Fuera de la habitación, el crepúsculo y los sonidos
cotidianos, los niños y perros que lloran o aúllan. Dentro de la habitación, un
joven, apenas un muchacho, un superviviente de los campos de concentración,
alguien que ha dejado atrás muertos y recuerdos y pasa, en tierra palestina, de
víctima a verdugo. El muchacho lucha contra el mandato inglés en Palestina y
por una patria judía. Ha entrado en combate, algunas escaramuzas contra un
enemigo lejano y casi invisible. Pero con la llegada del amanecer tendrá que
ejecutar a un oficial inglés como respuesta a una ejecución de un compañero de
armas. Mañana mataré a un hombre, dice, y el significado de ese hecho se
apoderará de él durante las horas previas al amanecer.
No, no era fácil convertirse en Dios; sobre todo cuando había que vestirse, para ello, con un uniforme gris oscuro, un uniforme de SS.Pero, de todos modos, era más fácil que ejecutar a un rehén.Durante la primera operación —y las que le siguieron— yo no estaba solo. Es verdad que había matado, pero en grupo. Nunca solo. Con John Dawson, sería distinto. Miraría su cara y él vería la mía, y se daría cuenta de que yo tenía ojos por todas partes.—No te atormentes, Elisha —dijo Gad, que me observaba desde hacía un rato, después de haber cerrado la radio—. Es la guerra.Hubiera querido preguntarle si Dios, el dios de la guerra, llevaba uniforme también. Pero preferí callar. Pensé: «Dios no lleva uniforme. Dios es más bien un combatiente de la Resistencia. Dios es un terrorista».
***
Si en La noche
Wiesel describía el horror puro y cruel, en El
alba, segunda parte de la Trilogía de
la noche, se habla de la espera, la condición extrema de víctima y verdugo,
los muertos que llevamos dentro, aquellos que vimos morir delante de nosotros y
conformaron nuestro ser y asisten como testigos desde el otro lado al rumbo de
los nuevos tiempos. El alba
transcurre en una habitación durante una noche y el muchacho, un Wiesel de
ficción, se ve rodeado por los fantasmas de quienes le precedieron y por el
niño que fue y se pregunta por ese nuevo lugar que ocupa, el de verdugo.
De nuevo tuve que abrirme paso entre la multitud de sombras y de miradas y, exhausto, jadeante, llegué ante el niñito.—Dime —le imploré—. Dime: ¿qué haces aquí? ¿Y los otros? ¿Todos los demás?El niñito abrió asombrado los ojos.—¿No lo sabes? —preguntó.Le respondí que no. Que no lo sabía.—Un hombre va a morir mañana, ¿no es cierto? —interrogó.Le confirmé que, en efecto, un hombre iba a morir al amanecer.—Y tú lo ejecutarás, ¿no es cierto? —prosiguió.—Sí, es verdad. Yo soy el encargado de la ejecución.—¿Y no comprendes? —se asombró el niñito.No. No comprendía.—Pero es muy simple sin embargo. Hemos venido para asistir a la ejecución. Queremos verte en la tarea. Queremos verte transformado en verdugo. Es lógico, ¿no es cierto?—¿Por qué es lógico? ¿En qué les afecta la ejecución de John Dawson?—Tú eres la suma de lo que éramos nosotros —me explicó el niñito que se parecía al que yo había sido antes—. Somos, pues, un poco nosotros quienes ejecutaremos a John Dawson mañana al amanecer. No puedes hacerlo sin nosotros. ¿Comprendes ahora?Comenzaba a comprender. Un acto absoluto, como el de dar la muerte, compromete no solo al propio ser sino a todos aquellos que participaron en su formación. Al matar a un hombre, también a ellos los convertía en asesinos.—Entonces —repitió el niñito—. ¿Comprendes?—Comprendo —respondí.—¡Pobre pequeño, pobre pequeño! —murmuró mi madre, cuyos labios ahora estaban más amarillos que la barba de mi viejo maestro.
***
El alba es un
canto fúnebre, es el encuentro entre quienes fuimos y quienes somos, entre
muertos y vivos, entre la víctima y el verdugo. Se aproxima la luz del día y el
muchacho se acerca a su víctima y hablan de los motivos de su encuentro, la
víctima, un oficial culto, que compadece al verdugo, el paso que va a dar, el
muchacho que odia al inglés porque siente que lo ha colocado en una posición de
verdugo que no quiere. El muchacho dividido entre lo aprendido entre quienes le
amaban y lo vivido en los campos nazis y la lucha por construir un país, una
resistencia judía que decide no volver a estarse quieta y humillada y llega a
un estado de guerra contra un gobierno extranjero. Y el silencio de dios.
***
Hay una sencillez en las páginas de El alba que se mezcla con la tensión de la espera y un destino
trágico, las preguntas sobre la violencia y la supervivencia, las horas que
avanzan con lentitud hacia una ejecución y un cambio en la percepción del
mundo, el papel de dios, que ya se transformó en La noche, de sustento y presencia a ausencia y silencio, Wiesel
pasa de los campos donde dios, o la idea de dios, era imposible, al instante
tras la guerra donde hombres y mujeres judíos intentan volver a una tierra que
sienten suya y formar un país propio. Hay un mundo alegórico en El alba, el rostro de la muerte y la
cara con docenas de ojos en quienes la representan, el paso de la oscuridad a
la claridad (y siempre la penumbra que hay en ellas), los muertos que hablan
con los vivos y enmudecen ante sus acciones. El muchacho ha salido de un campo
de concentración y se dirige hacia una luz inhóspita.
—Venga a casa —dije al mendigo—. Allí tendrá comida y una
cama para dormir.
—No duermo nunca —respondió el mendigo.
Ahora estaba seguro de que no era un mendigo…
Le dije que tenía que volver a mi casa y se ofreció a
acompañarme un trecho del camino. Mientras caminábamos por las callejuelas
cubiertas de nieve, me preguntó si le tenía miedo a la oscuridad.
—Sí —le contesté—, le tengo miedo a la oscuridad. Hubiera
querido agregar que también le tenía miedo a él, pero estaba seguro de que lo
sabía.
—No hay que tenerle miedo a la oscuridad —me advirtió
mientras me tomaba del brazo (lo que me hizo estremecer)—. La noche es más
clara que el día. Se piensa mejor, se ama mejor, se sueña mejor de noche. De
noche todo se vuelve más intenso, más verdadero. Una frase pronunciada de día
adquiere un sentido diferente, más profundo, de mayores alcances, cuando su eco
nos llega de noche. La tragedia de los hombres es que no saben cuándo es de
noche y cuándo es de día. Dicen de noche las cosas que deberían decir de día.
Al llegar a la puerta de nuestra casa, se detuvo. Le
pregunté si no quería entrar. No, no quería. Tenía que irse. Pensé: «Va a
volver a la sinagoga para recibir a los muertos a medianoche».
—Escucha —me dijo, y los dedos de su mano se cerraron
sobre mi brazo—, voy a enseñarte el arte de separar el día de la noche. Mira
siempre a la ventana y, si no está a tu alcance, mira los ojos de un ser
humano; si ves en ellos una cara, cualquiera, sabrás que la noche ha ocupado el
lugar del día. Pues, has de saber que la noche posee un rostro.
Luego, sin darme tiempo para contestarle algo, me dijo
adiós y desapareció en la nieve.
Elie Wiesel. El
alba. Traducción de Fina Warschaver.
Austral.
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