Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 30 de diciembre de 2016

notas lectoras

Este año, las bibliotecas han sido una especie de refugio y una forma de tomar distancia y descansar de mi propia biblioteca, horas dedicadas a buscar autores y libros desconocidos, a leer fragmentos de docenas de libros y anotarlos en  listas de futuras lecturas (y saber que esas listas aumentarán en vez de decrecer) y, sobre todo, a hablar con los bibliotecarios, intercambiar opiniones sobre Pessoa o novela negra, dejarme llevar por sus recomendaciones y descubrir que hay ayuntamientos que apenas destinan mil o dos mil euros anuales a sus bibliotecas. De los ochenta y un libros leídos, sesenta y ocho han sido préstamos bibliotecarios.

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Mis lecturas favoritas de este año…

Chitón. Historia de una ingancia - Raymond Federman
Lección de alemán - Siegfried Lenz
Desde ahora te acompañaré a casa - Kjell Askildsen
En el lago de los Bosques - Tim O´Brien
Mao II - Don DeLillo
Knockemstiff - Donald Ray Pollock

Chitón, de Federman, ha sido la sorpresa de este año, el recuerdo de una infancia que se interrumpe por el nazismo y la solución final, su forma de afrontar esos recuerdos con humor y dureza y el cuestionamiento sobre realidad y ficción. Los relatos de Askildsen y Donald Ray Pollock, complejos, profundos, la forma de acercarse a Vietnam de Tim O´Brien en En el lago de los bosques, la reflexión sobre el deber y la obediencia de Lenz a lo largo de Lección de alemán, las multitudes frente a la soledad y el aislamiento y la muerte en DeLillo.

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También, el humor y el caos de Vonnegut en Cronomoto y Rhinehart en El hombre de los dados, El mundo deslumbrante, el ensayo-novela de Hustvedt sobre la mujer en el arte (en la vida), las máscaras y la percepción de la realidad, las voces de las soldados rusas que lucharon en la segunda guerra mundial y que Svetlana Alexiévich recogió en La guerra no tiene rostro de mujer, el vagabundeo y el hambre y la crisis económica tras el crack del 29 de Tom Kramer en Nada que esperar, Sangre sabia, de Flannery O´Connor, o un predicador que crea una iglesia sin dios, el libro-diario de Michael Herr sobre la guerra de Vietnam,  la verborrea de George V. Higgins en Los amigos de Eddie Coyle, los poemarios de Pessoa en su heterónimo Ricardo Reis y los escritos por Izet Sarajlic durante el cerco de Sarajevo.

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Para el nuevo año, he apartado una veintena de mis libros como lecturas inmediatas. Están, entre otros, Trilogía del vagabundo de Hansum, Crimen y Castigo de Dostoievski, La raza venidera de Edward Bulwer-Lytton, Trampa 22 de Heller, Maxon y Dixon de Pynchon, Dick y Gestarescala, los escritos argentinos de Hudson, El hombre invisible de Ellison, Trilogía de la noche de Wiesel, Fat city de Gardner, algo de Rushdie (Hijos de la medianoche), un par de libros de DeLillo (Fascinación y Libra), los sempiternos en espera País de sombras de Matthiesen, La montaña mágica de Mann, y Vida y destino de Grossman, los westerns de A.B. Guthrie, Thomas Eidson y Zane Grey.

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Una lista de lectura…

02) Y siempre después el viento - Hugo Mujica
04) Gotán y otras cuestiones. Poesía I - Juan Gelman
10) El viento comenzó a mecer la hierba - Emily Dickinson
12) Doce cuentos peregrinos - Gabriel García Márquez
15) Peces en la tierra, antología de mujeres poetas en torno a la generación del 27 - VV. AA. edición de Pepa Merlo.
19) El mundo deslumbrante - Siri Hustvedt
22) Sarajevo - Izet Sarajlic
23) Cronomoto - Kurt Vonnegut
24) La guerra no tiene rostro de mujer - Svetlana Alexiévich
28) Física - Juan Ramón Madariaga
30) Cartas a un buscador de sí mismo - Henry David Thoreau
32) Plataforma - Michel Houllebecq
36) El otoño de las rosas - Francisco Brines
37) De El Alamein a Zem Zem - Keith Douglas
38) Odas de Ricardo Reis - Fernando Pessoa
39) Este libro te salvará la vida - A.M. Homes
42) El paseo - Robert Walser
48) Poemas escogidos - Dulce María Loynaz
50) Viento del exilio - Mario Benedetti
51) Uno de los nuestros - Willa Cather
52) El viaje suicida - William Styron
53) Dog soldiers - Robert Stone
56) Armenia - Henrik Nordbrandt
59) Escenas de cine mudo - Julio Llamazares
62) Doctor Bloodmoney o cómo nos las apañamos después de la bomba - Philip K. Dick
63) El concierto de los peces - Halldór Laxness
66) La noche de los niños - Toni Morrison
71) La última oportunidad - Richard Ford
72) Mao II - Don DeLillo
74) El hombre de los dados - Luke Rhinehart
75) El cuento del cortador de bambú
79) Nada crece a la luz de la luna - Torborg Nedreaas
80) Chitón. Historia de una infancia - Raymond Federman

jueves, 29 de diciembre de 2016

La tristeza de los ángeles. Jón Kalman Stefánsson

Tres hombres apoyados en un ataúd a resguardo de la tormenta de nieve y el viento que todo lo borra, sueños, deseos y fuerzas, todo salvo la muerte, que los acecha en una blancura cegadora. Cuatro personas en camino, tres con vida, una muerta. El muchacho, el cartero, el jornalero, tres miradas distintas, el muchacho que se inicia a la vida y recuerda el hombro desnudo de una mujer que siente claro de luna, un cartero cuya vida es arremeter contra las tormentas, romper el hielo en su cuerpo, el silencio y una vida extraña a sus espaldas, el jornalero que vive en una granja en el fin del mundo y sufre tanto como disfruta del aislamiento y la libertad. Y la muerta, que habla al muchacho, lo guía cuando está perdido, ríe, grita o habla del frío de la muerte, que parece enemiga o aliada, que es otro de tantos muertos que deambulan por un territorio mítico, los vivos que preguntan quién va a las sombras, si son hombres o fantasmas. En esa escena, Jón Kalman Stefánsson consigue las mejores páginas de su novela, el infierno blanco exterior, tres supervivientes que no deben dormirse y el ataúd que los defiende del viento helado y los copos de nieve.

La tristeza de los ángeles continúa donde terminó Entre cielo y tierra. El muchacho sin nombre, el fin del invierno, las tormentas de nieve sobre Lugar, la pequeña población donde se refugió el muchacho tras ver morir a su amigo Bárður en un bote pesquero, el blanco que une cielo y tierra y borra horizontes, fronteras y líneas y el tiempo detenido. La llegada del cartero, único punto de unión entre las poblaciones y los vivos, lleva al muchacho fuera de su refugio, de las lecturas al capitán ciego, de la emoción del primer beso y el primer amor, de las mujeres que lo acogieron en una casa utópica, sin las reglas que imperan en el resto del pueblo, el cartero que devuelve al muchacho al territorio inhóspito de acantilados, pasos de montaña y valles nevados, a solas consigo mismo, con todo lo que lleva dentro, dudas, recuerdos, miedos y anhelos, de nuevo el frío y la tormenta, pero esta vez lejos del mar que le arrebató a su amigo.

Es ahí, en el viaje que inician Jens el cartero y el muchacho hacia el norte de Islandia, el fin del mundo, donde está lo mejor de La tristeza de los ángeles. Entre la aventura y la reflexión (entre Jack London y la poesía), Jens y el muchacho avanzan por una tierra blanca, la nieve y el viento, las granjas aisladas donde esperan la luz de la primavera mientras ven cómo se acaban sus víveres, los encuentros con bultos extraños entre la tormenta, la ascensión a cumbres de montaña y los muertos que siguen sus pasos al otro lado de la blancura. Jens y el muchacho encorvados dentro de las tormentas y sus fantasmas, Jens un hombre silencioso y corpulento, indeciso ante lo que le espera a su vuelto, su miedo al mar y su fuerza que crece en las tormentas, el muchacho, en apariencia frágil, que ya se ha enfrentado con la muerte en tierra y mar, dos hombres contra el invierno, un mundo blanco e irreal.

Stefánsson continúa con el estilo poético de Entre cielo y tierra, párrafos que pueden ser febriles o pausados, una respiración que estalla o la quietud tras una tormenta. Su escritura es, a la vez, lo mejor y lo peor de La tristeza de los ángeles, su estilo poético por momentos bordea lo ridículo, pero en general es inteligente y reflexivo, una escritura que une invierno, frío, muerte y aventura, que se pregunta por el sentido de la vida y la muerte, que describe un paraje extremo y extraño, la cadencia musical de Stefánsson como huella reconocible. Aún queda un libro más, la pregunta de si llegará finalmente la luz de la primavera y en qué acabará convertido el muchacho de esta historia.








Ahora estaría bien dormir hasta que los sueños se conviertan en cielo, un cielo calmo donde revoloteen suavemente unas cuantas plumas de ángel y no haya nada más que la felicidad del que vive en la ignorancia de sí mismo. Pero el sueño rehúye a los muertos. Cuando se cierran nuestros ojos fijos no es el sueño lo que nos invade, sino los recuerdos. Primero llegan unos pocos con el brillo de su belleza plateada; sin embargo, enseguida se transforman en una tormenta de nieve oscura y asfixiante; así ha sido desde hace más de sesenta años. El tiempo pasa, la gente muere, los cuerpos se hunden en la tierra y ya no volvemos a saber de ellos. Y es que hay muy poco cielo aquí abajo, las montañas nos lo arrebatan, y los temporales, magnificados por esas mismas cumbres, son tan negros como el abismo. Sin embargo, a veces, cuando el cielo se despeja después de una de esas tormentas, creemos vislumbrar la estela blanca que han dejado los ángeles allá en lo alto, por encima de las nubes y las cimas, más allá de los errores y los besos de los hombres; una estela blanca como promesa de una gran felicidad. Esa promesa nos llena de una alegría infantil, y nuestro optimismo, sepultado desde hace largo tiempo, parece despertar un poco, aunque el desaliento y la desesperación también se vuelven más profundos. Así es, una luz intensa perfila sombras profundas, una alegría desbordante encierra, en alguna parte, una gran tristeza, y la felicidad del hombre parece condenada a sostenerse en el filo de una navaja. La vida es bastante simple, pero el ser humano no; lo que llamamos enigmas de la existencia no son más que las marañas y los bosques impenetrables que nos habitan. En algún lugar está escrito que la muerte tiene las respuestas, que ella libera la sabiduría ancestral de las cadenas que la aprisionan; esto, evidentemente, es un auténtico disparate. Lo que sabemos, lo que hemos aprendido, no procede de la muerte sino de la poesía, de la desesperanza, en definitiva, de los recuerdos felices y las grandes traiciones. La sabiduría no se encuentra en nuestro interior; en su lugar albergamos algo que tiembla en lo más profundo de nuestro ser, y quizá sea más valioso. Hemos recorrido un largo camino, más largo que nadie, nuestros ojos son como gotas de lluvia: llenos de cielo, de aire puro y de la nada. Por eso no debes tener miedo de escucharnos. Aunque, si te olvidas de vivir, acabarás como nosotros: como un rebaño extraviado entre la vida y la muerte. Tan muerto, tan frío, tan muerto. Y, sin embargo, en algún lugar, lejos, en los confines del pensamiento, en lo más hondo de esa conciencia que da a los hombres su grandeza y su abyección, se vislumbra todavía una luz que titila y se niega a apagarse, se resiste a ceder bajo el peso de la oscuridad y la asfixia de la muerte. Esa luz nos alimenta y nos tortura, nos impele a seguir adelante en vez de tirarnos al suelo como animales desprovistos del don de la palabra y esperar lo que tal vez nunca llegará. La luz se mantiene trémula y seguimos adelante. Cierto, nuestros movimientos son inseguros, vacilantes, pero el objetivo es claro: salvar el mundo. Salvarte a ti y a nosotros con estas historias, con estos fragmentos de poemas y sueños que a lo largo de tanto tiempo han estado relegados al olvido. Vamos a bordo de una barca de remos carcomida y con nuestras redes enmohecidas nos disponemos a pescar estrellas.
Jón Kalman Stefánsson. La tristeza de los ángeles. Traducción de Elías Portela. Salamandra.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Despachos de guerra. Michael Herr

Hay una escena de Despachos de guerra que me gusta especialmente. Los soldados sentados en la posta de un aeropuerto, bajo la lluvia, la espera y el agotamiento, los gestos alucinados o hastiados y los silencios entre hombres casi fantasmales, figuras borrosas que parecen acabadas, miradas que se pierden en un punto indefinido, más allá de cualquier horizonte, supervivientes temporales de un caos y un infierno desconocidos. Herr escribe sobre estos hombres para hablar de la guerra de Vietnam, detalla conversaciones, hábitos y rezos, describe, con una violencia seca, los combates, se detiene en vuelos en helicóptero sobre la selva, el enemigo invisible en las colinas, las aldeas arrasadas tras las batallas, los corresponsales que creen cubrir una guerra y, como escribe Herr, la guerra los cubrió a ellos, ser conscientes que también participaron en la locura.



Quizás aceptásemos las mutuas historias de por qué estábamos allí sin preguntarnos más: los soldados que «tenían» que estar allí, los «fantasmas» y civiles cuya fe corporativa les había llevado allí, los corresponsales a quienes arrastraban la curiosidad o la ambición. Pero había un punto en que se entrecruzaban todas las vías míticas, desde el más ínfimo sueño húmedo John Wayne a la más grave fantasía soldado-poeta y allí, en aquel punto, creo que todos sabían todo sobre los demás, todos verdaderos voluntarios. No es que no oyeras algún que otro rollo trasnochado sobre el asunto: Corazones y Mentes, Pueblos de la República, fichas de dominó que caen en cadena, mantener el equilibrio mediante la contención del eterno adversario; podías oír también lo otro, algún joven soldado que, con la mayor inocencia, decía: «Todo eso son cuentos, amigo, vinimos aquí a matar amarillos. Nada más». Lo cual en mi caso no era cierto en absoluto. Yo estaba allí para observar.
Charla acerca de encarnar una identidad, de recluirse en un papel, de la ironía: yo fui a cubrir informativamente la guerra y la guerra me cubrió a mí; una vieja historia, a menos, claro está, que nunca la oyeras. Yo fui allí con la ingenua pero honrada creencia de que uno debe ser capaz de mirar cualquier cosa, honrada porque la asumí y pasé por ella, ingenua porque no sabía, tenía que enseñármelo la guerra, que eras tan responsable por todo lo que vieses como por todo lo que hicieras. Lo malo era que no siempre sabías lo que estabas viendo hasta después, quizás años después. Que gran parte de ello nunca conseguía pasar en absoluto, que sólo quedaba almacenado allí en tus ojos. Tiempo e información, rock-and-roll, la vida misma, la información no está congelada, lo estás tú.
A veces, no sabía si una acción duraba un segundo o una hora o si la soñaba o qué. En la guerra más que en otro tipo de vida, no sabías realmente lo que estabas haciendo casi nunca, sólo actuabas, y puedes montarte luego el rollo que quieras al respecto, decir que te sentías bien o mal, que te gustaba o te repugnaba, que hiciste esto o aquello, lo bueno o lo malo; aun así, lo que pasó, pasó.


Si el Mando habla de la Misión y de porcentajes, Herr prefiere visibilizar a los soldados, que no se conviertan en un número sin rostro en los partes de bajas, habla de adolescentes que han visto demasiadas películas de guerra antes de plantarse en una tierra extraña, de soldados que se reenganchan porque la guerra los ha ganado, de las pequeñas manías que se convierten en creencias durante los combates, de la espera delante de una selva, de los cuerpos mutilados, de defensas inútiles en Je Sanj, marines dejados en mitad de la guerra como símbolo de resistencia época, y ofensivas furiosas, de helicópteros que surcan el aire, el único lugar donde domina el ejército americano, de las formas insólitas que adoptan los cuerpos de los muertos (soldados, civiles). El Mando como lo realmente invisible y desquiciado (una guerra que está ganada cada día, hasta la derrota final), los soldados como supervivientes.



Y por la periferia de aquel tema global de Vietnam, cuyos informes diarios hacían demasiado pesado, insoportable, el periódico de la mañana, perdida en los contextos surreales de la televisión, había una historia que seguía siendo tan simple como siempre: hombres cazando hombres, una guerra espantosa, toda clase de víctimas. Y había también un Mando que no lo creía así, que nos metía en trampas desastrosas basándose en cálculos ficticios de bajas y una Administración que creía en aquel Mando, una fertilización mutua de ignorancia, y una prensa que por tradición y objetividad e imparcialidad (por no mencionar los propios intereses) procuraba que todo ello ocupase su espacio. Era inevitable que una vez que los medios de difusión se tomasen las maniobras de distracción lo bastante en serio para informar de ellas, las legitimasen también. Los portavoces hablaban en términos que carecían ya de valor como palabras, frases sin la menor esperanza de significar algo en un mundo sensato, y si bien la prensa ponía en entredicho gran parte de aquello, todo se mencionaba. La prensa reseñaba (más o menos) todos los hechos, reseñaba demasiados hechos. Pero nunca hallaba medio de informar de veras de la muerte, que, por supuesto, era, en realidad, la base de todo. Las pretensiones más repugnantes y descaradas de santidad en medio de la escabechina, recibían tratamiento serio en los periódicos y en los demás medios de difusión. La jerga utilizada restallaba en el cráneo como una andanada interminable, y cuando conseguías abrirte paso entre los cuentos de Washington y los cuentos de Saigón, todas las historias de la Otra Guerra y las de la corrupción y las de los súbitos y nuevos avances del ARVN, el sufrimiento te dejaba, en cierto modo, indiferente. Y después de suficientes años así, tantos que parecía que aquello había existido siempre, llegaba un momento en que podías sentarte allí al anochecer y oír a aquel hombre decir que las víctimas norteamericanas de la semana habían sido las más bajas de las últimas seis, que sólo habían muerto en combate ochenta marines, y tener la sensación de que acababas de hacer un buen negocio.


Saigón y los corresponsales forman parte importante de la novela. Las habitaciones de hotel, los encuentros entre corresponsales, las explosiones lejanas que se acercan poco a poco, Saigón como punto de regreso de la batalla antes de volver a ella. Herr retrata a reporteros como Dana Stone y Sean Flynn (hijo de Errol Flynn), que desaparecieron en la guerra, reporteros que tienen la misma mirada abismada de los soldados, que sacan fotos o escriben reportajes con urgencia, uno tras otro, la idea de llegar al otro lado del mundo con la realidad de los combates.

Herr colaboró con Coppola y Kubrick en sus películas sobre Vietnam. Es en Despachos de guerra donde aparece el lema Nacido para matar en el casco de un soldado y el símbolo de la paz, donde los helicópteros atacan aldeas y trasladan heridos (que son tumbas flotantes, helicópteros que transportan tantos muertos que no hay bolsas que cubran a todos), donde los soldados escuchan rock y fuman hierba como evasión de la locura, donde junto a corresponsales decididos hay otros suicidas o incluso llegan al nivel de simple turistas, la guerra de Vietnam como la primera con un despliegue periodístico brutal. Herr no sólo asiste a la guerra, participa en ella. Y es eso, su participación voluntaria, que esté de manera libre en los combates, lo que extraña a los soldados, lo que hace que lo busquen para que cuente la realidad, sin florituras ni mentiras. Despachos de guerra puede ser tomado tanto como relato periodístico como diario de un hombre en Vietnam.



Todos los demás que iban en el camión, tenían aquella expresión desquiciada y angustiada camino-del-Oeste que decía que era perfectamente correcto estar allí, donde la lucha sería más dura, donde no tendrías ni la mitad de lo que necesitabas, donde hacía más frío del que jamás hubiera hecho en Vietnam. En los cascos y en los chalecos antibalas habían escrito los nombres de viejas operaciones, de novias, sus nombres de guerra (MÁS ALLÁ DEL VALOR, VENGADOR y, MECANISMO POCO SEGURO), sus fantasías (NACÍ PARA PERDER, NACÍ PARA ARMAR LA DE DIOS, NACÍ PARA MATAR, NACÍ PARA MORIR), su información presente (SORBOS DE INFIERNO, EL TIEMPO ESTÁ DE MI PARTE, SOLO TÚ Y YO, DIOS, ¿VALE?). Me llamó un chaval, «¡Eh amigo! ¿Quieres que te cuente una historia? Escucha, escribe esto: Yo estuve allá en la 881, esto era en mayo, andaba por allí por aquella loma igual que un artista de cine, y aquel zip va y salta y se me echa encima y me coloca su maldita AK-47, sólo que se quedó tan asombrado ante mi temple que le metí todo el cargador en la barriga antes de que supiese como agradecérmelo. Me lo cargué, sí». Después de veinte kilómetros de esto, pese al lúgubre y turbio cielo que se extendía delante, pudimos ver humo que venía del otro lado del río, de la Ciudadela de Hue.


Despachos de guerra es miedo y muerte y psicosis, y junto a Las cosas que llevaban de Tim O´Brien, lo mejor que he leído sobre Vietnam.








Una vez que fui de Cam Lo a Dong Ja en un Chinook, me senté junto a un marine que sacó una Biblia de la mochila y empezó a leer, antes incluso de que despegáramos. Llevaba una pequeña cruz dibujada a bolígrafo en el chaleco antibalas y otra, menos notoria aún, en el forro del casco. Tenía una pinta rara para ser un marine que estuviese combatiendo en Vietnam. Por una parte, no estaba bronceado en absoluto, por muchos meses que hubiese pasado al sol, sólo estaba rojo y lleno de ronchas, pese a tener el pelo oscuro. Estaba también bastante gordo, debían sobrarle ocho kilos lo menos, aunque por las botas y por el uniforme se notaba que había pateado lo suyo. No era ayudante de capellán ni nada parecido, sólo un soldado gordo, pálido y religioso. (No encontrabas muchos que fuesen profundamente religiosos, aunque te pareciese lógico en principio que hubiera, con tantos chavales del sur y del medio oeste, de granjas y pueblecitos). En cuanto nos instalamos, empezó a leer, enfrascándose en la lectura, y yo me volví hacia la puerta, a contemplar la interminable sucesión de gigantescos hoyos que salpicaban el terreno, las enormes cicatrices que había donde el napalm o las sustancias químicas habían roído la capa vegetal. (Había un equipo especial de las Fuerzas Aéreas que realizaba misiones de defoliación. Les llamaban los Peones del Rancho, y su consigna era: «Sólo nosotros podemos evitar que haya bosques»). Cuando saqué cigarrillos y le ofrecí uno, alzó la vista de la Biblia y lo rechazó con un gesto, soltando aquella risa brusca y sin objeto que indicaba claramente que aquel marine había visto mucha acción. Quizás hubiese estado incluso en Je Sanj, o en la 861 con la Novena. No creo que se notase que yo no era marine, porque llevaba puesto un chaleco antibalas de la Infantería de Marina que me tapaba las placas de identificación que llevaba cosidas al uniforme, pero consideró mi oferta de tabaco una cortesía y quiso corresponder. Me pasó la Biblia abierta, riendo casi entre dientes ya, indicándome un pasaje de los Salmos, 91:5, que decía:

No habrás de temer al miedo de la noche; ni la saeta que vuela de día.
Ni la pestilencia que vaya en las tinieblas; ni la mortandad que asola al mediodía.
Caerán mil a tu lado, diez mil a tu derecha; no caerás tú.

Vale, pensé, es bueno saberlo. Y escribí «¡Magnífico!» en un trozo de papel y se lo pasé, y él alzó el pulgar, estaba de acuerdo. Volvió al libro y yo volví a la puerta, pero tuve todo el viaje hasta Dong Ja el impulso maligno de recorrer los Salmos y encontrar un pasaje que ofrecerle, uno que hablase de los mancillados por sus propias obras, los reducidos a necia idolatría por sus propios inventos.
Michael Herr. Despachos de guerra. Traducción de J. M. Álvarez Florez y Ángela Pérez. Anagrama.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Torborg Nedreaas en Nada crece a la luz de la luna

Escucha. Se trata solamente de una pequeñez que iba a mencionar. Recordarás que dije que nos encontramos a alguien en el camino. No, no… No es nada traumático ni nada por el estilo. Sólo algo en lo que pensé entonces o poco después. Venían esos jóvenes sindicalistas de Gruben, cantando. Él dijo: «Vaya unos cabrones». Al pasar a su lado, no les miramos. No, en realidad nunca les hemos mirado. Pero yo pensé en ellos, en que estaba cantando. ¡Porque aquello sí que era cantar! Y me percaté de que los envidiaba. Pensé que ninguno de ellos podía estar pasándolo mal. Hay distintas maneras de cantar, ¿no?
Era la canción de los invulnerables. ¡Oh! ¿Qué había en el fondo de su canción? ¿Puede una política seca e inhumana ―sí, escucha esa palabra tan rimbombante―, puede proporcionar calor a los jóvenes corazones y brillo a los jóvenes ojos y darle la letra que hay en su canción si no hubiera nada más… si su lucha no fuera una lucha por la humanidad? ¡Oh! ¡Ojalá alguien me hubiera respondido antes a eso!
Porque ya es demasiado tarde. ¿No es extraño que la mayoría de la gente esté de acuerdo en que hay algo que va tremendamente mal pero, a la hora de la verdad, no quieren que se produzca cambio alguno? Sí, había socialistas en Gruben y querían cambios para que las cosas mejoraran y fueran más justas… Pero quienes querían realizar cambios y hacer realmente algo para arrancar el mal desde la raíz eran odiados como la peste. A aquellos jóvenes que representaban a la única juventud que trabajaba para dar cumplimiento a nuestros deseos y anhelos ni los mirábamos.
Pero ellos cantaban. Sí, cantaban, y su canción me marcó y se ocultó en algún lugar de mí, resonando desde entonces en mi interior. Pero ya es demasiado tarde… para .
¿Sabes lo que me dijo un hombre una vez?... No, ya se desbocan mis pensamientos, pero quiero contarte lo que un hombre me dijo una vez. Me dijo: «Nada crece a la luz de la luna». Bueno, me desespero terriblemente porque no consigo expresar lo que quiero que entiendas ahora… Tenemos demasiado miedo a que nos dé directamente la ardiente luz del sol. Anhelamos el sol, pero nos sentimos más seguros bajo la luz de la luna. Lo entiendes, ¿verdad? En fin, tal vez lo entiendas cuando esta noche haya acabado.
Una vez vi a una chica ―una puta― agachándose para recoger unos billetes. No quería ese dinero. Decía que quería tirárselo a la cara del que se lo había arrojado a ella. Pero los metió en su bolso a gran velocidad. Sí, vi sus manos. Y también vi sus ojos, sus airados ojos de puta. Dijo lo peor que podía decir, que era una zorra. Pero vi sus manos. Eran muy veloces, y muy pobres, y con ellas metía un dinero sucio en su bolso porque no podía permitirse arrojarlo a la cara de nadie, ni podía permitirse un poco de orgullo.
Torborg Nedreaas. Nada crece a la luz de la luna. Traducción de Mariano González Campo. Editorial Errata naturae.