Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 30 de octubre de 2015

La fuga de todo. Fernando Luis Chivite




Una habitación pequeña y austera, cinco cigarrillos al día, cuadernos pautados, lápices y tinta, una ventana hacia el patio del sanatorio, los locos que saludan con la mano y una mujer sentada cada mañana en la tapia (siempre el mismo lugar). Y un hombre que se encierra para exorcizar demonios de la juventud y tomar conciencia de que ya no es la misma persona, la escritura como una forma de repasar los recuerdos y olvidarlos, de reflexionar sobre un momento que creímos decisivo y sacar a la superficie emociones desconocidas incluso para la propia persona, el tiempo la distancia adecuada para vernos con mayor claridad, para sabernos al otro lado de la frontera (de los sueños e ideales de juventud, de los primeros hogares, de amores mudos y fugas), para ver derrotas, naufragios, momentos de felicidad pura, lecturas y escritores pasados que hablan de inmovilidad y negación y un mundo degenerado.

El narrador de La fuga de todo vive un doble encierro, el manicomio donde ingresa voluntariamente y el pasado que parece atenazarlo y que intenta olvidar a través de la escritura, volver por última vez a aquellos días donde huyó sin destino junto a Estanis e Ione, una fuga que les llevó a cafés de gasolineras y estaciones de autobús, puertos, playas y calles anochecidas, habitaciones de pensión y portales, la geografía de una lucha y una pérdida, lugares solitarios y sórdidos que les ocultan, los tres amigos sentados bajo las ventanas iluminadas en la noche y sintiéndose fuera de una sociedad acomodada que no entienden, el movimiento continuo como única opción para renegar de horarios, trabajos, los deseos que no van más allá del siguiente destino y siguiente libro.

Por la noche nos metimos en una estación abandonada y dormidos allí. Creíamos que todo lo que hacíamos nos embellecía. Que nos mejoraba de algún modo. Que aquella precariedad y aquel dormir en campamentos y estaciones abandonadas y aquel despertarse con las ropas húmedas y el olor del humo adherido al pelo formaba parte de algo: de una especie de autenticidad: de una educación sentimental que nos estaba predestinada. Porque, en algún sentido, nos considerábamos elegidos. No teníamos que pensar en lo que hacíamos o en las consecuencias de las decisiones que tomábamos, ya lo he dicho. Sucedía lo que tenía que suceder. Pretender intervenir nos parecía absurdo, un atrevimiento peligroso. Cualquier pretensión y cualquier intervención empeoraría las cosas, eso pensábamos. Bastaba con dejarse llevar para estar a salvo, eso era lo que pensábamos.
Éramos demasiado conscientes de nuestra juventud. Y de la incuestionable y fanática autoridad que emanaba de esa maravillosa y venenosa palabra.

Y en ese movimiento, el encuentro con otros seres extraviados, solitarios que viven en una casa junto a un acantilado o en pequeñas habitaciones, el acento una mezcla de docenas de lugares, el principio de locura en algunos de ellos, la amargura de una vida que ha pasado sin victorias ni grandes recuerdos.

Chivite habla sobre la soledad, la memoria y la decepción que acarrea todo regreso (y aún sabiéndolo, la necesidad de afrontarlo, de volver a un lugar importante de nuestro pasado, un lugar que puede ser físico, la casa paterna, o el pasado en sí mismo, algo inalcanzable y ante el cual nos encontramos indefensos). La fuga de todo como un diario de un regreso, un hombre en la soledad de una habitación que vuelve al pasado, a los días pensiones y estaciones, y busca olvidarlos de una vez, saber que aquel pasado no es exacto, que hay que vivir con los espacios en blanco, con la natural desubicación, con las mentiras que nos creemos.

En La fuga de todo hay un tono comedido y reflexivo, los pensamientos errantes de un hombre que escarba en su pasado y busca cerrarlo. Se mezcla el presente en el sanatorio, la vista de una tapia (esa que es encierro o que nos salva del exterior, esa que remite a una novela anterior de Chivite, La tapia amarilla), el cambio de la luz, con la memoria y los recuerdos, un viaje donde indagar sobre la juventud y la vida y sentirse al margen, en una frontera extraña y distante. Y con el recuerdo de viejas lecturas y escritores, Camus, Beckett, Bernhard, Melville, las citas que se suceden, que entran dentro del juego de la memoria, que expresan un sentimiento trágico y pesado de la vida, la escritura como algo que sale a la luz y algo que se queda siempre en la oscuridad.









Siempre he tendido a la inmovilidad y por eso comprendo bien a los que se quedan quietos. A los que un buen día se niegan a seguir colaborando. A los que retiran la mirada y prefieren no saber nada. A los que desertan. A los que, de pronto, inesperadamente, se niegan a dar su consentimiento. A los enclaustrados. A los que pueden permanecer durante horas mirando tranquilamente una pared.

***

Probablemente Camus fuera un melancólico que se resistía a serlo. De hecho estoy seguro de que lo era por la manera en que ilumina los lugares de su pasado: por cómo se demora en todo lo que supone luz y tiempo. Pero es no significa, de ninguna manera, que fuera un ingenuo: sabía muy bien de qué hablaba. Sabía que ese regreso es necesario y que es preciso hacerlo completamente en serio por lo menos una vez.
A los veinte años, todo el mundo lo sabe, ocurre una cosa: de pronto, uno ama la vida. De pronto parece caer en la cuenta: se siente vivo. Y no se sabe bien por qué. No se sabe explicarlo. Pero es así. Es lo más parecido a una experiencia de plenitud. La recordamos como lo mejor que tuvimos. E incluso tratamos de comprender por qué ocurrió: cuáles fueron las condiciones concretas que la propiciaron. Y ahí es precisamente donde se oculta la gran estafa de la memoria.
Para los ingleses, revisitar puede ser lo mismo que releer. Lo mismo dicen “revisitar un lugar” que “revisitar a un autor”. Se trata de volver a algo que en el pasado tuvo mucho sentido. Es un movimiento arriesgado porque de repente se agitan partículas muy profundas, substancias a menudo peligrosas. Sin embargo, muchas veces, como digo, ese regreso es necesario para librarse de las falsificaciones de la memoria. Porque, por supuesto, de eso se trata a los cuarenta o cuarenta y pocos años, que son los que yo tengo ahora. De desenmascarar el pasado. De zanjarlo de una vez, si en verdad es posible. De librarse de él definitivamente.

***

Cuando permanecemos en un único lugar y organizamos nuestra vida en ese lugar, y más si ese lugar es también el lugar de nuestros antepasados, el lugar de nuestros muertos, el lugar de nuestros fantasmas, todo cobra una apariencia de necesidad. Las cosas se asocian unas a otras. Establecen relaciones sutiles, redes invisibles, artificios cada vez más tupidos en los que se supone que todo adquiere un sentido profundo. En los que todo remite a algo que está muy por encima de nosotros. A algo anterior que ni siquiera está permitido cuestionar.
Los muertos quieren tenernos a su lado. Nos otorgan protección, susurran sus ensalmos. Nos retienen. Pero nos retienen porque nos necesitan. Así de claro. Su única ambición es ser recordados. Conservar su hueco. Conservar su lugar.
Al alejarnos nos desligamos de los muertos. Nos desembarazamos del peso de los muertos. De esa trama de los muertos. Nosotros nos libramos de todo eso y nos quedamos solos. Porque nos quedamos solos. Eso sí. Nos quedamos completamente solos. Y lo primero que sentimos es esa levedad. La intemperie del azar. La suave brisa del azar. El viento en la cara del azar. Y a veces también, naturalmente, todo el mundo lo sabe, la tempestad y la furia del azar.
Fernando Luis Chivite. La fuga de todo. Ediciones Bassarai.

lunes, 26 de octubre de 2015

historias

La cocina guardaba nuestras historias.

Mi abuelo se sentaba en una esquina del banco de madera y recordaba una emboscada y un hospital de campaña, su voz baja y frágil, los dedos agrietados de la mano, la mirada perdida en el camino blanco tras la ventana, la sombra alargada del atardecer sobre un crucifijo de hierro. Hablaba de una masa de hombres en el suelo, de las fogatas en la noche, de una emboscada y su miedo a morir encogido bajo otros cuerpos, cada palabra un cambio en su mirada, cada silencio un disparo lejano. En sus historias, la espera de la muerte, la certeza de un final, el regreso a casa una quimera, la guerra prendida a la piel como polvo.

Mi abuela recordaba los trucos para destetar a mi padre, los pezones untados con ajo y cebolla y el cuerpo consumido, su voz soñadora y triste, una línea de pelo blanco bajo su pañuelo negro, el pecho hundido y la respiración asmática. Se agarraba a los muebles para andar y salía a la puerta de casa para vigilar el camino en silencio, su mirada lejos, muy lejos (y era ahí, en su silencio, en lo que nos ocultaba, donde realmente vivían sus historias, ella, hermética y solitaria, a salvo bajo su traje negro). Años después de su muerte me senté en aquel lugar de la entrada. El cielo entre los huecos de la parra, la puerta cerrada del pequeño taller de mi abuelo, el humo de las chimeneas sobre los tejados de pizarra, el camino que se desdoblaba en dos, a la derecha el pueblo, a la izquierda, una senda hacia el río. Recordé las tardes donde abríamos una senda en los prados y sentíamos la emoción y el peligro de algo indefinido que estaba por ocurrir, el vuelo de las libélulas sobre el río, el cielo que se movía sobre nosotros como una extraña maquinaria, el olor a laurel y truchas en la cesta de mimbre de mi padre, la vuelta a casa hambrientos y la posibilidad de otro horizonte. Desde aquel lugar de mi abuela se entreveía un mundo desaparecido.

Mis tías hablaban de verbenas mientras cocinaban (el crepitar del fuego, el golpe seco del hacha en los huesos para el caldo, las tripas de las truchas en un papel de periódico, sus manos rápidas y seguras, sus pequeños pasos de baile, sus sonrojos que creían invisibles). Los bailes acababan con el inicio de la noche y mis tías volvían a casa por el camino blanco con la ilusión de una aventura desconocida, el tacto de una mano en la espalda, el olor a colonia de una mejilla enrojecida, los pisotones de los muchachos torpes. Creían en un mundo secreto fuera de esos montes, en la vida como un destino escondido que está por aflorar y en la risa como salvación. Mis tías guardaban una fotografía rota, están sentadas en un prado, los vestidos floreados, un ramo de flores silvestres en la mano, la sonrisa apacible, la línea irregular donde se cortó la fotografía (y que dejó el umbral de un vacío).

Una vez mi padre me contó su historia, la única que no conoce la cocina. Mi padre era el silencio de la madre y la espera del padre, alguien perdido entre dos caminos extraños. La luz de la tarde entraba por la pequeña ventana del taller y veía la sombra negra de mi padre sobre la mesa de carpintero, el humo blanco de su cigarrillo en el aire, el crujido de la madera serrada, las manos seguras antes de los temblores y el tiempo. Marcaba la madera con su lápiz y hacía cálculos en una hoja de papel y mi padre me habló de cavar en el monte y de las viejas líneas de autobús que unían los pueblos de la comarca, de los días de trabajo en la costa y la arena que sustituía al cemento, de una ciudad que escondía dragones en sus muelles. Conservo una carta de mi padre escrita en aquella ciudad, describe avenidas kilométricas, el tiempo muerto en avenidas y cafés, el cielo bajo y la nieve sobre la ciudad.

Había un loco que llegaba por el camino blanco y entraba en la cocina y tocaba la armónica mientras miraba a las mujeres con sus ojos azules e infantiles, había un mujer que era la última habitante de una aldea en ruinas, la luz de su ventana la frontera entre el horizonte y el mundo de más allá, y que tomaba café en silencio y se marchaba sin decir una palabra (el paraguas negro y abierto incluso en las plácidas tardes de verano y los guantes de piel en sus manos), había vagabundos que pedían limosna con voz baja y educada mientras se despojaban de sus sombreros raídos y nos miraban con ojos ciegos y acuosos (yo me fijaba en la suela de sus zapatos y me preguntaba por caminos desconocidos, noches al raso y una soledad que creía redentora, los veía como forasteros de novela del oeste que no tenían un destino claro, cada uno de sus pasos un centro), y los viejos amigos de mi abuelo que llegaban después del atardecer, la lentitud en terminar su vino y las burlas por mis manos blandas, y hablaban del tiempo y la muerte y recordaban ahorcados y ahogados y heridas en las que cabían manos enteras (y la muerte era la rigidez de una mandíbula abierta, los ojos huecos y profundos, el zumbido de los mosquitos y la letanía de un rosario).

Y estaba mi propia historia, la renuncia en las tardes de verano y la mirada aturdida más allá de la ventana de la cocina, las sombras de los árboles en la tierra blanca del camino, las líneas amarillas de los últimos rayos de sol, el ruido eléctrico de los insectos sobre los campos, el tañido lejano de las campanas de la iglesia que anunciaban un misterio. Las siluetas se convertían en la promesa de un espacio que cruzar, las columnas de piedra de la escuela recortadas contra el cielo, el agujero en el techo y la escuela que se replegaba sobre sí misma (y que un día desaparecería dentro de la tierra), el pequeño lavadero de piedra donde las lagartijas corrían entre las ropas y las muchachas planeaban venganzas, el puente de madera que siempre cruzaba corriendo por miedo a traspasar la materia y caer al río, la iglesia con cinco calaveras incrustadas en la pared y un cementerio con cuerpos descabezados, la puerta en la que grabé una fecha para anclar el tiempo al espacio (y crear este recuerdo futuro), y las bifurcaciones que se adentraban en bosques y pueblos abandonados. La ventana y el camino blanco se convertían en una frontera entre realidad e invención.




(Escribo camino blanco y miento. El camino era tierra amarilla y piedras aplastadas, era polvo y hierba entre las huellas de las ruedas, era agujeros profundos como los ojos de los muertos y zarzas grises. Y si el camino no era como lo recuerdo, qué pensar de las palabras pronunciadas hace treinta años, de los vagabundos vistos fugazmente, de aquella fecha que grabé en una puerta de madera que ya no existe. Y si mis recuerdos no son exactos, cómo saber quién soy yo realmente, qué hay de real y de mito en mí, cuántas mentiras albergo y me creo).

miércoles, 21 de octubre de 2015

John Williams en Stoner


Una vez, después de la clase de la tarde, regresó a su despacho y se sentó a la mesa, intentando leer. Era invierno y había caído una nevada durante el día, por lo que la puerta exterior estaba cubierta de blanca suavidad. La oficina estaba sobrecalentada, abrió la ventana cercana a la mesa para que el aire frío entrara en la habitación cerrada. Respiró profundamente y dejó que sus ojos vagaran por el suelo blanco del campus. En un impulso encendió la luz de su escritorio y se sentó en la caliente oscuridad de su despacho, el aire frío le llenaba los pulmones y se inclinó hacia la ventana abierta. Escuchó el silencio de la noche invernal y le pareció que de algún modo percibía los sonidos absorbidos por el delicado e intrincado ser celular de la nieve. Nada se movía sobre la blancura, era una escena muerta que parecía tirar de él para absorber su consciencia justo mientras extraía el sonido del aire y lo enterraba bajo una fría y blanca suavidad. Se sentía atraído hacia fuera, hacia la blancura que se extendía tan lejos como le alcanzaba la vista y que era una parte de la oscuridad desde la que relucía bajo el cielo claro y sin nubes, sin altura ni profundidad. Por un instante sintió que abandonaba su cuerpo, que permanecía sentado quieto frente a la ventana y mientras sentía que se deslizaba, todo –la lisa blancura, los árboles, las altas columnas, la noche, las estrellas lejanas- parecía increíblemente pequeño y distante, como reducido hasta la nada. Luego, tras él, un radiador hizo ruido. Se movió y la escena volvió al origen. Con un alivio curiosamente desganado, apagó de golpe la lámpara de su despacho. Tomó un libro y algunos papeles, salió de la oficina, caminó a través de los oscuros pasillos y se abrió paso a través de las dobles puertas anchas de la parte trasera del Jesse Hall. Se fue caminando despacio a casa, consciente de cada huella que crujía con ruido sordo sobre la nieve seca.

John Williams. Stoner. Traducción de Antonio Díez Fernández. Ediciones Baile del sol.

viernes, 16 de octubre de 2015

La analfabeta. Agota Kristof



Agota Kristof es la contención y las palabras precisas, la ausencia de adornos o de juegos malabares, la mirada directa y sin artificios, la escritura sencilla y profunda. En La analfabeta no hay una historia o unos personajes detrás, es Agota Kristof recordando su infancia antes de la guerra, su pasión por la lectura, el descubrimiento de la escritura y las palabras como un refugio en los momentos duros, su etapa de refugiada, el abandono de la propia lengua y sentirse analfabeta al vivir y escribir en otro idioma (tal vez sea esto, escribir en un idioma que no es el materno, lo que hace de la escritura de Agota Kristof algo medido y exacto).

Dividida en once capítulos cortos, La analfabeta habla de la palabra, las fronteras y la memoria. Kristof se detiene una infancia tranquila donde la lectura deviene en enfermedad, en el vuelco de su vida tras la segunda guerra mundial, en la pobreza y las lenguas enemigas, en una huida de su país que la convierte en una mujer desarraigada, en cómo hacerse escritor a través de un idioma que no es el suyo. Once pequeños capítulos que son reflexiones y recuerdos escritos de manera breve y concisa.

Como en la trilogía Claus y Lucas, Kristof no se deja llevar por los lugares comunes ni por las palabras de más, describe con la misma exactitud su pasión infantil por la lectura, los días de internado, el destino de su padre o la llegada del comunismo (excepcional los capítulos dedicados a la lengua materna y las lenguas enemigas y la muerte de Stalin, sin necesidad de extensos discursos o panfletos, Kristof habla de la imposición rusa, de un país convertido en ignorante). A veces tierna y luminosa, a veces rigurosa y cruel, la escritura de Kristof atrae por su profundidad y pausa.

En La analfabeta hay una escritura que pregunta y se cuestiona por las lenguas propias y extrañas y cómo unas hacen olvidar a las otras, por las fronteras que convierten el pasado en un lugar extranjero, por una evolución que va de una niña que inventa historias (algunas crueles y otras sin final) a una refugiada que escribe de noche tras su jornada laboral en una fábrica. Hay escenas admirables y que atrapan por su concreción, la ausencia del padre, la soledad y pobreza de la madre tras la guerra, el cruce de una frontera con un bebé en brazos y las lenguas que también son fronteras.

Kristof, como Askildsen, como Carver, es escritura concisa.






Al principio, no había más que una sola lengua. Los objetos, las cosas, los sentimientos, los colores, los sueños, las cartas, los libros, los diarios, estaban en esa lengua.
Yo no podía imaginar que pudiera existir otra lengua, que un ser humano pudiera pronunciar una palabra que yo no comprendiera.
En la cocina de mi madre, en la escuela de mi padre, en la iglesia del tío Guéza, en las calles, en las casas del pueblo y también en la ciudad de mis abuelos, todo el mundo hablaba la misma lengua y nunca se había planteado la posibilidad de otra.

***

Me dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo.

***

Somos una decena de húngaros los que trabajamos en la fábrica. Nos reunimos durante la pausa del mediodía en la cantina, pero la comida que sirven es tan diferente de aquello a la que estamos acostumbrados que casi no comemos. En mi caso, durante al menos un año, me limité a tomar café con leche y pan para la comida.
En la fábrica, toda la gente es agradable con nosotros. Nos sonríen, son hablan, pero no entendemos nada.
Aquí es donde empieza el desierto. Desierto social, desierto cultura. A la exaltación de los días de la revolución y de la huida le siguen el silencio, el vacío, la nostalgia de los días en los que teníamos la impresión de participar en algo importante, histórico quizá: el mal del país, la falta de la familia y de los amigos.
Esperábamos algo al llegar aquí. No sabíamos qué esperábamos, pero ciertamente no era esto: jornadas de trabajo tristes, veladas silenciosas, esta vida solidificada, sin cambios, sin sorpresas, sin esperanza. (…)
Cómo explicarle, sin ofenderle, y con las pocas palabras que sé de francés, que su bello país no es más que un desierto para nosotros, los refugiados, un desierto que hemos atravesado para llegar a lo que se llama «integración», «asimilación». En ese momento, todavía no sé que algunos nunca lo lograrán.
Agota Kristof. La analfabeta. Traducción de Juli Peradejordi. Ediciones Obelisco.

miércoles, 14 de octubre de 2015

La biblioteca secreta. Haruki Murakami



Hace años que Murakami me aburre. 1Q84 me pareció excesiva, aburrida y sin gracia y aquella del chico sin color la dejé a las primeras páginas. Había perdido la estela de Murakami, sus libros me sonaban a repetitivos y sin la inspiración de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas o Al sur de la frontera, al oeste del sol. Hay gustos así, que se desvanecen con el tiempo.

La biblioteca secreta fue una lectura diferente a mis últimos intentos con Murakami. Están los ambientes extraños y oníricos propios del escritor japonés (una historia que mezcla a Kafka con Dick), están los niños solitarios y las mujeres enigmáticas y los hombres-oveja (o carnero, como en anteriores novelas), los párrafos que parecen diarios gastronómicos, los mundos que se cruzan en un mismo punto y los espacios cerrados y oscuros. Lo diferente es la escritura sencilla, la voz infantil, el tono de cuento bajo el que se esconde una tensión extraña.

Por momentos, La biblioteca secreta me llevó a Kappa, aquella locura maravillosa de Akutagawa donde un hombre aparece en un mundo subterráneo dominado por unas criaturas mitológicas. Un niño acude a una biblioteca a sacar un par de libros, lo conducen a la habitación 107 y allí, un anciano extraño y de aspecto maléfico que lo conduce a través de un laberinto hasta un calabozo custodiado por un hombre-oveja. La realidad se disuelve, el ambiente de pesadilla se torna agobiante, el niño no entiende qué ocurre, sólo está su carcelero, tres tomos sobre recaudación de impuestos en el imperio Otomano y una muchacha misteriosa.

El niño habla con su guardián, intenta descubrir quién es la muchacha misteriosa, se siente aislado de su mundo, una cárcel que es como esos pozos que aparecen en otras novelas de Murakami y donde la oscuridad da lugar a visiones y pensamientos inesperados. Hay pájaros y lunas y una muchacha que tiene la llave a otro mundo (como algunas de las mujeres protagonistas en las novelas de Dick), hay opresión y tristeza y pérdida, una historia que, por su sencillez, no tiene la repetición ni es pretenciosa como otras novelas de Murakami.

La edición de Libros del zorro rojo es una preciosidad. El cuento de Murakami gana enteros con las ilustraciones de Kat Menschik, oscuras, opresivas, oníricas, una luz entre las tinieblas.







Pero, al atardecer del día siguiente, aquella muchacha enigmática volvió a presentarse en mi cuarto. Esta vez, la cena consistía en salchichas de Toulouse con ensalada de patatas de guarnición, besugo relleno, ensalada de berros, un gran cruasán y, además, té inglés con miel. Todo ello, a ojos vistas, delicioso.
«Come con calma. Y no te dejes nada, ¿eh?», me dijo la muchacha por señas.
-Oye, ¿y tú quién eres? -le pregunté.
«Yo soy so. Sólo eso.»
-Pero el hombre-oveja dice que tú no existes. Además...
La muchacha posó suavemente un dedo sobre sus pequeños labios. Enmudecí al punto.
«El hombre-oveja tiene su propio mundo. Yo tengo el mío. Y tú tienes el tuyo. ¿No es cierto?»
-Sí.
«Por lo tanto, que yo no tenga un lugar en el mundo del hombre-oveja no significa que yo propiamente no exista, ¿no te parece?»
-Es decir... -razoné-, que todos esos mundos distintos, todos ellos, se entremezclan aquí. Tu mundo, el mío, el mundo del hombre-oveja. Hay puntos en que confluyen unos mundos con otros, y puntos en los que no se superponen. Viene a ser eso, ¿verdad?
La muchacha hizo dos pequeños gestos afirmativos con la cabeza.
No es que yo sea un estúpido integral. Pero, desde que me mordió un perrazo negro, mi cabeza funciona de un modo un tanto anómalo.
Mientras yo me encontraba ante la mesa, comiendo, la muchacha permaneció sentada en la cama con los ojos clavados en mí. Sus manos menudas descansaban, la una junto a la otra, sobre sus rodillas. Parecía una exquisita figura decorativa de cristal bañada por los rayos de sol de la mañana.
Haruki Murakami. La biblioteca secreta. Ilustraciones de Kat Menschik. Traducción de Lourdes Porta. Libros del zorro rojo.

lunes, 12 de octubre de 2015

Un día... Agneta Ara



Un día

Nuestras ropas por el suelo:
islas.

Aviso de temporal.

Nuestras manos entrelazadas
siempre.

Tú contra mi cuello sobre mí en mi cuerpo
Nosotros en nosotros
Nosotros en nuestras mutuas sombras
Tú llueves sol por mi cuerpo
El arco iris está justo encima de la cama
donde vivimos este día
donde amamos este día
sin principio sin fin
amamos la vida
ahora.
Agneta Ara. Un día... En Quince poetas finlandeses. Traducción de Francisco J. Uriz. Los libros de la frontera.

viernes, 9 de octubre de 2015

Ni siquiera los perros. Jon McGregor



A finales de diciembre echan la puerta abajo y se llevan el cadáver. Así empieza Ni siquiera los perros. La reconstrucción de las vidas Robert y sus amigos, un rompecabezas que habla de alcohol, drogas, perdedores, salas de espera en hospitales, albergues y juzgados y que transmiten un silencio tenso y la ausencia de expectativas, puertas que se cierran casi en silencio y dejan tras de sí una estela de pérdida y tristeza, la falta de esperanza y el día a día una búsqueda de jaco o crack que meterse en el cuello o en los muslos (las costras, cicatrices y venas rotas a los largo del cuerpo), un grupo de amigos que bordean el abismo y que se dejan arrastrar hasta el fondo, consumidos bajo puentes, habitaciones semiderruidas, centros de ayuda, cabinas telefónicas donde darse un último pinchazo, una pequeña comunidad que intercambian chutes y bebidas y recuerdos rotos, su visión de la sociedad formada en orfanatos, casas de acogida, el ejército, las giras veraniegas con un grupo musical.

McGregor, como en Si nadie habla de las cosas que importan, parece escribir diapositivas. Parte del descubrimiento del cadáver de Robert en el suelo, en descomposición tras una semana solo, describe las tareas policiales en el lugar de los hechos, el traslado al hospital, el cuerpo de Robert abierto en la mesa de la autopsia, y lo cruza con los últimos días de la pequeña familia que forma junto a Danny, Ben, Mike o su hija Laura, seres tan destruidos como él y que buscan su casa un refugio donde pincharse sin ser vistos, un lugar donde pasarse papelinas y dejarse consumir poco a poco. Hay momentos donde Ni siquiera los perros se acerca a un guión de cine, el narrador una cámara para el lector, la descripción del lugar y los movimientos de los personajes sin añadidos superfluos, una distancia que no es aséptica, que mezcla la investigación policial con los recuerdos y los caminos de los personajes (a los policías entrando por primera vez en la casa de Robert le siguen los recuerdos de un Robert aún casado y feliz o el sonido de una puerta al cerrarse para siempre).

Ni siquiera los perros es duro, los estragos de la droga, la falta de salida de un puñado de jóvenes que ocupan casas abandonadas o sólo esperan la próxima bolsa de jaco y que han consumido su cuerpo hasta convertirlo en una gran cicatriz amorfa, incapaces de encontrar una nueva vena donde pincharse y la risa al escuchar a alguno de ellos decir que es la última vez, seres que se perdieron en el camino, que no recuerdan un momento de ternura o de victoria, que deambulan por la ciudad solos y se saben aislados de una vida mejor. McGregor fractura las frases, las deja sin terminar, usa la droga como muerte y sexo, la mayoría de los personajes no han tenido una vida anterior feliz, sólo van a peor a lo largo de los años.

Durante una semana el cadáver de Robert espera a ser descubierto en la misma casa donde hacía el amor con su mujer o acariciaba el pelo de su hija, la casa que se hunde con Robert, que es una extensión de él y de todos esos jóvenes que le acompañan y le llevan comida y buscan el siguiente chute o el último que los lleve a otro mundo. Danny sale corriendo al descubrir el cadáver de Robert, es una noche de diciembre, tiene miedo a la policía, deambula por una ciudad casi desierta, de los centros de ayuda al río, a Ben le gusta las broncas, Mike se sabe perdido y busca un autobús bajo el que tirarse, Heather lleva un tatuaje de un ojo en la frente, Steve siente que su país le mintió y que no debe confiar en las personas, que no hay un amor redentor, Laura quiere conocer a su padre, cree que su madre se ha inventado sus recuerdos sobre Robert, pero descubre la realidad y que está sola, sin amparo, sin un hogar. Personajes que confluyen en la casa de Robert y que se disgregan en una ciudad dura y peligrosa. Todo es quebradizo en sus vidas, en su cuerpo, y saben qué final les espera. McGregor usa un narrador que habla y ve por todos, que ha estado en ese infierno de las drogas y la desesperanza, que se escabulle en la mesa de autopsia, la ambulancia o los juzgados y sigue los pasos de la pequeña familia tras el descubrimiento del cadáver de Robert, un narrador que habla de forma fragmentada y rápida y contundente.

Jon McGregor construye Ni siquiera los perros como un rompecabezas, personajes, recuerdos y tiempos que se entrelazan en párrafos a veces rabiosos, a veces fríos, una historia desgarrada, en algún momento aburrida y que cae en lugares comunes pero que se sigue con interés.







Se lo habían preparado apenas entraron en la habitación y se chutaron el uno al otro, y fue de perlas cuando ella le metió el pico. Estaba desquiciada e inquieta casi todo el tiempo, los dos lo estaban, pero cuando cogió la aguja y le encontró una vena se volvió muy tranquila y lenta y tierna. Lo miró a los ojos mientras se la clavaba. Fue algo diferente. Un trocito de algo que él quería. Droga de la buena, además, mejor de la que se habían metido desde hacía tiempo, probaron primero un poquito y no les hizo falta volver por más. Casi fliparon y se sintieron de puta madre, como en los viejos tiempos. Ella le preguntó dónde la había pillado, le dijo que no olvidara contarles a los otros lo buena que era. Que les dijera que tuviesen cuidado y tal. Allí tendidos fumando, y cada vez que le liaba uno le decía Gracias colega eres una maravilla eres de lo que no hay. Resultó que se lo decía a todo el mundo no sólo a él. Así que no era más que otra cosa que no significaba nada. Igual que todo lo demás. Su asistente social le había conseguido la habitación porque iba a entrar en un centro de rehabilitación en Año Nuevo, estaba todo arreglado y su asistente había dicho que debía intentar mantenerse alejada de la pena habitual durante las Navidades. Te has esforzado mucho para llegar hasta aquí, le había dicho. Así hablaban ésos. No necesitas que nadie te coma el coco para salir de esto, le había dicho él. Ella no se lo había contado a nadie pero se lo estaba contando a él ahora, en esa cama estrecha. Ya era algo. Estaban tendidos cerca pero no iba en ese plan, él al principio había pensado que sí iría pero no iba en ese plan. Ninguno de los dos tenía la energía ni el tiempo necesarios para eso, no cuando les llevaba el día entero conseguir la pasta para colocarse. Tendidos en la cama, ella le dijo Danny, te lo aseguro, voy a salir adelante esta vez. Cosa que él ya había oído antes. Estaba harta, le dijo, nunca quise entramparme hasta este punto, quiero estar limpia otra vez, entiendes, voy a desengancharme. Se volvió hacia él con sus ojos verdes castaño demasiado cerca para verlos con nitidez, su voz cálida y como desdibujada, y le dijo Danny ¿me crees o no? Y por un instante él se había visto con ella en otra parte, algún sitio limpio, una imagen breve y solitaria de los dos tumbados, desenganchados y sanos, en una cama bien grande de su propiedad, con un coche en el sendero de entrada, dos coches en el sendero de entrada, trabajos a los que ir, las lentillas en una cajita en la mesilla de noche, el olor a café y pan procedente de una cocina impoluta en el otro extremo de la casa y los dos limpios y desnudos en la cama entre sábanas blancas y suaves, sin miedo ni vergüenza, sin cicatrices ni llagas, magulladuras ni postillas, nada que esconder al despertarse ante la ventana abierta a un día nuevo y despejado, la brisa entrando con olor a hierba segada, el cartero que silbaba, la calidez de la primavera y todas esas chorradas. Ella lo miró, con la boca llena de costras y grietas, se pasó los dedos con las uñas mordidas por el pelo grasiento y le dijo Danny, créeme, esta vez será distinto, esta vez voy a llegar hasta el final. Lo que lo hizo reír porque ella ya le había pedido que creyera eso mismo antes, prácticamente todos sus conocidos le había pedido alguna vez que creyera eso mismo. Toda la vida habían estado pidiéndole que creyera cosas que luego resultaban gilipolleces. Voy a desengancharme. Te pagaré la semana que viene. Esto no es más que una situación temporal. Verás pronto a tus padres. Si mantienes la boca cerrada y te quedas quieto no

***

Esperar a que el jaco se enfríe en la jeringa, y remangarte la ropa para encontrar la vena. Frotarte los brazos, pasarte los dedos firmes y fríos por las venas que te palpitan en el cuello. Bajarte los pantalones y abrirte de piernas para buscar los orificios de entrada magullados y con postillas a lo largo de la femoral. Aquí, o ahí, o ahí. Callado y conteniendo la respiración.
Esperar a sentir cómo llega a su destino el jaco, esos largos segundos entre que te metes la aguja y e jaco empieza a hacer lo que siempre le hace a tu cuerpo y a tu cerebro y seguro que también a tu puta alma. Esperar a que desaparezca de repente todo el dolor. Borrado, arrastrado. O esperar que la metadona se filtre en tu cuerpo y te libre del mono unas horas más, te libre de todo lo que se te viene encima cuando estás chungo, te permita aguantar unas pocas horas mientras te las apañas pa5ra volver a chutarte otra vez. Para mantener a raya los problemas. Los putos problemas. Las cosas que te vienen a la cabeza cuando preferirías que no te vinieran a la cabeza, ciertas cosas. Ciertas cosas que si no te andas con cuidado saldrán a borbotones de la misma manera que echas las tripas a borbotones cuando estás jodido, cuando pasas demasiado tiempo sin meterte. Te salen a borbotones. Cuando preferirías que no fuera así. Cuando preferirías que no te viniera nada de eso a la cabeza.
Jon McGregor. Ni siquiera los perros. Traducción de Eduardo Iriarte Goñi. Salamandra.