Unas semanas después de la muerte de mi padre busqué en sus cajones y carpetas en busca de su letra apretada y torcida. Encontré poca cosa, su cartilla militar y profesional, los mensajes de amor y recuerdo escritos en el reverso de sus fotografías, recortes de periódicos que hablaban de los pueblos donde vivió. Poco más. En ese momento extrañé un diario o anotaciones en un cuaderno a lo largo de los años que me mostraran el mundo en el que vivió mi padre, el mundo que sólo él veía y sentía, ante el que se encontraba solo y desnudo. Mi padre es historia oral, son mis recuerdos de él sentado en un banco, al aire libre, o desnudo en una ducha mientras lo aseaba o en un café ante una cerveza sin alcohol mientras hablaba de un mundo hoy desaparecido —aún guardo tres audios de sus últimos días, donde se relataba los mismos recuerdos con una voz que parecía ajena a él, con un eco extraño y robotizado—.
Escribo a ýb estas cartas con las que intento que este mundo mío no se pierda y compartirlo más allá de las conversaciones con e. Decía Cărtărescu que la única literatura a leer es la memorística.
Hoy, por ejemplo, podría escribir sobre las lenguas africanas y asiáticas que escucho durante el reparto: el padre afgano o sirio, no me atrevo a preguntar, que responde a sus hijas en un idioma que desconozco y que siento hermoso y parte del pasado. Llevan apenas un año aquí, él ya habla español, su mujer apenas sabe decir hola y gracias y sus niños se despiden en euskera. O la mujer china que habla bajo y rápido cuando responde en su lengua a su marido. O el matrimonio magrebí y su acento musical. Escucho palabras de otros continentes y tiempos, palabras que desconozco y a las que podría dar el significado que yo quisiera.