Estoy sentado en el balcón, la espalda apoyada contra un pequeño armario, las piernas sobre las baldosas rojas. La maceta a mi lado sólo tiene tierra y piedras. A través de los barrotes blancos, la línea del atardecer en los tejados, una niña grita “¿hay alguien ahí?” y el camino de baldosas amarillas bajo el balcón. Las nubes pasan como nubes en el cielo.
Se acerca a la ventana, da un par de golpes con los nudillos y nos miramos en silencio. Empaña el cristal con su aliento y escribe abre —a su edad, diez años, yo dibujaba asteriscos y mi nombre y corazones en los cristales empañados—. Espero unos segundos antes de abrir: su aliento sobre el cristal, abre desaparece letra a letra, su cara curiosa que me observa y su pregunta de por qué me gusta estar solo en los atardeceres.
Cuando se sienta a mi lado me cuenta que soñó que estaba soñando, que se despertaba del sueño dentro del sueño y sentía vértigo (las paredes se movían y parecían plegarse sobre su espalda), que quería despertarse porque sabía que aún estaba en un sueño pero que no podía desoñar.
Asiento con un pequeño gesto. Le digo que me gustan las palabras que se inventa y que construya nuevos significados, que desoñar me recuerda a una madeja que se convierte en un hilo fino y largo.
—Tal vez la vida sea un sueño dentro de otro y nuestra imposibilidad de desoñar.
(04.09.2013)
Los lunes de Anay. Libido…
"y este blues largo
para decir tu nombre
como un trofeo"
SOLEDAD ÁLVAREZ
CHICO WRANGLER
Dulce corazón mío de súbito asaltado.
Todo por adorar más de lo permisible.
Todo porque un cigarro se asienta en una boca
y en sus jugosas sedas se humedece.
Porque una camiseta incitante señala,
de su pecho, el escudo durísimo,
y un vigoroso brazo de mínima manga sobresale.
Todo porque unas piernas, unas perfectas piernas,
dentro del más ceñido pantalón, frente a mí se separan.
Han pasado tres semanas desde la mudanza. Del caos inicial —un colchón, mochilas y maletas semiabiertas en el suelo, cajas de libros, cuadros, fotografías, cartas, relojes sin tiempo, piedras, dibujos, pequeños objetos capaces de llenar un gran espacio— al comienzo de un orden y este sentimiento de hogar. Durante los últimos días, en los momentos de cansancio o desidia, abro las cajas y busco entre las estanterías un nuevo lugar a mis libros. Los libros pendientes a un lado, la poesía reunida en un par de baldas, las lecturas terminadas entre columnas y las cajas. Desembalar cajas de libros es un ejercicio de memoria y premonición. El futuro, la mirada despojada, el tiempo pasado. Hago y rehago el orden —las estanterías como dunas en movimiento—. Creo que fue en Chivite donde leí que habría que medir las bibliotecas no por la cantidad de libros, sino por el tiempo que representan —tiempo de escritura, de edición, de lectura—. Si sumase el tiempo en cada libro mi biblioteca alcanzaría tiempos prebíblicos.
Ahora llueve, fuera de este ventanal inconmensurable. Entreabro un parte para dejar pasar el sonido de la lluvia. He de sentarme en una esquina de esta mesa para ver el paisaje completo: los árboles en las riberas del río, las chimeneas en los tejados de las casas en la otra orilla, el humo blanco de la fábrica blanca, el pequeño monte tras ella, todo el cielo. Hay tardes, junto a esta ventana, entre libros, silencios y nubes, donde me sorprende el encendido de las farolas. El cielo se mueve, muda la luz —entre las páginas, en mi mirada, sobre las copas de los árboles—, permanecen mis silencios.
Escribo a Anay: Me conmueve este lunes. Por el momento elegido. Porque leer en gallego es leer (en) mi infancia. Leo coitelo y vuelvo a aquellas cocinas gallegas donde se revivían viejas batallas y emboscadas y nos servían de refugio en las tardes de tormenta, bajo el crucifijo mudo, vuelvo a aquellas cocinas en las que, cada mañana, una olla en el fuego y en la noche las visitas de un loco bueno de ojos azules con su armónica, vuelvo a abrir al azar Follas novas, el único libro que he robado, y preguntar a mis padres o a mis tías el significado de las palabras desconocidas, vuelvo a un camino blanco tras una ventana enrejada, el silencio negro de mi abuela, el olor a café caldo ganado hierba tierra humo, los tañidos de las campanas entre el ruido de tractores y cigarras, vuelvo a aquella luz y aquellas voces que anticipaban los espacios hoy cerrados y ausentes.
Y elijo un poema de Rosalía de Castro para responder su lunes.
Es la primera vez que me siento en esta mesa junto a la ventana a escribir una carta. Hace una semana
no había apenas muebles, sólo un colchón en el suelo, bolsas semicerradas, mochilas y cajas de libros. Se hacía difícil ubicarse en este desorden y sentir apego hacia una casa que estaba tan vacía como llena, que era espejismo e imaginación. Hoy, diez días después, empieza a haber un orden y crece, día a día, la sensación de hogar —el desorden aún anida, pausado, en la habitación pequeña. Estanterías vacías, una treintena de cajas de libros, bolsas con recuerdos, una butaca deshilachada por nuestras gatas—. Mientras preparaba la mudanza, me sorprendió la cantidad de objetos pequeños que guardamos, postales, retratos en sepia, piedras de nuestras playas recurrentes, de nuestros caminos recurrentes, colgantes, miniaturas de animales o robots de cine, hojas secas para marcapáginas, tres relojes parados en tres horas diferentes, pequeños altares. Lo minúsculo se hace visible.
Te escribo junto a un ventanal de cinco metros, sin persianas. Abarca la cocina y el salón. A veces bromeo y digo que vivimos en una casa sin paredes ni pasillos. Ha cambiado el paisaje, ahí fuera. O ha girado. Porque nos hemos movido apenas doscientos metros de nuestra antigua casa. Ahora el horizonte se ha agrandado y el cielo se ha abierto sobre los árboles junto al río y los tejados al otro lado del río. Nada nos tapa la mirada. En esta hora de la tarde, con esta luz de octubre, con esta pausada luz de otoño, elijo la silla esquinada que da hacia las sombras y la última luz del atardecer sobre unos modestos montes, en vez la que elijo en las últimas horas de la madrugada, cuando desayuno frente a mi reflejo incrustado en la noche, ahí fuera —tengo tres miradas posibles—.
Desde niño me han llamado las ventanas grandes. Me permiten mirar sin tiempo hasta que lo observado se desvanece por entero —como al repetir hasta el infinito la misma palabra hasta descubrir que ha perdido cualquier significado—. Elijo las cafeterías por sus ventanales —como aquella en un parque del norte argentino que daba a los cerros y veía, al atardecer, las hogueras de los vagabundos para pasar los noches de un agosto invernal—, elijo las ventanas de las cocinas: para escribir, como en la de mis padres, desde donde se escuchaba el fragor del parque de juegos y el brillo del sol sobre los ladrillos rojos del barrio; para esperar, como en la enrejada de mis abuelos, que daba a un camino blanco en el que aparecía mi padre con una cesta de mimbre y una caña de pescar, la camisa abierta, el cuerpo un árbol erguido.
—ahora, una pareja se ha detenido, a medio centenar de metros de estas nuevas casas, no todas ocupadas. Señalan esta ventana, imagino sorprendidos por su tamaño, por la ausencia de persianas. Soy quien mira y quien es observado, ahora—.
Leo, desde el inicio de esta mudanza, la trilogía Cegador de Cărtărescu donde Mircea escribe sobre mundos febriles, infinitos, oníricos y translucidos, sobre insectos, miradas vueltas hacia el centro del cerebro, la eterna pregunta de quién soy yo o qué es la existencia, junto a varias ventanas. Una de ellas es un tríptico, como la nuestra, pero a través de ella Mircea ve Bucarest y un mundo de estatuas. Yo veo, ahora, nubes delgadas, la línea de sombra que traza una frontera en una campa, los árboles junto al río, una bandada de gorriones, la luz de otoño.
Intento guardar las emociones de estos primeros días, los cambios alrededor en esta construcción de un hogar. Dentro de unos años me sorprenderán los cambios en el paisaje de esta ventana, las transformaciones invisibles en nuestro hogar.