Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 23 de febrero de 2017

notas sobre El alba. Elie Wiesel

Fuera de la habitación, el crepúsculo y los sonidos cotidianos, los niños y perros que lloran o aúllan. Dentro de la habitación, un joven, apenas un muchacho, un superviviente de los campos de concentración, alguien que ha dejado atrás muertos y recuerdos y pasa, en tierra palestina, de víctima a verdugo. El muchacho lucha contra el mandato inglés en Palestina y por una patria judía. Ha entrado en combate, algunas escaramuzas contra un enemigo lejano y casi invisible. Pero con la llegada del amanecer tendrá que ejecutar a un oficial inglés como respuesta a una ejecución de un compañero de armas. Mañana mataré a un hombre, dice, y el significado de ese hecho se apoderará de él durante las horas previas al amanecer.


No, no era fácil convertirse en Dios; sobre todo cuando había que vestirse, para ello, con un uniforme gris oscuro, un uniforme de SS.
Pero, de todos modos, era más fácil que ejecutar a un rehén.
Durante la primera operación —y las que le siguieron— yo no estaba solo. Es verdad que había matado, pero en grupo. Nunca solo. Con John Dawson, sería distinto. Miraría su cara y él vería la mía, y se daría cuenta de que yo tenía ojos por todas partes.
—No te atormentes, Elisha —dijo Gad, que me observaba desde hacía un rato, después de haber cerrado la radio—. Es la guerra.
Hubiera querido preguntarle si Dios, el dios de la guerra, llevaba uniforme también. Pero preferí callar. Pensé: «Dios no lleva uniforme. Dios es más bien un combatiente de la Resistencia. Dios es un terrorista».

***

Si en La noche Wiesel describía el horror puro y cruel, en El alba, segunda parte de la Trilogía de la noche, se habla de la espera, la condición extrema de víctima y verdugo, los muertos que llevamos dentro, aquellos que vimos morir delante de nosotros y conformaron nuestro ser y asisten como testigos desde el otro lado al rumbo de los nuevos tiempos. El alba transcurre en una habitación durante una noche y el muchacho, un Wiesel de ficción, se ve rodeado por los fantasmas de quienes le precedieron y por el niño que fue y se pregunta por ese nuevo lugar que ocupa, el de verdugo.


De nuevo tuve que abrirme paso entre la multitud de sombras y de miradas y, exhausto, jadeante, llegué ante el niñito.
—Dime —le imploré—. Dime: ¿qué haces aquí? ¿Y los otros? ¿Todos los demás?
El niñito abrió asombrado los ojos.
—¿No lo sabes? —preguntó.
Le respondí que no. Que no lo sabía.
—Un hombre va a morir mañana, ¿no es cierto? —interrogó.
Le confirmé que, en efecto, un hombre iba a morir al amanecer.
—Y tú lo ejecutarás, ¿no es cierto? —prosiguió.
—Sí, es verdad. Yo soy el encargado de la ejecución.
—¿Y no comprendes? —se asombró el niñito.
No. No comprendía.
—Pero es muy simple sin embargo. Hemos venido para asistir a la ejecución. Queremos verte en la tarea. Queremos verte transformado en verdugo. Es lógico, ¿no es cierto?
—¿Por qué es lógico? ¿En qué les afecta la ejecución de John Dawson?
—Tú eres la suma de lo que éramos nosotros —me explicó el niñito que se parecía al que yo había sido antes—. Somos, pues, un poco nosotros quienes ejecutaremos a John Dawson mañana al amanecer. No puedes hacerlo sin nosotros. ¿Comprendes ahora?
Comenzaba a comprender. Un acto absoluto, como el de dar la muerte, compromete no solo al propio ser sino a todos aquellos que participaron en su formación. Al matar a un hombre, también a ellos los convertía en asesinos.
—Entonces —repitió el niñito—. ¿Comprendes?
—Comprendo —respondí.
—¡Pobre pequeño, pobre pequeño! —murmuró mi madre, cuyos labios ahora estaban más amarillos que la barba de mi viejo maestro.

***

El alba es un canto fúnebre, es el encuentro entre quienes fuimos y quienes somos, entre muertos y vivos, entre la víctima y el verdugo. Se aproxima la luz del día y el muchacho se acerca a su víctima y hablan de los motivos de su encuentro, la víctima, un oficial culto, que compadece al verdugo, el paso que va a dar, el muchacho que odia al inglés porque siente que lo ha colocado en una posición de verdugo que no quiere. El muchacho dividido entre lo aprendido entre quienes le amaban y lo vivido en los campos nazis y la lucha por construir un país, una resistencia judía que decide no volver a estarse quieta y humillada y llega a un estado de guerra contra un gobierno extranjero. Y el silencio de dios.

***

Hay una sencillez en las páginas de El alba que se mezcla con la tensión de la espera y un destino trágico, las preguntas sobre la violencia y la supervivencia, las horas que avanzan con lentitud hacia una ejecución y un cambio en la percepción del mundo, el papel de dios, que ya se transformó en La noche, de sustento y presencia a ausencia y silencio, Wiesel pasa de los campos donde dios, o la idea de dios, era imposible, al instante tras la guerra donde hombres y mujeres judíos intentan volver a una tierra que sienten suya y formar un país propio. Hay un mundo alegórico en El alba, el rostro de la muerte y la cara con docenas de ojos en quienes la representan, el paso de la oscuridad a la claridad (y siempre la penumbra que hay en ellas), los muertos que hablan con los vivos y enmudecen ante sus acciones. El muchacho ha salido de un campo de concentración y se dirige hacia una luz inhóspita.









—Venga a casa —dije al mendigo—. Allí tendrá comida y una cama para dormir.
—No duermo nunca —respondió el mendigo.
Ahora estaba seguro de que no era un mendigo…
Le dije que tenía que volver a mi casa y se ofreció a acompañarme un trecho del camino. Mientras caminábamos por las callejuelas cubiertas de nieve, me preguntó si le tenía miedo a la oscuridad.
—Sí —le contesté—, le tengo miedo a la oscuridad. Hubiera querido agregar que también le tenía miedo a él, pero estaba seguro de que lo sabía.
—No hay que tenerle miedo a la oscuridad —me advirtió mientras me tomaba del brazo (lo que me hizo estremecer)—. La noche es más clara que el día. Se piensa mejor, se ama mejor, se sueña mejor de noche. De noche todo se vuelve más intenso, más verdadero. Una frase pronunciada de día adquiere un sentido diferente, más profundo, de mayores alcances, cuando su eco nos llega de noche. La tragedia de los hombres es que no saben cuándo es de noche y cuándo es de día. Dicen de noche las cosas que deberían decir de día.
Al llegar a la puerta de nuestra casa, se detuvo. Le pregunté si no quería entrar. No, no quería. Tenía que irse. Pensé: «Va a volver a la sinagoga para recibir a los muertos a medianoche».
—Escucha —me dijo, y los dedos de su mano se cerraron sobre mi brazo—, voy a enseñarte el arte de separar el día de la noche. Mira siempre a la ventana y, si no está a tu alcance, mira los ojos de un ser humano; si ves en ellos una cara, cualquiera, sabrás que la noche ha ocupado el lugar del día. Pues, has de saber que la noche posee un rostro.
Luego, sin darme tiempo para contestarle algo, me dijo adiós y desapareció en la nieve.
Elie Wiesel. El alba. Traducción de Fina Warschaver. Austral.

lunes, 20 de febrero de 2017

Las pequeñas virtudes. Natalia Ginzburg


Hay algo excepcional en los primeros textos de Las pequeñas virtudes, ejercicios de memoria de una Italia en la segunda guerra mundial. Ginzburg recuerda sus días exiliados forzosos en los Abruzos, antes del regreso a la ciudad, antes de la tortura y muerte de su marido, del final de la guerra y el dolor. Extraños en una tierra que no es la suya, Ginzburg habla de un paisaje que acaba por reconocer, de la nostalgia y las huellas de su vida anterior, de los personajes curiosos que la saludan cada día, el carpintero que construía ataúdes, la muchacha de la limpieza, una pocas páginas donde la escritura es límpida y sencilla, evocadora y triste, y te colocan en el ánimo de un tiempo concreto. El final de Invierno en los Abruzos, el texto con el que se abre Las pequeñas virtudes, es asombroso

El final del invierno despertaba en nosotros una especie de inquietud. Quizá alguien vendría a visitarnos: quizá por fin ocurriría algo. Nuestro exilio tenía que acabar alguna vez. Los caminos que nos separaban del mundo parecían más cortos; el correo llegaba con más frecuencia. Todos nuestros sabañones se curaban lentamente.
Existe una cierta uniformidad monótona en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua. Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias.
Mi marido murió en Roma en la cárcel de Regina Coeli, pocos meses después de que dejáramos el pueblo. Ante el horror de la muerte solitaria, ante las angustiosas alternativas que precedieron a su muerte, yo me pregunto si esto nos ocurrió a nosotros, a nosotros que comprábamos las naranjas en la tienda de Giró y nos paseábamos por la nieve. Entonces yo tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de experiencias y de empresas comunes. Pero aquella fue la mejor época de mi vida y solo ahora que ha pasado para siempre, solo ahora, lo sé.



Los siguientes textos son igualmente hermosos y tristes, Los zapatos rotos, que simbolizan un cambio con el pasado, una forma de ver aquel presente de una época de totalitarismos y guerra y cómo afectaba a la población anónima. O Retrato de un amigo, sobre Pavese (y Turín), un admirable texto donde escritor y lugar se confunden, dos entidades donde prevalecen la niebla, una belleza extraña y la sombra de la muerte, la sencillez y emoción de Ginzburg al hablar de su amigo y asociarlo a la ciudad, su regreso a Turín y saber que ya quedan pocas cosas vivas a las que asirse. La escritura de Ginzburg es contención y fluidez, hablar con emoción pero sin sensiblería.


La ciudad que amaba nuestro amigo sigue siendo la misma. Ha habido algún cambio, pero se trata de cambios menores: han puesto trolebuses, han hecho algún paso subterráneo. No hay cines nuevos. Siguen estando los antiguos, con los nombres de entonces: nombres que al repetirlos vuelven a despertar en nosotros la juventud y la infancia. Nosotros ahora vivimos en otra parte, en otra ciudad muy distinta, y más grande. Si nos encontramos y hablamos de nuestra ciudad, lo hacemos sin pena por haberla dejado, y decimos que ahora ya no podríamos vivir allí. Pero cuando regresamos, nos basta con cruzar el vestíbulo de la estación y caminar por la niebla de las avenidas para sentirnos como en nuestra casa y sentir, al mismo tiempo, que nosotros ya no tenemos motivos para estar en nuestra casa, porque aquí en nuestra casa, en nuestra ciudad, en la ciudad donde pasamos la juventud ya quedan pocas cosas vivas, y nos recibe una multitud de recuerdos y de sombras.


La primera parte de Las pequeñas virtudes termina con un par de textos sobre Inglaterra, el hollín de las ciudades y el campo impoluto, los restaurantes con nombres extranjeros y la comida sosa, la melancolía de una tierra que parece buscar la perfección y que se queda en algo intermedio. El último texto, Él y yo, sobre su segundo marido, es a la vez divertido y amargo, la contraposición de marido y mujer y el paso del amor. Termino la primera parte de Las pequeñas virtudes y me asombra la sencillez y la palabra justa de Ginzburg, su apego a lo cotidiano, su manera de acercarse al exilio, la muerte, la memoria, sin excesos ni palabrería.

El hijo del hombre abre la segunda parte y lo hace con un texto corto y contundente, la forma en la que la guerra ha cambiado a una generación, cómo es imposible mentir a los hijos con mundos oníricos cuando los mismo hijos han sido despertados a medianoche para huir. (Y ahora somos gentes sin lágrimas. Lo que conmovía a nuestros padres ya no nos conmueve en absoluto. Nuestros padres y la gente mayor que nosotros nos reprochan la forma que tenemos de criar a los niños. Querrían que mintiésemos a nuestros hijos como ellos nos mentían a nosotros. Querrían que nuestros niños se divirtieran con muñecos de felpa en graciosos cuartos pintados de rosa, con arbolitos y conejos pintados en las paredes.  Querrían que cubriéramos de velos y mentiras su infancia, que mantuviésemos para ellos cuidadosamente oculta la realidad en su verdadera sustancia. Pero nosotros no lo podemos hacer. No podemos hacerlo con niños a los que hemos despertado en plena noche y hemos vestido nerviosamente en la oscuridad, para escapar y escondernos o porque la sirena de la alarma desgarraba el aire. No lo podemos hacer con niños que han visto el espanto y el horror en nuestra cara. No podemos ponernos a contarles a estos niños que los hemos encontrado en una col que quien ha muerto ha emprendido un largo viaje). En Mi oficio, Ginzburg recuerda su acercamiento a la escritura y su manera de entenderla, donde no hay que estafar con palabras ajenas a nosotros. Los últimos textos son realmente asombrosos. En Las relaciones humanas Ginzburg habla de ese viaje de la infancia a la maternidad, el mundo de los niños que se alejan de los padres, que buscan su propia identidad, que descubren los primeros dolores y los primeros amores y se separan de ellos para llegar a otros nuevos y acaban por ver en sus hijos aquella mirada dura que ellos dirigían a sus padres. Y Las pequeñas virtudes, donde se habla de la relación entre padres e hijos, de la educación y la verdadera importancia del dinero, del peligro de convertir a los hijos en copias y marionetas nuestras.


Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber.
Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo. De esta manera elegimos el camino más cómodo, porque las pequeñas virtudes no encierran ningún peligro material, es más, nos protegen de los golpes de la suerte. Olvidamos enseñar las grandes virtudes y, sin embargo, las amamos, y quisiéramos que nuestros hijos las tuviesen, pero abrigamos la esperanza de que broten espontáneamente en su ánimo, un día futuro, pues las consideramos de naturaleza instintiva, mientras que las otras, las pequeñas, nos parecen el fruto de una reflexión, de un cálculo, y por eso pensamos que es absolutamente necesario enseñarlas.



Las pequeñas virtudes y la escritura de Ginzburg son excepcionales, la primera gran sorpresa lectora de este año. La edición de Círculo de lectores viene acompañada por las ilustraciones de Eva Vázquez, hermosas y evocadoras.
Natalia Ginzburg. Las pequeñas virtudes. Traducción de Celia Filipetto. Ilustrado por Eva Vázquez. Círculo de lectores.

viernes, 17 de febrero de 2017

trenes

En aquella época vivíamos en un pequeño apartamento junto a la estación de tren. Los sábados por la mañana salíamos a desayunar a la estación y mi mujer me contaba sus sueños antes de olvidarlos. Yo me quedaba en silencio y seguía los gestos de su mano para remarcar una palabra, tsunami, sombras, sótanos, hogueras. Mi mujer intentaba unir cada imagen del sueño con una emoción o un recuerdo lejano. Y a veces lo conseguía. Entonces, una sonrisa de triunfo y la madeja de su infancia un poco menos liada.
Nos gustaba el ajetreo de la estación, el ruido de pasos y maletas en el suelo, el murmullo constante de las conversaciones que nos adormecía, los abrazos en los encuentros y las últimas palabras en las despedidas, las tiendas asépticas y la rapidez una estela visible, las palomas cojas que pasaban a centímetros de nuestra cabeza y cuyo aleteo nos recordaba al viento entre el trigo, sentir que cada persona tenía un destino y sabía el lugar que ocupaba en ese instante y el lugar al que quería ir, nosotros como espectadores fuera del tiempo, ellos un camino recto y marcado. Sentados en la estación, la vida parecía tener un sentido que desconocíamos. Había una teoría que aseguraba que el observador cambiaba el objeto observado y nos preguntábamos qué habíamos cambiado en todas aquellas figuras que pasaban ante nosotros, si habríamos modificado algún deseo, recuerdo o futuro, si su cuerpo sería igual a como entró en la estación.
Nos colábamos en los andenes de largo recorrido antes del amanecer. El reflejo del sol en las vías nos cegaba y durante unos minutos cerrábamos los ojos para ver un punto naranja dentro de nuestra oscuridad. En la oscuridad también hay luz, decía mi mujer, y yo le contaba la aventura de aquel hombre platónico que salió de su encierro en la cueva y vio por primera vez el sol, y me preguntaba en voz alta cómo pudo conservar la cordura ante unas formas y un lenguaje desconocidos y carentes de definiciones, porque aquel hombre no conocía las palabras sol, bosque, verde, y era libre ante un mundo sin nombres. Abríamos los ojos y el mundo se presentaba pálido y decolorado y yo intentaba sentir una realidad no condicionada por la experiencia.
Había una vida subterránea en la estación, los vagabundos que dormían en coches y se acercaban a contarte su historia, una infancia en el norte y un padre que pasaba caballos de contrabando al otro lado de la frontera, un marido que se escapó con otra mujer a algún país sudamericano, las antiguas carreteras, aquello sí que era viajar, decían, uno o dos días en recorrer medio país en autobuses pequeños y de aire viciado, el amor que rechazaron y que acabaron por extrañar y por creer que los habría salvado de su vida errabunda. Entonces, bajaban la mirada y murmuraban algo sobre vender pañuelos y ambientadores en los semáforos, su personal búsqueda de una segunda oportunidad, de unirse a la rapidez que se desplegaba a su alrededor. Mi mujer sacaba una carta de su baraja de tarot y les hablaba de energías, siempre buenas o intensas, de cambios de ciclo, de desprenderse de algo del pasado cuando salía la carta de la muerte roja y ellos apartaban los ojos, asustados. Aquellas cartas les revelaban mundos y vidas posibles, el misterio y la realidad fuera de su cueva, y se marchaban reconfortados, su corazón un pequeño y cálido fuego que se extinguía en la noche.
Esperábamos las llegadas de los trenes y buscábamos a los pasajeros que agachaban la cabeza decepcionados tras echar un vistazo a izquierda y derecha y saberse solos. Nos acercábamos a ellos y les ofrecíamos nuestro amor, puro y sencillo. Me recordaban a  personajes carverianos, ex alcohólicos que han perdido a su pareja o mujeres que han visto caballos en la niebla antes de una última despedida. Había una tensión y una violencia contenida en ellos y pensaban en la soledad y el frío que les devolvían muebles.
Algunas ventanas se iluminaban en el preciso instante que salíamos de la estación, una señal del futuro según mi mujer. Sabíamos que en las ventanas oscuras se escondían vidas plenas y sinceras y que la luz en las ventanas quería ser un faro que ahuyentase miedos y atrajese algo nuevo, un cuerpo traspasado por un relámpago.
Tumbados en la cama nos dormíamos con la llegada del último tren, en aquella época.