la persona ofendida y acorralada que anidó en su alma comenzaba a disiparse poco a poco. En una ocasión, Matvéi llegó hasta a sacar el pecho en su afán por ver más tiempo un campo en el que hombres y mujeres hacían gavillas de trigo. En otra, unos braceros robustos y curtidos, que estaban arrancando los tocones de un bosque talado, se quedaron mirando al tren, apoyados en picos y palas. Matvéi conocía aquella faena y hubiera querido saltar del vagón, coger un hacha o un pico y demostrar a aquella gente lo que un lozischano era capaz de hacer
Pero el tren volaba sin parar, cambiando los paisajes a cada instante. Los días tristes alternaban con noches más tristes aún. Y a medida que la naturaleza se iba haciendo más sencilla y comprensible, a medida que el alma del lozischano iba dulcificándose y abriéndose a la serena belleza de una vida pacífica y accesible a su mente, a medida que el rencor ciego fue dejando paso primero a la curiosidad y luego a la sorpresa y a la reconciliación, su nostalgia se tornó más aguda y profunda. Ahora comprendía que también él hubiera podido encontrar un puesto allí de no haber vuelto la espalda inmediatamente a aquel país, a sus hombres y a sus ciudades, de haber mostrado un interés mayor por compenetrarse con sus costumbres y con su lengua, de no haber rechazado de antemano lo bueno y lo malo.
Vladímir Korolenko. Sin Lengua. Traducción de Luis Abollado Vargas. Ediciones Barataria.