En aquella época vivíamos en un pequeño apartamento junto a
la estación de tren. Los sábados por la mañana salíamos a desayunar a la
estación y mi mujer me contaba sus sueños antes de olvidarlos. Yo me quedaba en
silencio y seguía los gestos de su mano para remarcar una palabra, tsunami,
sombras, sótanos, hogueras. Mi mujer intentaba unir cada imagen del sueño con
una emoción o un recuerdo lejano. Y a veces lo conseguía. Entonces, una sonrisa
de triunfo y la madeja de su infancia un poco menos liada.
Nos gustaba el ajetreo de la estación, el ruido de pasos y
maletas en el suelo, el murmullo constante de las conversaciones que nos
adormecía, los abrazos en los encuentros y las últimas palabras en las
despedidas, las tiendas asépticas y la rapidez una estela visible, las palomas
cojas que pasaban a centímetros de nuestra cabeza y cuyo aleteo nos recordaba
al viento entre el trigo, sentir que cada persona tenía un destino y sabía el
lugar que ocupaba en ese instante y el lugar al que quería ir, nosotros como
espectadores fuera del tiempo, ellos un camino recto y marcado. Sentados en la
estación, la vida parecía tener un sentido que desconocíamos. Había una teoría
que aseguraba que el observador cambiaba el objeto observado y nos preguntábamos
qué habíamos cambiado en todas aquellas figuras que pasaban ante nosotros, si
habríamos modificado algún deseo, recuerdo o futuro, si su cuerpo sería igual a
como entró en la estación.
Nos colábamos en los andenes de largo recorrido antes del amanecer.
El reflejo del sol en las vías nos cegaba y durante unos minutos cerrábamos los
ojos para ver un punto naranja dentro de nuestra oscuridad. En la oscuridad
también hay luz, decía mi mujer, y yo le contaba la aventura de aquel hombre
platónico que salió de su encierro en la cueva y vio por primera vez el sol, y
me preguntaba en voz alta cómo pudo conservar la cordura ante unas formas y un
lenguaje desconocidos y carentes de definiciones, porque aquel hombre no
conocía las palabras sol, bosque, verde, y era libre ante un mundo sin nombres.
Abríamos los ojos y el mundo se presentaba pálido y decolorado y yo intentaba
sentir una realidad no condicionada por la experiencia.
Había una vida subterránea en la estación, los vagabundos
que dormían en coches y se acercaban a contarte su historia, una infancia en el
norte y un padre que pasaba caballos de contrabando al otro lado de la
frontera, un marido que se escapó con otra mujer a algún país sudamericano, las
antiguas carreteras, aquello sí que era viajar, decían, uno o dos días en
recorrer medio país en autobuses pequeños y de aire viciado, el amor que
rechazaron y que acabaron por extrañar y por creer que los habría salvado de su
vida errabunda. Entonces, bajaban la mirada y murmuraban algo sobre vender
pañuelos y ambientadores en los semáforos, su personal búsqueda de una segunda
oportunidad, de unirse a la rapidez que se desplegaba a su alrededor. Mi mujer
sacaba una carta de su baraja de tarot y les hablaba de energías, siempre
buenas o intensas, de cambios de ciclo, de desprenderse de algo del pasado
cuando salía la carta de la muerte roja y ellos apartaban los ojos, asustados. Aquellas
cartas les revelaban mundos y vidas posibles, el misterio y la realidad fuera
de su cueva, y se marchaban reconfortados, su corazón un pequeño y cálido fuego
que se extinguía en la noche.
Esperábamos las llegadas de los trenes y buscábamos a los
pasajeros que agachaban la cabeza decepcionados tras echar un vistazo a
izquierda y derecha y saberse solos. Nos acercábamos a ellos y les ofrecíamos
nuestro amor, puro y sencillo. Me recordaban a
personajes carverianos, ex alcohólicos
que han perdido a su pareja o mujeres que han visto caballos en la niebla antes
de una última despedida. Había una tensión y una violencia contenida en ellos y
pensaban en la soledad y el frío que les devolvían muebles.
Algunas ventanas se iluminaban en el preciso instante que salíamos
de la estación, una señal del futuro según mi mujer. Sabíamos que en las
ventanas oscuras se escondían vidas plenas y sinceras y que la luz en las
ventanas quería ser un faro que ahuyentase miedos y atrajese algo nuevo, un
cuerpo traspasado por un relámpago.
Tumbados en la cama nos dormíamos con la llegada del último
tren, en aquella época.
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