Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

martes, 5 de septiembre de 2017

Persiguiendo a Cacciato. Tim O´Brien



En uno de los mejores capítulos de Persiguiendo a Cacciato, los soldados de O´Brien no pueden con la calma y el silencio de una buena racha la ausencia del enemigo y de combates,  juegan a baloncesto entre pelotones, esperan a que algo reanude la guerra, y en la espera las discusiones, los dolores, las enfermedades psicosomáticas entre los hombres, estar en el vacío, y en el vacío, dice uno de los soldados, no hay un orden, falta material conceptual. El silencio puede con ellos, y sólo el ruido de la explosión de una mina los reubica y les da un lugar. No pueden escapar de las leyes férreas e inmutables de la guerra, conocen sus códigos y se sienten dentro de un mundo reconocible. Entonces, tras la explosión, se reanuda el miedo.

***

O´Brien habla de la imposibilidad de una escapatoria real de la guerra, cómo se cuela incluso en la imaginación de los soldados, incapacitándoles para verse libres de su aliento. Hay tres niveles de conciencia dentro de Persiguiendo a Cacciato,
a) el soldado Paul Berlin en una torre de observación, el mar a su espalda y alambre de espino alrededor, la oscuridad de la noche y la vigilancia de un enemigo invisible, sus pensamientos en la noche que se disparan en cualquier sentido;
b) la persecución del soldado Cacciato, el más torpe e inocente de la compañía, que decide marcharse a París andando, la persecución del pelotón tras las huellas de Cacciato, las pistas que deja éste y cómo se desembaraza por el camino de armas y placas de identificación, el pelotón que cruza fronteras en una persecución surrealista llevada al límite y donde Berlin intenta comprender algo sobre la guerra, sobre sí mismo y sobre aquella misión fuera de cualquier lógica;
c) la guerra en sí, las buenas rachas de paz y las malas donde algunos compañeros de Berlin mueren de miedo o despedazados tras un combate y otros sobreviven en el caos y saben que Vietnam es igual que las guerras anteriores, los mismos propósitos, los mismos sentimientos de confusión, la mismas muerte y mutilación.
O´Brien pasa de una conciencia a otra, de un momento a otro, el punto de unión el soldado Berlin, la guerra y el miedo.

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Hay momentos extraños dentro de Persiguiendo a Cacciato, la misma persecución que lleva a Berlin y sus compañeros por medio mundo y que los hace caer en un gigantesco y laberíntico túnel vietnamita donde se encuentran con un oficial enemigo que lleva diez años bajo tierra, los hoteles y habitaciones de alquiler y trenes y los cambios de territorio, Asia, oriente próximo, el Mediterráneo, Cacciato que es humo, sólo alguien a quien seguir de manera insensata, y en esa persecución, la distancia con Vietnam, con la torre de observación, con la guerra y las malas rachas. O´Brien saca a sus personajes de la guerra, los mueve por territorios irreales, les hace sentir amor además del miedo y la búsqueda de coraje que arrastran consigo desde el primer día en Vietnam y vivir una aventura alucinada donde no existe una realidad racional, soldados que se mueven a impulsos, Cacciato como fantasma y los perseguidores soñadores.

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Y hay momentos donde O´Brien muestra la guerra sin mitificarla, el miedo puro, el silencio, la oscuridad en los túneles, las aldeas. Como dice uno de los personajes de O´Brien, la guerra mata y mutila y deja huérfanos y viudas, tiene su propia realidad y los mismos propósitos de las guerras anteriores. No hay un espacio y un tiempo claros y la guerra es un muchacho en un país desconocido ante el miedo. O´Brien fragmenta y desordena el tiempo en la guerra no el de la persecución a Cacciato, no el de Berlin en la torre de observación, el tiempo va irremediablemente hacia delante en esas dos conciencias de la novela, a veces leemos antes la muerte de un soldado que sus días en Vietnam, un combate se repite en diferentes capítulos, por momentos no hay diferencia entre los vivos y los muertos.

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La idea de extrañamiento en un ambiente desconocido, del lenguaje como acercamiento al otro, como reconocimiento del otro, si no existe ese reconocimiento se levanta un muro que es imposible traspasar. El lenguaje como pregunta.


Como no conocía la lengua, no conocían a las personas. Desconocían lo que amaban o respetaban o temían o aborrecían. No reconocían la hostilidad a menos que fuera patente, a menos que se manifestara por medios distintos a las palabras; las sutilezas del tono y la lengua escapaban a su comprensión. Stink decía que hablaban en vietchinchún, que parecían monos, pajarracos. Como no conocían la lengua, no sabían en quién podían confiar. La confianza era letal. No distinguían las sonrisas sinceras de las falsas, ni sabían si una sonrisa significaba lo mismo en Quang Ngai que en Estados Unidos. «A lo mejor los dinks hacen las cosas al revés ―dijo Eddie un día, después de que un campesino de aspecto afable les hubiera hecho una reverencia y, sonriendo, los hubiera mandado en dirección a un campo de minas―. No sé si me explico. A lo mejor… En fin, a lo mejor lloran cuando están contentos y sonríen cuando están tristes. ¿Cómo coño vamos a saberlo? A lo mejor aquí cuando sonríes significa que quieres rajarle el cuelo a alguien. Lo que quiero decir es que tienen otra cultura.» Como no conocían a las personas, no sabían distinguir a los amigos de los enemigos. No sabían si la guerra contaba con el apoyo del pueblo ni, en caso de que así fuera, a quién apoyaba el pueblo. No sabían si los habitantes de Quang Ngai veían la guerra con estoicismo, como a veces parecía, o con pena, como parecía otras veces, o si con desconcierto, codicia o furia partisana. Era imposible saberlo. No sabían de religiones ni de filosofías ni de teorías de la justicia. Más aún, no sabían cómo funcionaban las emociones en Quang Ngai. Veinte años de guerra habían podrido las reacciones ordinarias ante la muerte y la desfiguración. El estupor, que sería la primera respuesta, se hallaba siempre ausente de los rostros de Quang Ngai. O acaso disimulado. Aunque, ¿quién sabe? ¿Quién podía saberlo? Emociones, creencias, actitudes, motivos, objetivos, esperanzas… todas esas cosas resultaban desconocías para los hombres de la Compañía Alfa, y Quang Ngau no dejaba traslucir nada.


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Y ese inicio directo, brutal.


Era una mala racha. Billy Boy Watkins estaba muerto, y también Frenchie Tucker. Billy Boy se había muerto de miedo en pleno campo de batalla, y a Frenchie Tucker le habían atravesado la nariz de un balazo. Bernie Lynn y el teniente Sidney Martin habían muerto en los túneles. Pederson estaba muerto y Rudy Chassler estaba muerto. Buff estaba muerto. Portland estaba muerto. Todos ellos estaban entre los muertos. La lluvia alimentaba los hongos que crecían en las botas y los calcetines de los hombres, y los calcetines se pudrían, y los pies se les ponían blancos y blanduzcos hasta el punto de que se les podía arrancar la piel con una uña, y una noche Stink Harris se despertó gritando porque tenía una sanguijuela en la lengua. Cuando no llovía, una niebla baja recorría los arrozales, fundiendo los elementos en un único elemento de color gris, y la guerra era fría y pútrida y pastosa. El teniente Corson, enviado para reemplazar al teniente Sidney Martin, había contraído disentería. Las bengalas eran inútiles. La munición se corroía y las trincheras se llenaban de barro y agua durante la noche, y por la mañana siempre había que ir hasta la siguiente aldea, y la guerra siempre era la misma. Los monzones formaban parte de la guerra. A comienzos de septiembre, Vaught agarró una infección. Le había estado enseñando a Oscar Johnson lo afilado que estaba el filo de su bayoneta, pasándosela por el antebrazo para arrancarse una capa de piel suelta. «Como una hoja de Gillette», había dicho Vaught con orgullo. Sangre no hubo, pero en dos días las bacterias se propagaron y el brazo se le puso amarillo, de modo que se lo vendaron y llamaron un helicóptero, y Vaught dejó la guerra. Nunca regresó. Más tarde recibieron una carta suya en la que decía que Japón estaba lleno de humo y de nipongos, si bien en la fotografía adjunta se lo veía relativamente contento, posando con dos enfermeras de buen ver y una botella de vino sobresaliendo entre los muslos. La noticia de que había perdido el brazo cayó como un jarro de agua fría. Poco después, Ben Nystrom se descerrajó un tiro en el pie, pero no se murió ni tampoco escribió cartas. La gente bromeaba sobre esas cosas. También sobre la lluvia. Y sobre el frío. Oscar Johnson decía que le recordaba a Detroit en el mes de mayo. «Clima de saqueo —le gustaba decir—. Tétrico y oscuro, ideal para la violación y el saqueo.» Y entonces alguien decía que Oscar tenía una imaginación portentosa para ser negro.
Era una de las bromas. La broma sobre Oscar. Había muchas bromas sobre Billy Boy Watkins y la manera en que se había caído desplomado de miedo al suelo en el campo de batalla. Otra de las bromas era a costa de la disentería del teniente, y otra a costa de la bilis violácea de Paul Berlin. Había bromas sobre las estampillas de Cristo que solía llevar Jim Pederson, y sobre la tiña de Stink, y sobre cómo el casco de Buff se había llenado de vida después de muerto. Algunas de las bromas eran a costa de Cacciato. Más tonto que una bala, decía Stink. Más tonto que un pedo de ostra revenida, decía Harold Murphy.
En octubre, hacia finales de mes, Cacciato se fue de la guerra.
—Se ha ido —dijo Doc Peret—. Esfumado, desaparecido.


***

Los capítulos dedicados a Vietnam, las reflexiones sobre la guerra, cómo caen los compañeros de Berlin, las incursiones por junglas y poblados desconocidos, son de lo mejor de esta novela. Pocos escritores como O´Brien para mostrar de manera precisa la confusión y el miedo en combate. Vietnam era una losa y una pesadilla para el protagonista de En el lago de los bosques, el recuerdo de My Lai prendido de su piel. Y los muchachos de Las cosas que llevaban los hombres que lucharon ampliaban el miedo y el coraje que aparecen en esta buena novela de O´Brien. Existe la guerra de Vietnam. Y en el mismo instante, dentro de la guerra, dentro de Vietnam, la conciencia de otros lugares y de otros sueños.









Sí, lo importante era el coraje. Siempre lo había sido, incluso desde niño. Las cosas lo asustaban. No podía evitarlo. El ruido lo asustaba, la oscuridad lo asustaba. Los túneles lo asustaban: como esa vez que había estado a punto de ganar la Estrella de Plata al valor. Pero lo importante de verdad era el coraje. No tenía nada que ver con la Estrella de Plata… Oh, le habría gustado ganársela, cierto, pero eso no era lo importante. Le habría gustado mostrarle la medalla a su padre, sentir su peso, mirar a su padre a los ojos para demostrarle que había sido valiente, pero ni siquiera eso era lo más importante. Lo importante de veras era la fuerza de voluntad necesaria para derrotar el miedo. Hallar un medio para lograrlo. Abrirse paso de algún modo hasta esa cámara secreta del corazón humano donde se esconden los enmarañados circuitos de lo posible, el espectro de posibilidades de todo hombre. Al igual que Doc Peret, creía que dentro de cada uno hay un lugar donde se encuentra el centro biológico para el ejercicio del coraje, un trozo de tejido susceptible de ser tocado y estimulado con el fin de obtener una respuesta, acaso una sustancia química o un cromosoma solitario que cuando se activa produce una llamarada de valor que ni siquiera la bilis es capaz de extinguir. Un filamento, un fusible que cuando prende liberta toda la energía posible. En alguna parte de él titilaba una Estrella de Plata.

***

Pero no era idiota. Sabía que algo no marchaba bien en esa guerra. La ausencia de un propósito común. Había preferido librar sus batallas en Francia o en Hastings o en Austerlitz. Habría preferido combatir en St. Vith. Pero el teniente sabía que en la guerra los propósitos no siempre son lo principal, ni los propósitos ni las causas, y que las batallas se libran siempre entre seres humanos, y no entre propósitos. No se imaginaba muriendo por un propósito. La muerte era un propósito en sí misma, sin salvedades ni restricciones. Él no celebraba la guerra. Descreía de la gloria. Aunque reconocía que las batallas tenían un fuerte atractivo: eran la ocasión de enfrentarse a la muerte una y otra vez, tantas como batallas hubiera que combatir. El teniente creía en secreto que la guerra había sido inventada por esa misma razón: para que, a fuerza de repeticiones, los hombres trataran de superarse; para que aprendieran lecciones que pudiera aplicar en ocasiones futuras; para que a ningún hombre se lo privara de su propia muerte. Solo en ese sentido, Sidney Martin creía en la guerra como medio para un fin. Era un hombre humilde y reflexivo. Silencioso. Tenía los ojos azules, el cabello fino y rubio y los dientes fuertes. Era un soldado profesional, pero, a diferencia de otros profesionales, consideraba que la misión primordial era la misión interior, la misión que cada hombre tiene de aprender cosas importantes acerca de sí mismo. Eso no se lo decía a los otros oficiales. No se lo decía a nadie. Pero lo creía. Creía que la misión de la montaña, aunque importante en sí misma, lo era aún más en cuanto reflejo del deber personal de cada uno para con el ejercicio de su plena capacidad para el coraje, la resistencia y la fuerza de voluntad.
Tim O´Brien. Persiguiendo a Cacciato. Traducción de David Paradela López. Editorial Contra.

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